De Requena a Leningrado
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De Requena a Leningrado

Historias y vivencias de familiares y amigos que se alistaron a la División Azul (1941-1943)

Francisco Javier Pérez

  1. 408 páginas
  2. Spanish
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De Requena a Leningrado

Historias y vivencias de familiares y amigos que se alistaron a la División Azul (1941-1943)

Francisco Javier Pérez

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En 1941, trece jóvenes de Requena, o con estrechos vínculos con esta población, se alistaron en la División Azul y partieron hacia Rusia para luchar con el III Reich contra la Unión Soviética. ¿Quiénes eran estos muchachos?, ¿cuáles los motivos que los condujeron a arriesgar su vida en el helado frente ruso? A través de este ensayo, magníficamente documentado, acompañamos a los soldados en sus andanzas y nos acercamos a un momento histórico apasionante y a un mundo ya extinto, pero aún muy presente.

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Información

Año
2020
ISBN
9788418261374
Categoría
History
Categoría
World War II

1

Visita a la ciudad heroica

El viernes 19 de julio de 1991 llegué a Leningrado procedente de Moscú. Lo hice en ferrocarril, en un expreso nocturno que había tomado a medianoche en la hermosa estación moscovita de Leningradsky y que arribó, a las ocho de la mañana, a su estación gemela, la Moskovsky.
En aquellos trenes soviéticos regía una sombría disciplina, acentuada por la austeridad de los equipamientos y la penumbra imperante. Coches-cama con cabinas colectivas, de cuatro literas, acogían a los pasajeros, a los que se proporcionaba una manta que sabe Dios cuándo habría sido la última vez que pasó por una lavandería. Los camastros disponían de una lamparilla cuyo encendido era potestad de unas matronas, corpulentas y adustas, que gobernaban cada vagón, mantenían el samovar y despachaban té en unos cacillos metálicos. Mientras tuvieron a bien apagaron la luz, y a hora temprana despertaron al pasaje que rendía viaje en la Perla del Báltico.
Cuando el tren se aproximaba a la ciudad, a su paso por el tramo que va desde Sablino a Kolpino, recordé que esos territorios fueron escenario de la batalla de Krasny Bor, la de mayor envergadura y la más sangrienta de cuantas libró la División Azul[1]. Y me pregunté, una vez más, qué se les había perdido a mis paisanos de Requena en el cerco de Leningrado.
En el gran vestíbulo de la estación Moskovsky, una monumental estatua de Lenin, creador de la URSS, recordaba su histórica vinculación con la ciudad de Pedro el Grande. Por entonces, la impronta de Lenin estaba presente en todos los rincones de la ciudad del Neva, bautizada con su nombre en 1924, año de la muerte del fundador del Estado soviético. Cualquier recorrido por su casco histórico pasaba, inevitablemente, por alguna referencia a las vicisitudes y a los hechos memorables protagonizados por Vladímir Ilich Uliánov. En septiembre de 1991 la ciudad recuperó su nombre original de San Petersburgo.
La segunda gran evocación era el asedio de los nazis durante la Gran Guerra Patria, entre septiembre de 1941 y enero de 1944. Leningrado era la ciudad heroica, el ejemplo de la resistencia imbatible del pueblo soviético frente a la barbarie nazi-fascista. Como destacaban las guías turísticas: «Toda la población, a una llamada del partido, se alzó en pie de lucha»[2].
La ciudad me pareció deslumbrante y vital. En pleno verano exhibía, magnífico, todo su patrimonio monumental: desde sus museos hasta sus palacios, iglesias, teatros, fortalezas y otras demostraciones de riqueza artística e histórica. En los parques florecían plantas ornamentales, parterres y cuidadas rosaledas. Los edificios suntuarios, que rivalizaban en belleza y esplendor, bordeaban los canales que se podían atravesar por elegantes y vistosos puentes. Sin duda Leningrado superaba con creces a Moscú, la enorme capital gris, burocrática y resignada del entonces Imperio soviético.
San Petersburgo fue fundada en 1703 por el zar Pedro el Grande, quien concibió una ciudad cosmopolita, «ventana de Rusia al mundo», en la desembocadura del río Neva, en el mar Báltico. No escatimó recursos ni sacrificios, y miles de obreros forzados murieron desecando marismas y abriendo canales. La conocida como Venecia del Norte se construyó con el concurso de los mejores arquitectos e ingenieros, tanto rusos como italianos, alemanes y franceses. A partir de 1807 el talento de un español, Agustín de Betancourt, dejaría su huella en San Petersburgo. Este militar e ingeniero, nacido en Tenerife, fue director de la Escuela Imperial de Ingeniería de Rusia, asesor del zar Alejandro I y autor de importantes obras civiles y militares. Sus restos descansan en el cementerio Lazarevsky de San Petersburgo.
El historiador Alan Wykes describe así la urbe:
La ciudad es realmente hermosa. En torno a su núcleo, formado por la ciudadela antigua y la catedral nueva, se abren concéntricamente avenidas y bulevares. Puentes, torres, templos y galerías se alzan sobre el agua, columnatas y campanarios ponen otros tantos toques de elegancia, las fachadas marmóreas de los palacios refulgen bajo la luz nórdica[3].
Recorrí con emoción los escenarios de la ciudad donde estalló la Revolución de Octubre. Nadie diría que Leningrado padeció un cruel asedio cuyos antecedentes hay que buscar en las conquistas del Imperio romano, en las guerras medievales o en las cruzadas. Sus bulevares, sus plazas, sus monumentos, sus calles y barrios fueron destruidos por la artillería y la aviación nazi, y sus pobladores sometidos a una hambruna tan extrema que llevó al canibalismo.
Los responsables de la Academia de Ciencias Sociales de Moscú me habían facilitado alojamiento en una residencia oficial en el distrito de Smolni, donde el PCUS disponía de un complejo de inmuebles y oficinas para usos administrativos, congresos y atenciones oficiales. Este barrio, antiguo emplazamiento de elegantes y ricas mansiones nobiliarias, era una especie de Vaticano comunista. El Instituto Smolny, una institución educativa para hijas de aristócratas, fue residencia y cuartel general de Lenin en 1917 y sede del primer comité central del Partido Comunista de la Unión Soviética. Entonces la ciudad fue bautizada como Petrogrado, suprimiendo el nombre original por sus connotaciones zaristas y religiosas.
Anduve largamente por las calles de Leningrado y visité el impresionante museo del Hermitage en lo que fue el Palacio de Invierno, la catedral de San Isaac, la Fortaleza de Pedro y Pablo, el Teatro Kirov, el edificio de la Filarmónica[4], el Hotel Astoria y la ribera del Neva, en uno de cuyos parques descuella el Jinete de Bronce, la bellísima escultura de Pedro el Grande. Escenarios, todos, del asedio de 872 días que causó la muerte por hambre de unos 750.000 civiles, entre un tercio y un cuarto de la población total de Leningrado[5]. Según Jacinto Antón, que toma como referencia el libro de Michael Jones, las autoridades cifraron en seiscientos mil los muertos civiles, pero otras estadísticas hablan de un millón doscientos mil[6].
El 1 de mayo de 1945, Iósif Stalin proclamó a Leningrado «ciudad heroica» por la valentía que demostró durante la Gran Guerra Patria. Poco tiempo después se fundó el Museo Memorial del Sitio y Defensa de Leningrado, sobre la base de los objetos y materiales usados en la exposición Defensa Heroica de Leningrado, creada en pleno bloqueo.
El museo era, en gran medida, una demostración de la humanidad, de la grandeza y los valores cívicos de los habitantes de Leningrado, y testimonio de agradecimiento a su sacrificio y a su valentía. Pero Stalin consideraba que «la gratitud es la enfermedad del perro»[7]. A su juicio, Leningrado resistió el asedio y derrotó a los nazis no tanto por la determinación de los sitiados como por la preclara y decisiva autoridad de su jefatura suprema. Y no le interesaba que trascendiesen noticias de las penalidades y la hambruna de la población civil, pues, de alguna manera, ponía en tela de juicio la improvisación y la incapacidad de su Gobierno para anticiparse a los acontecimientos[8].
De ahí que, en 1949, Stalin ordenase el cierre del museo, y en 1953, año de su muerte, dispusiera la liquidación de la inmensa mayoría de los fondos expuestos. Se destruyeron objetos y colecciones importantes — gran parte eran donaciones ciudadanas —, y otros materiales fueron depositados en diferentes museos soviéticos. El zar rojo recelaba de cualquier asunto que tuviese carácter evocador, unificador y sentimental o que pudiese hacer sombra a su naturaleza egocéntrica y totalitaria. Sus propagandistas e ideólogos fueron unos maestros en las técnicas para interpretar y acomodar la historia a conveniencia, omitiendo unos sucesos y recreando otros a mayor gloria del «padrecito» Stalin y de su liderazgo en la Gran Guerra Patria.
Hubo que esperar a Mijaíl S. Gorbachov y su perestroika, a finales de los años 80 del pasado siglo, para que el Museo del Asedio abriese de nuevo sus puertas. Poco tiempo después tuve ocasión de visitarlo. Un intérprete de español, el funcionario que te colocaban las autoridades y que siempre tenías la sospecha de que era un agente de la Seguridad del Estado en el papel de traductor, me fue dando explicaciones al tiempo que traducía los textos informativos escritos en cirílico.
A pesar de la limpia ordenada por Stalin, se habían recuperado muchas fotos, dibujos, planos, diarios personales, objetos de la vida cotidiana, uniformes, armas, herramientas, etc. Había un área dedicada al llamado «camino de la vida», la carretera abierta en los inviernos del 41 y 42 sobre el lago Ladoga para abastecer a la ciudad por una precaria ruta que cruzaba la gran superficie de agua helada.
Viendo aquel museo de los horrores se comprende que muriesen centenares de miles de personas de hambre y enfermedades; que los sitiados tuviesen que alimentarse con raciones diarias de ciento veinticinco gramos de pan amasado con grano podrido y serrín; que durante el verano cundiesen las enfermedades infecciosas al descomponerse los miles de cadáveres que habían quedado congelados por las calles en invierno; que se destruyese el mobiliario doméstico para calentar los hogares que no fueron demolidos por los bombardeos; que los combatientes apenas tuvieran fuerza, tal era su desnutrición, para sostener el fusil y arremeter contra el enemigo. Y que hubiera numerosos casos de antropofagia, aunque de este asunto no hay referencia alguna en el museo.
Lo que sí había era información documentada y fidedigna, seguirá habiéndola, de las instrucciones impartidas por Hitler para sitiar Leningrado a sangre y fuego y provocar la muerte de sus habitantes por inanición. El general Walter Warlimont[9], destinado en el cuartel general del Führer, redactó el memorándum que contenía la sentencia de muerte de la ciudad: «Debemos cerrar Leningrado herméticamente, debilitarla después por el terror con ataques aéreos, artillería y hambre. En primavera ocuparemos la ciudad, deportaremos a los supervivientes al interior de Rusia y arrasaremos el lugar con explosivos de gran potencia»[10].
Los nazis y sus aliados observaban la agonía de Leningrado desde sus arrabales. Se habían apoderado de Pushkin, la antigua Tsárskoye Seló (Aldea Real), sede del palacio de verano de los zares y de sus cortesanos. Tsárskoye Seló, también conocida como Peterhof, y que dista apenas una veintena de kilómetros de San Petersburgo, fue el segundo emplazamiento donde se desplegó la División Azul. La grandiosidad de sus alamedas, sus palacios y sus edificios oficiales impresionaron a los soldados españoles tanto como a mí.
Los ciudadanos de Leningrado eran abiertos y hospitalarios. Merced a la ayuda del traductor tuve oportunidad de escuchar el relato de un hombre entrado en años, antiguo empleado municipal y superviviente del asedio. Contó que había vivido en su niñez la guerra civil que sucedió a la Revolución del 17 y, años más tarde, la conocida como Guerra de Invierno, librada entre Finlandia y la URSS, entre diciembre de 1939 y marzo de 1940. A su juicio, ninguno de estos conflictos — siendo como fue terriblemente sanguinaria e implacable la guerra de los rojos contra los blancos — se podía comparar con los padecimientos que se vivieron durante el cerco de Leningrado y, de manera estremecedora, el hambre y las muertes por inanición. Aunque en aquel momento imperaba la perestroika, aún se expresaba con cierta reserva y declinó compartir una fotografía.
A través del intérprete, durante la visita a los memoriales, pregunté a algunas personas si conocían la presencia de soldados españoles, aliados de los nazis, en el cerco de Leningrado. Varias de ellas sabían de pasada del asunto y solo un personaje, que manifestó ser artista plástico y restaurador de un museo, aprovechó la parla para ensalzar la obra de Juan de Ávalos, el escultor del Valle de los Caídos, de quien se reconoció admirador incondicional. Reivindicaba al escultor predilecto de Franco con vehemente y encendido entusiasmo.
En el momento de los hechos, cuando los voluntarios de la Blau Division tomaron posiciones primero en el frente del Vóljov y dos años después en los arrabales de Leningrado, es improbable que los divisionarios tuviesen consciencia plena de que estaban colaborando en un asedio cuya finalidad era rendir por hambre y fuego a la población de Leningrado. Pero, de igual modo, existe la certeza de que entre ellos corría el rumor, la apreciación, de que el asalto se había sustituido por el cerco de acero.
A esta conclusión se llega, sin ir más lejos, a través de las memorias de Ridruejo. Aunque había renunciado a sus privilegios como jerarca falangista y servía como soldado de antitanques, Dionisio Ridruejo tenía muy buena información de lo que se urdía en el cuartel general. Recibió una filtración a la que no dio crédito por ser la noticia tan inhumana y despiadada: «Medieval y trágica», son sus calificativos. Copio textualmente: «Se dice que en Leningrado se ha desatado la peste, o una grave epidemia de gran mortandad, y que la defensa está quebrando por causa de este enemigo terrible e interior. Pero los alemanes temen una extensión del mal y por tal motivo se abstendrán de atacar y ocupar la ciudad, rodeándola, por el contrario, con grandes precauciones sanitarias y dejándola a su suerte, es decir, dejando que se consuma su población poco a poco. Luego la limpiarán por el fuego…»[11].
Muñoz Grandes, en tanto que comandante en jefe de la División, y alguno de sus oficiales de Estado Mayor sí debieron ser informados por el OKH y el mando del Grupo de Ejércitos Norte, aunque es posible que sin facilitarles todos los detalles del criminal proyecto. Sabemos que el 13 de octubre de 1942 Von Manstein visitó a Muñoz Grandes y le puso al corriente del plan para el asalto definitivo a Leningrado, proyecto que se paralizó un mes después[12]. El mariscal Erich von Manstein hubo de ser enviado de urgencia a la región del Don, en noviembre de 1942, para intentar liberar al VI Ejército alemán, cercado en Stalingrado.
Si mucho tiempo después alguno de nuestros paisanos tomó conciencia de la atrocidad en la que participaron, se reservó celosamente su opinión. Con los años tuvieron inevitablemente que conocer los hechos, pero el asunto era tabú. «De la guerra en Rusia nunca se hablaba en nuestra casa»: es la versión más frecuente y habitual de los familiares de los paisanos y allegados que se alistaron a la DEV. Según Caballero Jurado, «para el divisionario normal, el sentido político de su lucha en la URSS era acabar con el comunismo y que España, en ...

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