Roma dulce hogar
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Roma dulce hogar

Nuestro camino al catolicismo

Scott Hahn, Kimberly Hahn, Miguel Martín Martín

  1. 200 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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Roma dulce hogar

Nuestro camino al catolicismo

Scott Hahn, Kimberly Hahn, Miguel Martín Martín

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Información del libro

Scott y Kimberly Hahn -un matrimonio norteamericano- ofrecen el testimonio cálido, alegre y realista de su conversión al catolicismo. Formados en la Iglesia presbiteriana, inician una peregrinación espiritual que transforma toda su vida; es un camino de búsqueda de la verdad y adhesión a la voluntad divina, que culminó en la inmensa alegría de ser recibidos en la Iglesia católica.Desde entonces, los Hahn ofrecen charlas por todo su país y graban cintas que se difunden por el mundo entero. Miles de personas han podido así conocer tanto su experiencia, como las verdades y la belleza de la fe católica.Éste es el relato de su historia, y atrae al lector desde el comienzo. Es una motivadora invitación a tomarse más en serio la fe, a vivirla de forma más plena, y a compartirla con los demás.La edición original en inglés se ha traducido a otras muchas lenguas, como el francés, el italiano, el alemán o el chino.

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Información

Año
2018
ISBN
9788432150098

1. De la cuna a Cristo

Scott:
Soy el más joven de los tres hijos de Molly Lou y Fred Hahn. Bautizado como presbiteriano[1], me crié en un hogar protestante, pero la religión significaba poco para mi familia, y más por razones sociales que por unas convicciones profundas.
Recuerdo la última vez que fui a la iglesia a la que asistía mi familia. El ministro que predicaba expresó sus dudas acerca del nacimiento virginal de Jesús y de su resurrección corporal. Yo me puse en pie en medio del sermón y me salí. Recuerdo haber pensado: «No sé con seguridad en qué creo, pero al menos soy lo bastante honesto para no dedicarme a atacar las cosas que se supone tengo que defender». También me pregunté por qué ese hombre simplemente no dejaba su ministerio en la iglesia presbiteriana y se iba a donde compartieran sus creencias. Poco sabía yo entonces que acababa de presenciar un presagio de mi propio futuro.
Todo cuanto hacía, lo hacía con pasión, fuera algo correcto o equivocado. Como un típico quinceañero, perdí todo interés por la Iglesia y empecé a interesarme mucho por el mundo; como consecuencia, pronto me vi metido en problemas; catalogado como delincuente, tuve que comparecer en el Tribunal de Menores, y ante una sentencia que me condenaba a pasar un año en un centro de detención por una serie de cargos, apenas pude arreglármelas para que la cambiaran por seis meses de libertad condicional. A diferencia de mi mejor amigo, Dave, yo estaba asustado de ver a dónde iban a parar las cosas, y sabía que aquello tenía que cambiar. Mi vida iba cuesta abajo y no sabía cómo controlarla.
Dave era un indiferente. Yo sabía que él era católico, pero cuando alardeó de mentirle al sacerdote en la confesión, pensé que ya había oído demasiado. ¡Y hablan de hipocresía! Todo lo que pude decirle fue: «Dave, cómo me alegra saber que nunca tendré que confesar mis pecados a un sacerdote». ¡Qué poco sabía yo!
Durante mi primer año de Instituto, el Señor trajo a mi vida a un estudiante universitario llamado Jack, que era un líder de Young Life, movimiento fundado para compartir el Evangelio con muchachos difíciles y sin fe, como mis compañeros y yo. Jack llegó a ser muy amigo mío y nuestra relación significó mucho para mí. Solía venir a jugar al baloncesto, se quedaba con nosotros después de las clases, y luego nos llevaba a nuestras casas en su camioneta.
Después de conocerme un poco mejor, Jack me invitó a un encuentro de Young Life. De forma educada le respondí: «No, gracias…». Yo no tenía la menor intención de asistir a una reunión de tipo religioso, aunque no fuera en una iglesia.
Pero entonces Jack mencionó, como de pasada, que una cierta joven llamada Kathy iba a ir. Debía de haberse enterado de que Kathy era la chica a la que yo estaba tratando de conquistar en aquel momento; entonces le dije: «Lo pensaré». Jack continuó explicándome que uno de los mejores guitarristas de Pittsburgh, un tal Walt, tocaba en las reuniones, y se quedaba después para improvisar con cualquier guitarrista interesado. Aquel año, como Jack bien sabía, la guitarra se había convertido para mí casi en una religión, desplazando a otras actividades menos útiles. Por lo menos ahora yo tenía una buena excusa que dar a mis amigos para ir a esa reunión.
Y fui. Hablé un rato con Kathy y luego improvisé con Walt, que era realmente asombroso con la guitarra; incluso me enseñó algunas combinaciones.
A la semana siguiente fui también, y a la siguiente y a la otra… Cada semana Jack daba una charla en la que hacía que los relatos bíblicos cobraran vida. Luego nos retaba con el mensaje básico del Evangelio: todos éramos pecadores y necesitábamos ser salvados, por eso Cristo murió en la cruz para pagar por nuestros pecados. Teníamos que optar por Él como nuestro Salvador y Señor para ser salvos; no era algo automático. Yo le escuchaba, pero no me sentía muy impresionado.
Un mes más tarde, Jack me invitó a una especie de retiro. «No, gracias, le dije, tengo otros planes». Pero él añadió que Kathy estaría allí, todo el fin de semana. Hombre astuto. Mis «otros planes» podían esperar.
Quien dirigía el retiro presentó el Evangelio de un modo simple pero a la vez motivador. La primera noche nos dijo: «Mirad bien la cruz; y si sentís la tentación de no tomaros en serio vuestros pecados, miradla de nuevo de manera larga e intensa». Me hizo caer en la cuenta, por primera vez en mi vida, de que, en efecto, eran también mis pecados los que habían clavado a Cristo en la cruz.
A la noche siguiente nos retó de otro modo. Nos dijo: «Si tenéis la tentación de mostraros indiferentes ante el amor de Dios, mirad de nuevo la cruz, porque el amor de Dios es el que envió a Cristo a la cruz por vosotros». Hasta ese momento yo había considerado el amor de Dios como algo puramente sentimental. Pero la cruz no tiene nada de sentimental.
Aquel hombre nos llamó luego a comprometernos con Cristo, y vi a un buen grupo de compañeros a mi alrededor responder que sí, pero yo me contuve. Pensé: «No quiero dejarme llevar por la emoción. Prefiero esperar. Si esto es cierto hoy, también lo será mañana o dentro de un mes». Así que regresé a casa posponiendo mi decisión de ofrecer mi vida a Cristo.
En el retiro había comprado dos libros: Sepa por qué cree, de Paul Little, y Mero cristianismo, de C. S. Lewis, y una noche, casi un mes después, los leí de un tirón. Ambos dieron respuesta a muchas de mis preguntas acerca de la existencia de Dios, los milagros, la Resurrección de Jesús y la veracidad de las Escrituras. A eso de las dos de la mañana, apagué la luz, me di media vuelta en la cama y recé: «Señor Jesús, soy un pecador. Creo que moriste para salvarme. Quiero entregarte mi vida ahora mismo. Amén».
Y me dormí. No hubo coros angélicos, ni trompetas, ni siquiera una descarga de emociones. Todo pareció tan irrelevante… Pero por la mañana, cuando vi los dos libros, recordé mi decisión y mi oración, y supe que algo había cambiado.
Mis compañeros también notaron alguna diferencia. Mi mejor amigo, Dave, que era uno de los chicos más populares del colegio, se enteró de que yo ya no quería fumar droga. Me llevó aparte y me dijo:
–Scott, no te ofendas, pero no queremos que sigas viniendo con nosotros. Los otros y yo creemos que eres un confidente de la «poli».
–Vamos, Dave –le respondí–, tú sabes que no soy un confidente.
–Bueno…, no sabemos qué eres, pero has cambiado, y ya no queremos tener nada que ver contigo. Que te vaya bien.
Y se fue.
Me quedé aturdido. Apenas un mes después de haberme comprometido a seguir a Cristo, me quedaba solo, sin un amigo en el colegio; me sentía traicionado. Me dirigí a Dios y le dije: «Señor, te he dado mi vida y tú te llevas a mis amigos. ¿Qué clase de trato es éste?»
Aunque entonces no podía saberlo, Dios me estaba llamando a sacrificar algo que se interponía en mi relación con Él. Fue un proceso duro y lento, pero a lo largo de los dos años posteriores, hice nuevas amistades auténticas y sinceras.
Antes de terminar segundo de Secundaria, experimenté el poder transformador de la gracia de Dios en la conversión. Durante el año siguiente sentí la acción del Espíritu Santo de una forma personal y vivificante, y como consecuencia, llegué a tener un hambre insaciable de Escritura. Me enamoré perdidamente de la Palabra de Dios –la guía infalible para nuestra vida de cristianos– y del estudio de la teología.
Durante los dos últimos años de Instituto me dediqué a tocar la guitarra y a estudiar las Sagradas Escrituras; Jack y su amigo Art me ayudaron a conocerlas. En mi año final, Art incluso me llevó a algunas de sus clases del seminario con el doctor John Gerstner.
Los personajes de la historia cristiana que más me atraían –de los que Jack y Art hablaban siempre– eran los grandes reformadores protestantes Martin Lutero y Juan Calvino. Comencé a estudiar cómo Lutero redescubrió el Evangelio separándose completamente de la Iglesia católica –así pensaba yo–, y empecé a devorar sus obras. Como consecuencia, me reafirmé en mis convicciones anti-católicas. Estaba tan convencido, que para la clase de literatura inglesa de la señorita Dengler decidí escribir mi trabajo de investigación sobre la doctrina de Lutero. Eso me llevó a asumir la misión de corregir y liberar a los católicos encadenados en el antibíblico legalismo de la justificación por las obras. Lutero me había convencido de que los católicos creían que se podían salvar por sus obras, aunque la Biblia enseñaba la justificación por la sola fe, o sola fide.
En una ocasión Lutero había declarado desde el púlpito que él podía cometer adulterio cien veces al día y que eso no afectaría su justificación ante Dios. Obviamente, era una figura retórica, pero me impresionó, y la comenté con muchos de mis amigos católicos.
No hay por qué negarlo: el anti-catolicismo puede ser algo muy razonable. Si la hostia que los católicos adoran no es Dios (y yo estaba convencido de que no lo era), entonces, es idolatría y blasfemia lo que hacen los católicos al arrodillarse y adorar la Eucaristía. Estaba convencido de eso, y hacía cuanto podía para compartirlo. Por favor, comprendan que mi ardiente anti-catolicismo brotaba de mi amor por Dios y de un deseo caritativo de ayudar a los católicos a convertirse. Y de hecho, como los católicos eran los que me ganaban ­bebiendo y diciendo palabrotas antes de que yo me tomara en serio mi cristianismo, yo sabía bien cuánta ayuda nece­sitaban.
En aquel entonces yo salía con una chica católica, y le pedí que leyera un libro considerado la biblia del anti-catolicismo –un libro que, hoy estoy convencido, está lleno de descripciones engañosas y de mentiras sobre la Iglesia–, Roman Catho­licism, de Lorraine Boettner. Mi novia lo leyó y luego me escribió dándome las gracias y diciéndome que nunca volvería a ir a misa. Más adelante repartí ejemplares a otros muchos amigos; y con total buena fe, y ceguera, daba gracias a Dios porque me permitía servirle de esa forma.
Mi abuela Hanh era la única católica de mi familia; una discreta, humilde y santa mujer. Como yo pasaba por ser el único miembro «religioso» de mi casa, mi padre me dio sus objetos religiosos cuando ella falleció. Los miré con repugnancia y horror. Tomé el Rosario entre mis manos y lo rompí, diciendo: «Dios mío, líbrala de las cadenas del catolicismo que la han tenido aprisionada». También rompí sus libros de oración y los tiré a la basura, esperando que esa superstición sin sentido no hubiera condenado su alma. Me habían enseñado a ver esas cosas como un exceso de equipaje inventado por los hombres para complicar un Evangelio salvador y muy simple. No siento el menor orgullo de haber actuado así, pero lo cuento para hacer ver lo profundas y sinceras que son las convicciones anti-católicas de muchos cristianos «de Biblia». Yo no era anti-católico por un fanatismo malhumorado, sino por convicción.
Un episodio más reforzó esa realidad. Al final de mi último año de Secundaria, iba un día camino del Instituto para un ensayo, cuando pasé ante la casa de Dave, el que había sido mi mejor amigo. Su luz estaba encendida, y pensé: «Debo al menos despedirme de él, ahora que voy a graduarme y a irme a la Universidad» Casi no le había visto en los últimos dos años.
Toqué el timbre, y la madre de Dave abrió la puerta y me invitó a pasar. Creo que había oído decir que me había vuelto muy religioso; se alegró mucho de verme. Mientras entraba, Dave bajó por la escalera poniéndose el abrigo. Al verme se detuvo de repente.
–¡Scott!
–¡Dave!
–Ven, sube.
Al principio la situación resultó muy tensa, pero luego empezamos a hablar y hablar, y estuvimos riéndonos y contando anécdotas como en los viejos tiempos. Lo que iban a ser quince minutos resultaron ser más de dos horas. ¡Nunca llegué a mi ensayo! Mientras lo lamentaba le dije a Dave:
–Pero espera…, cuando llegué, ibas a salir… Lo siento… seguro que te he fastidiado un buen plan.
De repente su expresión cambió:
–¿Por qué has venido esta noche? –me preguntó.
–Sólo para despedirme de ti y desearte que te vaya muy bien.
–Pero ¿por qué esta noche precisamente?
–Pues no lo sé… ¿He hecho que faltaras a algo importante?
Miré a aquel tipazo que había sido tan atlético, gracioso y popular, y noté que su voz temblaba.
–Cuando has llegado me iba a… –metió la mano en el bolsillo y sacó una soga...

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