Capítulo IV
El mañana
Ojalá fuera yo capaz de dar un resonante final a esta argumentación y terminarla con una rotunda nota de promesa. «Ya no es posible», observaba Eliot, «hallar consuelo en tinieblas proféticas». Las «apremiantes necesidades de una situación crítica», a las que se refería Eliot veinte años atrás, se han hecho más drásticas desde entonces. Nos sentimos enredados constantemente en una urdimbre de crisis que nos flagela.
Que este sentimiento sea enteramente legítimo o no es una cuestión que habría que resolver. En el seno de la civilización occidental hubo anteriores estadios de extrema presión. Sólo ahora, a la luz provisional de las actuales «arqueologías de la conciencia» que están de moda, es cuando estamos comenzando a estimar lo que debe de haber sido el clima de nervios durante los conocidos accesos de pestilencia producidos a fines de la Edad Media y en el siglo XVII en Europa. Se pregunta uno ¿cuáles eran las mecánicas de la esperanza y del futuro mismo durante las invasiones de los hunos? Es preciso leer la descripción que hace Michelet de la vida de París en 1420. ¿Quién, en las fases finales de la Guerra de los Treinta Años, cuando, como dicen los cronistas, había sólo lobos para alimentar a los lobos en las ciudades vacías, quién podía prever el próximo resurgimiento de energías culturales y las fuerzas compensadoras de las Américas? Bien podría ser que nuestro marco apocalíptico estuviera peligrosamente inflado, aun cuando se lo presentase en tono menor e irónico. Quizás exageremos tanto las dimensiones como la vehemencia de la crisis en las cuestiones internacionales, en las que en condiciones improbables se dio empero un cuarto de siglo de paz; en la ecología, que hubo de salvarse (como lo atestigua el Sahara hecho por el hombre) y recobrarse; en la sociedad y en la conciencia personal que conocieron ambos momentos anteriores de extrema urgencia. Una vena de histeria penetra nuestro actual «realismo». Puede uno imaginar a Pangloss exponiendo un razonado alegato sobre la humanidad y la felicidad de los tiempos. Pero Voltaire agrega, ayant soutenu une fois que tout allait á merveille, il le soutenait toujours, et n’en croyait rien [habiendo sostenido una vez que todo iba a las mil maravillas, lo sostenía siempre, y no creía nada de eso]. Y nosotros tampoco. Que nuestros presentimientos de una amenaza extrema estén justificados o no no viene al caso. Lo cierto es que ellos penetran nuestra sensibilidad y la poscultura desarrolla con ellos sus asuntos fragmentados, a menudo contradictorios.
Por eso sólo puedo ofrecer conjeturas sobre lo que podrían ser sinapsis dignas de observarse. El cuadro es de una complejidad y de una tasa de cambio que no tiene paralelos (la vida de Churchill cubrió el lapso que va desde una batalla librada en Omdurman a caballo y con sables, de una manera casi homérica, hasta la fabricación de la bomba de hidrógeno). Tal vez pueda hacer algunas conjeturas, no con miras a profetizar sino con la esperanza de que pudieran ser erróneas de una manera tal que conservaran un interés documental. Habré de considerar la cuestión de un nuevo sentido de las humanidades, de esa mínima gama de reconocimientos y códigos compartidos sin los cuales no puede haber ni una sociedad coherente ni una continuación (por atenuada y transitoria que sea) de una cultura «viva». Aun con este propósito limitado, no deja uno de tener conciencia de la exasperación de Blake por «el idiota que pregunta». Hoy en día preguntar es mucho más incisivo, mucho más halagador para nuestra inteligencia que la confusa, borrosa, respuesta.
Ya hemos dicho algo sobre el colapso de las jerarquías y sobre los radicales cambios producidos en los sistemas de valores que relacionan la creación personal con la muerte. Estas mutaciones han puesto fin a las humanidades clásicas. Con esta expresión entiendo algo perfectamente concreto. La mayor parte de la literatura occidental, que durante más de dos mil años estuvo deliberadamente en interacción (pues las obras se hacían eco de obras anteriores de la tradición, las reflejaban o aludían a ellas), se está poniendo ahora rápidamente fuera de nuestro alcance. Cual las remotas galaxias que se inclinan sobre el horizonte de la invisibilidad, el grueso de la poesía inglesa, desde el Ovidio de Caxton hasta Sweeney among the Nightingales se está transformando ahora y pasando de la presencia activa a la inercia de la conservación académica. Basado, como firmemente lo está, en una profunda anatomía de múltiples ramas de referencia a los clásicos y a las escrituras, expresado en una sintaxis y un vocabulario de subido tenor, el continuo arco de la poesía inglesa, del discurso que une a Chaucer y Spenser con Tennyson y con Eliot, está desapareciendo rápidamente del alcance de la lectura natural. Aquel pulso central de la conciencia y del lenguaje se está convirtiendo en material de archivo. Aunque compleja en sus causas y consecuencias, esta disminución de reconocimientos literarios es fácil de demostrar:
Yet once more, O ye laurels, and once more,
Ye myrtles brown, with ivy never sere,
I come to pluck your berries harsh and crude.
And with forced fingers rude
Shatter your leaves before the mellowing year.
Bitter constraint, and sad occasion dear.
Compels me to disturb your season due;
For Lycidas is dead, dead ere his prime.
Young Lycidas, and hath not left his peer.
Who would not sing for Lycidas? he knew
Himself to sing, and build the lofty rhyme.
[Sin embargo, oh vosotros laureles, una vez más,
vosotros oscuros mirtos con hiedra nunca marchita.
Vengo a arrancar vuestras bayas áspera y crudamente
y con dedos rudos
a sacudir vuestras hojas antes de sazón.
Amargo constreñimiento y triste ocasión entrañable
me obligan a perturbar vuestra debida estación;
pues Lícidas ha muerto, muerto antes de alcanzar la flor de la edad,
el joven Lícidas que no ha dejado a nadie que se le iguale.
¿Quién no cantará en honor de Lícidas? Él mismo
sabía cantar y componer elevada poesía.]
El laurel, el mirto y la hiedra tienen su específica vida emblemática a través de toda la poesía y el arte occidentales, y también en la obra de Milton. En su delicado tributo rendido a Giovanni Manso leemos:
Forsitan et nostros ducat de marmore vultus,
Nectens aut Paphiâ myrti aut Parnasside lauri
Fronde comas...
[Tal vez reproduciría en el mármol nuestro rostro
entretejiendo con mirto de Pafos o laurel del Parnaso
nuestros cabellos...]
La hiedra representa la poesía cuando está particularmente aliada con la Ilustración: Las odas I, I 29 de Horacio y el Calendario de pastores para septiembre nos lo dicen, como se lo dijeron a Milton. En Odas I también aparecen «oscuros mirtos» (pulla myrtus). En el Calendario de pastores para enero y en Macbeth abunda el empleo del vocablo cere (marchito, agostado). Y los ecos llegan hasta la Ode to Memory de Tennyson y a los versos «Esas flores sin par que en medio del más rudo viento / nunca se marchitan» (el vocablo rudo llegó a Tennyson procedente de los versos de Milton). La expresión «duro constreñimiento» movió a Spenser a escribir su Égloga pastoral sobre Sidney y todo el tropo de compulsión está sintetizado en la Oda a Psique de Keats:
O Goddess! hear these tuneless numbers, wrung
By sweet enforcement and remembrance dear.
[Oh diosa! Oye estos desacordados acentos, arrancados
por dulce constreñimiento y recuerdo entrañable.]
La fraseología de Spenser y de Keats suaviza y a la vez acrecienta la particular espiral del orden de palabras de Milton: «triste ocasión entrañable» [sad occasion dear] en que «dear» (entrañable) significa aquello que nos afecta del modo más directo, ya en amor, ya en odio, ya en el placer, ya en la aflic...