Cuentos de Chile
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Cuentos de Chile

Floridor Pérez

  1. 184 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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Cuentos de Chile

Floridor Pérez

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Información del libro

Conjunto de relatos de autores chilenos destacados. La compuerta N°12, Paulita, El padre, Perseguido, El vaso de leche, El perceptor bizco, La botella de caña, Cuenta regresiva, Al filo del alba, El descubridor, La desgracia, El arrecife, El chileno más fuerte del mundo, Mi padre peinaba a lo Gardel, La salud de los hijos.

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Información

Editorial
Zig-Zag
Año
2021
ISBN
9789561235656
Categoría
Literature
AL FILO DEL ALBA
por Guillermo Blanco
Cuando se hizo bien de noche, el ladrón comenzó a bajar desde su casa, en uno de los cerros del Poniente. Respiró despacio el fresco que venía del mar. En verano, siempre lo ponía de buenas ese vientecito como alegre, como limpio, medio juguetón. Al rato le dieron ganas de silbar algo, pero justo iba pasando frente al cementerio, y en el cementerio estaba su mujer. ¿Cuánto tiempo? ¿Dos años ya?
–Puchas –dijo
Allá, por el lado del puerto, un tren de carga dio un pitazo. El ladrón miró a la bahía: le gustaba esta vista de tan alto, con sus luces, sus buques, sus grúas, inocentes.
Echó a andar por una calle muy empinada ahora, y parecía que le hubiera entrado apuro, y no: era el declive, que se lo llevaba solo. Se sentía niño chico dejándose arrastrar. Siguió casi al trote hasta llegar al plano. De un boliche salía música. Fuerte, movida. Le hizo el quite a un borracho que venía a bandazos, para acá y para allá, para atrás y para adelante, como si algún gracioso estuviera ladeándole el suelo.
–Se va a sacar la ñoña, amigo.
El borracho no contestó: iba ocupadazo.
Al entrar en la avenida Centenario, el ladrón se encontró con la Madelén, pintada como de sábado.
–Hola, Madelén.
–Hola, oh.
–No pican, ¿ah?
–Naaaaada.
De día, la Madelén se llamaba Margarita y zurcía medias en un bazar.
–Buena suerte –le deseó.
–Lo mismo.
Rieron
La Madelén se frotaba los brazos para espantar el frío. Bueno; que con esa ropita, también.
El ladrón atravesó Centenario (penaban las ánimas) y continuó caminando hasta Gregorio Mira. Torció a la izquierda. La noche estaba clara, pero por suerte aquí tampoco andaba gente. Ni un gato a la vista, ni un ocioso asomado a ninguna parte. Para qué hablar de carabineros.
Así daba gusto trabajar, pensó
Pero, con la pura idea, empezó a recorrerle el cuerpo la maldita nerviosidad de siempre. Le parecía que retumbaban sus pasos, su respiración, contra las viejas paredes de adobe. Y ese hormigueo raro, subiendo y bajándole por dentro. Sus ojos, rápidos, brincaban sin embargo de un punto a otro, espiando. Sabía mirar.
De pronto se paró, brusco. ¿Sería cierto?
Por si alguien hubiese aparecido a último minuto, hizo como que anudaba una de sus alpargatas y aprovechó para cerciorarse. No, nadie. Después dio un vistazo más lento hacia la casa que le había llamado la atención, y claro: una de las ventanas del primer piso tenía toda la pinta de estar entreabierta. El ladrón contuvo un principio de entusiasmo.
No atropellarse.
Echó a andar de nuevo, hasta llegar a la esquina siguiente. A escasa distancia, de pie en la vereda angostita que bajaba en dirección a Centenario, una pareja se besaba con furor. Ni supieron de él. Giró sobre sus talones, de regreso, y esta vez pasó muy pegado al muro. Si hubiera podido, habría estirado la oreja. Ningún ruido, o voces, detrás de la ventana.
Calma, se dijo aún. Vayamos a la segura.
Fue hasta la otra esquina, por donde llegara, vigiló a lado y lado: todo desierto. El ladrón sentía un cosquilleo de gusto y miedo. Había que poner manos a la obra no más.
De vuelta, al pasar por tercera vez frente a la ventana, hizo como que le fallaba un pie y se las arregló para darle al batiente un empujoncito con el hombro. Suave. Se abría, un pelo. Sin detenerse, prestó oídos a ver si alguien protestaba ahí dentro, o se levantaba de la cama para cerrar. Nada.
Llegó de nuevo hasta la esquina opuesta, siempre como quien no quiere la cosa. Allá, la parejita seguía dale que dale. El ladrón meneó la cabeza: estos chiquillos.
Revisó por última vez la calle, de alto a bajo. Librecita.
Repitió la figura con el cordón de su alpargata, escuchando intensamente.
Miéchica, gimió para sí, no hay problema. Vámosle.
Hizo una triple señal de la cruz.
¡Ya, mierda!
Se le salía el corazón por la boca cuando montó a caballo sobre el alféizar, empujando poco a poco contra el vidrio, hasta dejarse un espacio justo para meterse.
Entró. Mantuvo la hoja abierta mientras observaba alrededor: había que estar listo para escapar, si se encontraba alguna sorpresa. Nadie; era un saloncito vacío. A la luz del farol que alumbraba la calle vio un par de cortinas blancas, de esas con cupidos bordados, y, en el...

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