Retorno a Dios
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Retorno a Dios

Días de retiro para dilatar el corazón

Javier Fernández-Pacheco

  1. 256 páginas
  2. Spanish
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  4. Disponible en iOS y Android
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Retorno a Dios

Días de retiro para dilatar el corazón

Javier Fernández-Pacheco

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Luces para quienes predican o asisten a unos días de retiro, y también para quienes, por diversas circunstancias, no pueden hacerlo pero sí practicar en su propio hogar esta tradicional práctica cristiana, en días seguidos o discontinuos. Los capítulos se pueden seleccionar para hacer oración en cualquier tiempo y lugar, o como lectura espiritual.Los retiros espirituales son tan antiguos como el mismo cristianismo. Jesús los inauguró con sus cuarenta días en el desierto; y con frecuencia solía retirarse a despoblado para orar (cf. Lc 5, 16). El Señor a veces se alejaba con sus discípulos para abrirles su corazón y darles a conocer con más profundidad el amor de Dios...A lo largo de los siglos, aisladamente o en grupos, algunos conservaron la práctica de retirarse para conocer mejor a Jesucristo y conocerse mejor a sí mismos. Este libro recoge esa larga tradición, siempre dirigida a facilitar que el alma regrese una y otra vez al encuentro con Dios.Javier Fernández-Pacheco es doctor ingeniero agrónomo y doctor en Teología. Fue profesor titular de la Escuela Superior de Ingenieros Agrónomos de Córdoba, y escribió diversas publicaciones de su especialidad. Ordenado sacerdote en 1977, ejerce su tarea pastoral en diversas ciudades andaluzas. Ha impartido cursos de varias asignaturas de Teología y retiros espirituales. En Rialp ha publicado Amar y ser feliz (5.ª ed.) y La alegría interior (2.ª ed.).

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Información

Año
2016
ISBN
9788432146800
Edición
1
Categoría
Christentum
CUARTA PARTE
PARA AMAR A JESÚS
XVI. JESÚS ENCARNA EL AMOR DE DIOS
MIRAR A CRISTO, MIRARSE EN CRISTO
Recordemos que el amor a Dios, además de ser un don que recibimos gratuitamente, lleva consigo también la tarea positiva de colaborar con Dios en lo que nos falta: amar más a Cristo para identificarnos con Él, pensar como Él (cf. 1 Co 2, 16), querer como Él (cf. Ef 3, 17) y tener sus mismos sentimientos (cf. Flp 2, 5), y así transmitir a los demás la imagen de Jesús como en un espejo, a través de nuestro ejemplo de amor y entrega generosa, y de nuestra palabra.
Eso supone conocerle y tratarle, y para conseguirlo es necesario leer el evangelio y profundizar en él con la ayuda del Espíritu Santo.
En las meditaciones finales vamos a tratar de conocer mejor a Cristo, deteniéndonos en los momentos más importantes de su existencia en la tierra. No es posible abarcar más en este libro; pero la tarea de meditar habitualmente toda la vida de Jesús es algo a lo que todo cristiano está llamado.
LA ENCARNACIÓN DEL HIJO DE DIOS
«Cuando llegó la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer» (Ga 4, 4).
¿Cómo es posible que el Hijo de Dios, eterno y omnipotente, asuma una naturaleza humana frágil y mortal? ¿Cómo puede hacerse criatura el Creador?
Se cuenta que, cierto día de Navidad, un hombre, sentado junto a la chimenea de su salón, se hacía la siguiente consideración sobre el nacimiento de Jesús en Belén: «No puede ser que Dios se haya hecho hombre para compartir su vida con nosotros, que haya elegido un pesebre para nacer». En eso, vio a través de la ventana a unos gansos azules que graznaban desorientados, quizás porque habían abandonado a su bandada cuando emigraban. Movido de compasión intentó meterlos en el establo, pero se alteraban más. «¿Cómo hacerles entender que quiero ayudarles? —pensó—. Si por un momento pudiera hacerme ganso quizás conseguiría hacerles ver que quiero auxiliarles». Entonces recapacitó, y comprendió que eso es lo que inventó el Hijo de Dios: hacerse uno de nosotros para que creyéramos en su Amor y nos diéramos cuenta de que quiere ayudarnos.
A lo largo de los siglos los santos y teólogos se han preguntado las razones por las que Dios se hizo hombre. No era preciso que lo hiciese, ni siquiera para redimirnos: «Pudo restaurar la naturaleza humana de múltiples maneras»[138].
Cuando el teólogo Romano Guardini intentaba encontrar una razón a este misterio, un amigo le dijo: «El amor hace cosas así». Con estas palabras comprendió mucho más que con todas las elucubraciones que estaba realizando[139]. No hay, pues, más que una respuesta: el Amor. El que ama quiere estar junto al amado, y eso es lo que ha hecho Dios. Jesús es el «Emmanuel», el Dios con nosotros. La Encarnación del Hijo de Dios es la prueba suprema del Amor de Dios por el hombre. San Pablo lo expresa de esta forma: «El amor de Dios, que está en Cristo Jesús» (Rm 8, 39).
«DESPIERTA HOMBRE: POR TI DIOS SE HA HECHO HOMBRE»[140]
«La Encarnación es una de esas verdades a las que estamos tan acostumbrados que casi ya no nos asombra la grandeza del acontecimiento que expresa (...). Algo absolutamente impensable, que solo Dios podía obrar, y donde podemos entrar solamente con la fe (...). Es importante, entonces, recuperar el asombro ante este misterio, dejarnos envolver por la grandeza de este acontecimiento: Dios, el verdadero Dios, Creador de todo, recorrió como hombre nuestros caminos, entrando en el tiempo del hombre, para comunicarnos su misma vida (cf. 1 Jn 1, 1-4)»[141]. Hizo presente la bondad, la misericordia de Dios nuestro Salvador (cf. 1 Tm 3, 4).
Intentemos, con la ayuda divina, tener presente el Hoy que se repite con reiteración en la liturgia de la Navidad, que indica que la Encarnación y nacimiento de Jesús es siempre actual, porque ha entrado en la eternidad de Dios y domina así todos los tiempos. ¡Cuánto bien nos puede hacer el meditar con frecuencia este misterio, para que influya en nuestra vida y nos ayude a tener más presente el amor que Dios nos tiene!
Fijémonos en el ejemplo de la Virgen. «Jean Paul Sartre [antes de abandonar la fe], cuando estaba prisionero en Tréveris en 1940, tuvo una auténtica revelación, y dijo así: “En el rostro de María apareció un asombro que nunca más volverá a aparecer en el rostro de ninguna criatura. Cristo es su hijo, carne de su carne y fruto de sus entrañas. Ella lo llevó en su seno durante nueve meses, y le dio el pecho, y su leche se convertiría en la sangre de Dios... Ella oye a la vez que Cristo es su hijo, su pequeño, y que Él es Dios. Ella le mira y piensa: ‘Este Dios es mi hijo. Esta carne divina es mi carne. Él está hecho de mí. Tiene mis ojos, y la forma de su boca es como la mía. Se parece a mí. ¡Es Dios y se parece a mí!’. Ninguna mujer tuvo solo para sí a su Dios. Un Dios tan pequeño al que se le puede coger en brazos y cubrir de besos, un Dios cálido que sonríe y respira, un Dios al que se puede tocar y que vive”. El asombro de María, del que Sartre habla, nace de la condición única en la que se ha encontrado, tras haber pronunciado su . En efecto, María es la única criatura que, estrechando contra su pecho a su Hijo, puede decirle: “¡Dios mío!”. Y es la única criatura que, orando a su Dios, puede decirle: “¡Hijo mío!”»[142].
EL NACIMIENTO DEL SALVADOR
«José subió desde Nazaret, ciudad de Galilea, a Judea, a la ciudad de David, que se llama Belén, por ser él de la casa y familia de David, para empadronarse con María, su esposa, que estaba encinta. Y sucedió que, estando allí, se cumplieron los días de su parto, y dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo recostó en un pesebre, porque no había lugar para ellos en la posada» (Lc 2, 4-7).
Con esta sencillez, san Lucas nos cuenta el acontecimiento más importante de la historia: hasta tal punto que, a partir de ese momento, en gran parte del orbe, los años se enumerarán según sean antes o después del nacimiento de Cristo.
UN PESEBRE POR CÁTEDRA
Jesús, niño recién nacido en el establo de Belén, ya empieza a instruirnos desde el pesebre.
Sigamos algunas de sus enseñanzas al hilo de una homilía magistral de Benedicto XVI. «Nuevamente nos conmueve que Dios se haya hecho niño, para que podamos amarlo, para que nos atrevamos a amarlo, y, como niño, se pone confiadamente en nuestras manos. Dice algo así: “Sé que mi esplendor te asusta, que ante mi grandeza tratas de afianzarte tú mismo. Pues bien, vengo por tanto a ti como niño, para que puedas acogerme y amarme”.
»De nuevo me llegan al corazón esas palabras del evangelista, dichas casi de pasada, de que no había lugar para ellos en la posada. Y después nos percatamos de que esta noticia aparentemente casual de la falta de sitio en la posada, que lleva a la Sagrada Familia al establo, es profundizada en su esencia por el evangelista Juan cuando escribe: “Vino a su casa, y los suyos no le recibieron” (Jn 1, 11) (...). ¿Tenemos un puesto para Dios cuando Él trata de entrar en nosotros? ¿Tenemos tiempo y espacio para Él? ¿No es precisamente a Dios mismo al que rechazamos? Pero la cuestión va todavía más a fondo. ¿Tiene Dios realmente un lugar en nuestro pensamiento? (...). Roguemos al Señor para que estemos vigilantes ante su presencia, para que oigamos cómo Él llama, de manera callada pero insistente, a la puerta de nuestro ser y de nuestro querer. Oremos para que se cree en nuestro interior un espacio para Él»[143].
San Lucas nos sigue narrando: «Había unos pastores por aquellos contornos, que pernoctaban al raso y velaban por sus rebaños. Un ángel del Señor se les apareció y la gloria del Señor los rodeó de luz y ellos se llenaron de un gran temor. El ángel les dijo: “No temáis; mirad que os anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: hoy os ha nacido, en la ciudad de David, el Salvador, que es el Cristo Señor; y esto os servirá de señal: encontraréis a un niño envuelto en pañales y reclinado en un pesebre”. Al instante apareció junto al ángel una multitud del ejército celestial, que alababa a Dios diciendo: “Gloria a Dios en el cielo y en la tierra paz a los hombres que ama el Señor”.
»Cuando los ángeles se apartaron de ellos hacia el cielo, los pastores se decían unos a otros: “Vayamos a Belén, y comprobemos este mensaje que acaba de suceder y que el Señor nos ha manifestado”. Fueron presurosos y encontraron a María, a José y al niño reclinado en el pesebre. Al verlo, dieron a conocer lo que se les había dicho acerca de este niño» (Lc 2, 8-17).
La historia de Jesucristo empieza en el Evangelio con las palabras que el arcángel san Gabriel dirige a María, en forma de saludo: «¡Alégrate!» Y en ...

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