Eduardo Arroyo
Al pie del cañón
Una guía del Museo del Prado
Índice
Al pie del cañón
Para terminar
Índice de ilustraciones
«Atención, no escribas nada “objetivo”,
nada tiene valor fuera de tus propias ideas falsas.»
IMRE KERTÉSZ
Cuando yo era joven, lejano quedaba el Museo del Prado. Vivía en París o en Milán, y me preguntaba cuándo volvería a pisar sus salas y cuándo me podría instalar yo ante sus cuadros, con lienzo y caballete, para explorar las exactitudes de la copia. Me contenté con interpretar, traducir, recrear en mis estudios sucesivos algunas de sus obras (las que en aquellos tiempos me rondaban por la cabeza), y, de esta manera, manifestaba mis lazos personales con la pinacoteca madrileña. Dentro de mi inventario, recuerdo haberme alimentado de La maja desnuda de Goya, de El viejo y la criada de Teniers o de El bufón don Sebastián de Morra de Velázquez. El tiempo fue pasando hasta que mi vida española se fue normalizando –si es que una vida se puede normalizar– y pude visitar de nuevo el Museo del Prado. Entonces fue cuando me di cuenta del tiempo transcurrido durante mi ausencia y recuerdo que me precipité compulsivamente hacia las salas de Velázquez.
Mi admiración por el pintor sevillano se plasmó en un autorretrato irónico pintado en 1964 en París, Velázquez, mi padre (óleo sobre lienzo, 146 × 114 cm), en el que, sobre un fondo de guerra civil, en un paisaje áspero, lleno de explosiones y de violencia, el pintor de cámara de Felipe IV lleva en brazos a una criatura en pañales con la cabeza de un hombre de veintisiete años: la cabeza que tenía yo en aquel entonces, huérfano de padre desde temprana edad. Sí, yo quería tener una relación filial con Velázquez, pero nunca le había consultado para saber si estaba o no de acuerdo en tutelarme. Poco tiempo después, siempre con la preocupación de España, que nunca me abandonó en aquellos años, pinté, durante un verano en Positano, otro cuadro del mismo tamaño y para la misma exposición: La maja de Torrejón (1964, óleo sobre lienzo, 146 × 114 cm). Sobre el telón de fondo de una bandera de barras y estrellas estadounidense se destaca la maja, desnuda pero vertical. Estos dos cuadros me alejaban del Prado, pese a que yo hubiese querido acercarme al museo y a la maja de Torrejón.
También por aquella época, pinté un retrato de Velázquez de perfil fumando un puro; en segundo plano se ve un sombrero, uno de los muchos que he pintado. El lienzo, de medidas modestas, se titula Caballero español (1965, óleo sobre lienzo, 67 × 64 cm).
En 1970, en Roma, cerca de la Appia Antica, en la casa de Valleranello, copié el retrato de El bufón don Sebastián de Morra (1643-1649, óleo sobre lienzo, 106,5 × 82,5 cm). Desde la lejanía, Velázquez volvía a topar conmigo, o, más bien, yo con él. En el Retrato del enano Sebastián de Morra, bufón de corte, nacido en Figueras en la primera mitad del siglo XX (1970, óleo sobre lienzo, 146 × 114 cm), aumenté el tamaño del original, como acostumbran a hacer los copistas, y sustituí sus ojos, su nariz y su boca por los ojos, la nariz y la boca de Salvador Dalí. Al mismo tiempo que me esmeraba en afinar y enderezar las guías del bigote, ya precozmente daliniano en el lienzo original, le cubrí el pecho a «mi enano» con más de treinta pines de hojalata, muy en boga en aquellos años y hoy relegados al olvido, como todo lo que tiene que ver con la moda. Estas chapas representaban símbolos de objetos, situaciones o entidades que poco me gustaban (los barrotes de una cárcel, el anagrama del dólar, el ABC, una cabeza tonsurada, varias cruces, el Sagrado Corazón de Jesús y muchas más). Según escribió el doctor Jerónimo Moragas en 1964, don Sebastián era un «acondroplástico con inteligencia y al que una larga experiencia de la vida hacía reservado, pesimista y triste, hasta conducirlo al refugio del humorismo». Yo estoy seguro de que en el caso de «mi enano» se trataba de un perverso infantil, a veces indefenso, pero siempre reaccionario, cínico, avaro e incomprensiblemente estúpido. Pero lo que me interesa aclarar aquí es que el lienzo de Velázquez es un cuadro pintado a punta de pincel, magnífico y con alardes escandalosos de barridos de color decisivos y libres.
Tarde llegó al Prado otro cuadro de Velázquez, Retrato de hombre, el llamado Barbero del Papa (hacia 1650, óleo sobre lienzo, 50,5 × 47 cm) [1]. Este cuadro permaneció inédito durante más de doscientos años. Siempre hay que alegrarse cuando el museo se enriquece, cuando el Prado adquiere una obra más. Alguno dirá: ya es suficiente con lo que tenemos, pero yo me confieso insaciable, mis apetitos pictóricos son desmedidos. A finales del año 2003, asistí a la presentación de la compra y, para celebrarlo, cuando volví al taller, pinté una réplica del cuadro. Pocas horas antes, había leído los comentarios de Javier Portús:
Entre 1649 y 1651 Velázquez hizo su segundo viaje a Italia. Acudió allí a instancias de Felipe IV, con objeto de comprar pinturas y encargar vaciados de esculturas antiguas con las que decorar los Sitios Reales españoles. En Roma, además de llevar a cabo su misión, realizó varios retratos de personajes vinculados a la corte papal, algunos de los cuales se cuentan entre las obras más afamadas que hizo en este género. Son los casos, por ejemplo, del Retrato del papa Inocencio X, hoy en la Galería Doria Pamphili de Roma, o el Retrato de Juan Pareja, en el Metropolitan Museum of Art de Nueva York.
Otra de las obras maestras de este período representa el busto de un hombre que se proyecta sobre un fondo neutro de color gris verdoso. Luce valona sobre el cuello, y un traje negro […]
Los especialistas tienden a identificar al personaje retratado con Michelangelo Augurio, que fue barbero del papa Inocencio X.
En mi diario Un día sí y otro también, anoté: «27 de noviembre de 2003. Museo del Prado. Veo por primera vez el Retrato de hombre, el llamado Barbero del Papa, que representa a monseñor Michelangelo Augurio, el barbero del papa Inocencio X. Me limité a cubrir la parte inferior de la cara con espuma blanca de afeitar» [2].
Tarde llegó también –creo que en 1962– una de las obras más intrigantes, y que no siempre se expone, del Museo del Prado: la Vanitas de Jacques Linard [3]. El pequeño óleo sobre lienzo (31 × 39 cm) de ese pintor francés mal conocido –nacido tal vez en 1597, pero muerto con seguridad en 1645 en París– me hace soñar a menudo. Paradójicamente, me atrae más que otros que, sin embargo, me resultan más queridos. Lo modifiqué porque llamaba a la intervención: en un aguafuerte (Vanitas, 1991), le quité el clavel y, a cambio, planté una vela en la parte más redonda de la calavera porque, en mi opinión, así habla más claramente de la fuga del tiempo y se contempla mejor entre el humo de dos hachas. El caso es que las visitas al Prado siempre me dan más fuerza para volver a mi taller, donde el diálogo con la historia y el comentario del presente siguen afirmando el protagonismo de la pintura.
Los museos de arte antica, como se dice en Italia, son la coherencia de la incoherencia, y el Prado no iba a ser menos. A diferencia de casi todos los museos de arte contemporáneo, el museo de arte antiguo es un terreno de coexistencia entre lo acabado y lo inacabado, lo sublime y lo terrenal, la historia y la ausencia de historia. Aquí te pillo y aquí te mato. Era la casa de los pintores cuando los pintores tenían casa. Se requieren, entre muchas otras, dos características para ser elegidos, para ser expuestos: equitativo reparto de virtudes y defectos, calidad y genio. Por eso, el Museo del Prado nada tiene que ver con el arte contemporáneo o, si se prefiere, con el arte emergente, porque, en el vanguardismo, la calidad y el genio brillan por su ausencia. Que no se vean aquí tentativas involucionistas o nostálgicas. ¡Faltaría más! Hago hincapié en que los museos de arte antica diseminados por el mundo rezuman modernidad por los cuatro costados: eclecticismo, discontinuidad, mestizaje, sentido de la ruptura y promiscuidad. Cuando uno se acerca al Prado y ve más allá de sus narices, le viene a la mente esta letanía de características. El paraíso toca el infierno con sus dedos sin hacer el mínimo caso del limbo, ya lo dijo Paul Valéry en su artículo «Le problème des musées»: «Es una paradoja, esta proximidad de maravillas independientes pero adversas». El museo es eso: la casa de la incoherencia y del caos, la vecindad de lo incompatible; algo así como un patio de vecinos de diferentes nacionalidades, lenguas y horarios que sólo se calma bien avanzada la noche.
Escribe Eugenio d’Ors en su guía Tres horas en el Museo del Prado que el mejor mes para aprovecharlo es abril y del brazo de un amigo: estoy bastante de acuerdo con esta primera indicación. Hay que visitar el Prado acompañado por un amigo, pues el museo llama a la confidencia y a la conversación. También aconseja, por boca inexistente de su carpintero imaginado y álter ego fantasmático, Octavio de Romeu, visitarlo «cuando la vida no aprieta demasiado» en un Madrid que era –y es– una villa «de muchos cientos de abriles de edad». Sigo estando de acuerdo en que en Madrid –y no sé si lo dice Xènius, D’Ors, Romeu o yo– los cielos de abril son velazqueños, de un azul cobalto, ultramar sucio teñido de blanco que gira al gris, que viaja raudo con el viento de la sierra y entra por las puertas del museo de tal manera que al terminar la visita te lo encuentras de sopetón. A veces, esos cielos, mojados por la lluvia, se ensombrecen, y te das cuenta de que están dentro y fuera cuando te plantas ante las pinturas negras de Goya.
Durante todos estos años entrecortados por la ausencia, que ya son menos, apretando el paso y con anteojeras, me he precipitado hacia las salas de Velázquez e, inmediatamente después, he encontrado la salida sin mirar hacia otro lado. Definitivamente, abril es un buen mes para visitar el Museo del Prado y gozar, como señala D’Ors, «la calle madrileña en ese delicioso momento del año en que tan grata es la acera de la sombra como la del sol».
Pienso que el buen histrión de D’Ors siempre visitó el Prado solo, aunque presumiera de la compañía de discípulos, jóvenes estudiantes, viejos colegas sin arte ni beneficio; ¿o quizás fuesen algunos de esos maniquíes de cera que representan a altas personalidades como los que muchos años más tarde se pudieron visitar en el Museo de Cera de Madrid, de donde figurines ya pasados de moda salían cruelmente por la puerta trasera con los pies por delante ya olvidados de ese pequeño Musée Grévin madrileño? Octavio de Romeu fue inventado di sana pianta por Eugenio d’Ors en aquellos años en que, para seguir viviendo, el seudónimo era indispensable. Como Octavio de Romeu, D’Ors firmó su labor de dibujante: entre otras, las cuatro ilustraciones a la narración La bona fada, del escritor mallorquín Rosselló. Octavio de Romeu = Eugenio d’Ors, nom de ploma, «nombre de pluma». Sin embargo, el glosador ya había utilizado este seudónimo antes de 1908 para evocar a un extravagante amigo suyo, singular ingeniero artista, empresario único de grandes obras de ingeniería inútiles, hombre mundano y elegante, algo dandi, con su monóculo, sus bellas manos afiladas y móviles, tan precisas como los instrumentos de la cirugía moderna, extraordinariamente lúcido, sarcástico en la conversación y aficionado a las paradojas. Así lo describe Enric Jardí en su biografía de Eugenio d’Ors.
Al salir del edificio de Juan de Villanueva por la puerta de Velázquez, piensas que tu visita ha terminado; te equivocas: mientras vivas, la deambulación por el Prado no terminará. Mal que te pese, quedas pasmado y prisionero de sus salas, incluso por la noche, cuando te revuelves en la cama tratando de dormir. Azul cobalto velazqueño –decíamos– con frecuencia manchado por nubarrones, que se oscurecen según te aproximas a Goya; entras azul y sales ensombrecido. La lluvia «se distribuye en pisos de nubes blancas, un piso de rayas color de acero. Debajo, otro piso de nubes, otro piso de rayas. Más abajo, otro y otro. Y así desde el cénit hasta el abismo».
Del brazo de un amigo. ¿De qué amigo? Eugenio d’Ors habla de un amigo joven, inteligente, con un buen gusto intuitivo y con atisbo de cuatro confusas generalidades en materia de arte. Conviene, además, que el doctrino no sea vanidoso, pues rara vez el vanidoso entiende, y nunca a medias palabras.
¿Por qué estaría tan interesado D’Ors en visitar el Prado acompañado de un joven inteligente? No lo sé, a menos que su locura docente goethiana y su demencia de alocado profesor fueran sus dos mamas de Tiresias, las cuales lo empujaban inevitablemente hacia esas turbias relaciones entre maestro y alumno. «La fatalitat de la manera de Xènius és crear Xènius petits», apuntaba maliciosamente Josep Pla allá por los años veinte.
Del brazo de un amigo. ¿De qué amigo? Yo me lo imagino del brazo de D’Annunzio o de Marinetti, con quien hizo una visita en 1940, vestido D’Ors como lo describe o se lo imaginaba Dionisio Ridruejo en sus casi memorias: «Bello, monumental y quizás demasiado “puesto” […]. Aquel “ojo de Europa”, aquel Pantarca, aquel “ser como Goethe”, aquel citarse en D’Ors, en Xènius o en Octavio de Romeu […]. Llevaba un traje muy bien planchado, gris oscuro con rayas blancas. Las estatuas no suelen aceptar la confrontación con sus modelos. Llevaba botines». Imagino, pues, a D’Ors visitando el Prado de paisano fino según la descripción de Dionisio Ridruejo y...