El peronismo de Cristina
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El peronismo de Cristina

El Frente de Todos, entre la dolorosa unidad, la escasez y la guerra interminable con el establishment

Diego Genoud

  1. 336 páginas
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El peronismo de Cristina

El Frente de Todos, entre la dolorosa unidad, la escasez y la guerra interminable con el establishment

Diego Genoud

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"Por mérito propio o por deficiencias ajenas, la mujer política a la que le adosaban todos los defectos y ninguna virtud superó la prueba ácida de un peronismo que se apuró a jubilarla en un pacto explícito con Macri y, llegado el momento, fue ella la que ganó la iniciativa, armó a dedo la fórmula presidencial de la unidad y recuperó con un movimiento imprevisto a los aliados que había perdido durante sus años de equivocaciones en la Rosada. El 18 de mayo de 2019, con un videíto en redes sociales, Cristina inauguraba una nueva etapa en la política argentina."El peronismo de Cristina cuenta la historia de una construcción política inédita, cercada por la pandemia, la deuda y la vitalidad irreductible de la sociedad antiperonista. Para entender de verdad el gobierno del Frente de Todos, hay que develar una trama que, tal vez porque no rinde en el show de la polarización, resulta casi desconocida. Se trata de un relato lleno de traiciones, retractaciones estratégicas, Realpolitik, miedo a la intemperie y convicciones renovadas en que esta nueva etapa podía o puede ser mejor.La crónica profunda de este peronismo aflora capítulo a capítulo: Diego Genoud pone el foco en la figura de Alberto Fernández y en una Cristina cuya palabra de alto voltaje, aun cuando delate impotencia, sigue ordenando el tablero y la revela como la dueña de la mayor parte del peronismo desde la muerte de Néstor Kirchner. El autor se acerca al poder en las sombras para contar cómo, ante la debacle de Cambiemos en 2018, muchos referentes del PJ "prolijo" se encontraban en Retiro y Puerto Madero con jueces federales, empresarios, políticos macristas y operadores de los principales medios para trabajar –con recursos que iban desde la denuncia hasta la extorsión mafiosa– por un sueño que desvela todavía hoy a los dueños de la Argentina: desembarazarse de Cristina para alumbrar el consenso poskirchnerista y así construir un peronismo moderado y racional, capaz de ejecutar con apoyo popular las reformas que el poder económico considera imprescindibles para sacar al país del atraso. Cuenta también cómo algunos de esos peronistas "rubios" se reciclaron y hoy forman parte del Frente de Todos.Solo de ese modo, con la evidencia de un gobierno que tiene la contradicción (¿y el germen de la traición?) adentro, se explican sus idas y vueltas con el establishment. Anatomía magistral del peronismo, este libro nos da todas las piezas para entender la persistencia del liderazgo de CFK, que no hubo forma de correr de escena, y estimula a más no poder la imaginación política sobre cómo se construye y se ejerce el poder en el país del empate envenenado.

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Información

Año
2021
ISBN
9789878010755
1. La dueña
Esta vez, quería tener la certeza de que nadie iba a interferir en el golpe que tenía pensado dar. Esta vez, las medidas de seguridad habituales no le alcanzaban. La pérdida del poder, cuarenta meses atrás, había obligado a un cambio drástico en la rutina de una dirigente que, de repente, se había quedado sin más resortes propios que el de su núcleo duro de adhesiones.
Pese a un apoyo social que envidiaba toda la oposición, en la política Cristina Fernández de Kirchner estaba sola: rodeada de un grupo de incondicionales y de un montón de recuerdos de un tiempo pleno de celebraciones. Perseguida, blanco de una revancha que se equivocó en no prever, la expresidenta pasaba los días en busca de impedir que los estruendos en su contra la afectaran y que las detonaciones impactaran en su refugio. Después de escuchar sus conversaciones privadas en cadena nacional, la senadora había extremado sus medidas de prevención. Hablaba por teléfono lo indispensable, se comunicaba solo a través de Telegram y los televisores de su casa no tenían contratado el servicio de cable. Cristina pasó dos años largos mirando, a través de YouTube, la pantalla de un solo canal: C5N, la emisora que había adquirido Cristóbal López en el tiempo de esplendor en el que el kirchnerismo se esforzaba en multiplicar los medios a través de empresarios más o menos amigos. Así llegó al umbral de las elecciones de 2017, así compitió casi obligada y así perdió, producto de una saga de desacuerdos en la que decidió no darle la interna al resentido Florencio Randazzo. Fue después de esa derrota –indisimulablemente propia– que la expresidenta comenzó a cambiar.
En un homenaje tardío al estilo de conducción de Néstor Kirchner, Cristina decidió abrirse sin abandonar un manual estricto de procedimientos. Empezó a recibir las contadas visitas que se arriesgaban a pisar su departamento de Recoleta con un ritual propio de películas. En el ingreso, al pie de una virgen que oficiaba de cofre de seguridad, quedaban los celulares de los peregrinos que iban a escuchar su palabra. La senadora los recibía sola, muchas veces sin maquillaje y con un dominio de la escena que impactaba. Por lo general, se mostraba activa, se confirmaba entera y se presentaba bastante más comprensiva que en sus apariciones públicas. El mensaje principal, tal vez lo más nítido y distintivo de su exposición, era uno solo: la unidad del peronismo, única alternativa posible para evitar que Mauricio Macri siguiera en el poder cuatro años más. Fue un proceso largo que desembocó en una iniciativa sorprendente.
El 17 de mayo de 2019, la senadora de Unidad Ciudadana recibió a dos de sus hombres de máxima confianza con más prevenciones que de costumbre.
–El candidato va a ser Alberto –les dijo de entrada.
–¿Qué Alberto? –preguntó uno de los desprevenidos, sin salir todavía del asombro.
–Fernández. Y yo lo voy a acompañar en la fórmula. Tienen que hacer un video para comunicar la decisión, voy a explicar los motivos con un mensaje grabado. Váyanse, termínenlo y vuelvan cuando lo tengan.
Reprobada más de una vez en materia de construcción de poder, la dueña de los votos estaba a horas de gatillar el movimiento político más audaz y sorpresivo de un tablero electoral que se deslizaba hacia un desenlace previsible. Los colaboradores de la senadora tenían que armar el anuncio con la mayor rapidez posible y el máximo sigilo. La seguridad no era suficiente y precisaba medidas adicionales para que el secreto fuera absoluto y nadie pudiera interceptarlo ni neutralizarlo: los teléfonos que habían quedado al pie de la virgen deberían seguir ahí más tiempo que de costumbre, incluso mientras sus dueños partían con la misión que, al día siguiente, iba a sacudir a un país que se despertaría en estado de incredulidad. Recién cuando ese mensaje se convirtiera en viral, los propietarios recuperarían sus pertenencias. La desconfianza no era con los dos íntimos, probados, soldados de la jefa: era con un ambiente hostil que todavía pensaba en gobernarla.
La unidad impensada
No está claro cuándo fue, pero hubo un instante en que la expresidenta encontró la salida para el laberinto de la polarización. Con Alberto Fernández no la evitó por completo, pero logró algo fundamental, hasta unos meses antes, impensado: reordenar la ecuación que le había resultado desfavorable en 2013, 2015 y 2017, con consecuencias cada vez más negativas. Era una reconciliación que nacía de las necesidades mutuas. Obligado por la derrota, cansado de la marginalidad del político que se devalúa en analista televisivo, el exjefe de Gabinete había regresado a la orilla del Instituto Patria en el momento justo.
Si no fuera por el tiempo y la energía que se perdieron, por la enorme posibilidad que, separados, le otorgaron al macrismo, por los costos del experimento amarillo en la vida cotidiana de millones de personas; si no fuera por todo eso, podría considerárselo parte de una estrategia brillante. Un plan maquiavélico en el que dos de las piezas centrales del andamiaje de poder se quiebran y se repelen durante una década para, después, sorprender a todos y volver al poder de manera imprevista. Un proyecto secreto en el que la ficción pública no ahorra calificativos y Fernández se pasea por los medios de comunicación y los foros antikirchneristas para repetir durante años las consignas precisas que quieren escuchar; para intimar con el adversario de su socia y retornar después con las claves del pensamiento ajeno y el más prístino de los retratos sobre un bando edificado en torno a una fuerza principal: el rechazo a la expresidenta. No fue un plan de ese tipo, pero el golpe resultó certero y alcanzó para tirar abajo –en menos de dos meses– las ínfulas del reformismo permanente. En el reencuentro de la expresidenta con el exjefe de Gabinete que la había abandonado, en la excusa para la unidad del peronismo, estaba la llave maestra para vencer al gobierno de la recesión interminable, la inflación récord, el derrumbe del poder adquisitivo y la deuda gigantesca.
Las encuestas construían un escenario claro que pocos se animaban a desautorizar. El mismo ensayo que se decía invencible y venía a dar vuelta la página de la historia argentina, que pensaba reeducar en el ajuste a la mayoría de sus víctimas, llegaba competitivo al umbral de los comicios, pese al desastre prolongado de la gestión económica y al incendio de todas las promesas. Cambiemos era el futuro y la gente podía tolerar cualquier padecimiento, salvo el de volver a verle la cara al pasado. Lo guionaban en el primer piso de la Casa Rosada, lo decía la tele, lo escribían los más vivos del Círculo Rojo y lo confirmaba la historia reciente de 2015 y 2017.
Pero Cristina golpeó justo cuando, se suponía, le tocaba el turno al peronismo poskirchnerista. Apenas seis días atrás, Juan Schiaretti había arrasado en las elecciones provinciales de Córdoba y todas las expectativas del establishment estaban en ver al PJ de centro tonificarse con esa victoria. Aliado estratégico de Macri, el gobernador dejó desierto el sillón de macho alfa del peronismo, a la deriva a un club de empresarios dispuestos a apostar y desorientada a la mesa de los galanes que se reunían en el piso 21 de una torre de Retiro con el objetivo de adivinar, detrás del Sheraton, las costas del poscristinismo. No pudo ser.
“Una primicia maravillosa”
Aunque esté prohibida la palabra “autocrítica” en el diccionario de su relato, Cristina Fernández de Kirchner aprendió de la derrota. Sacó lecciones del aislamiento y de los malos resultados; hizo lo que decían que no iba a hacer jamás: correrse del centro y no ser candidata a presidenta. Pero lo hizo a su modo, sin resignar el poder ni regalárselo a los que conspiraron en su contra. Decidió empoderar a un porteño sin carisma y sin votos, pero con una serie de virtudes que ninguno de los leales le había podido ofrecer en diez años de prueba, ensayo y error. Fernández exhibía una incansable voluntad de lobby, un mapa amplio de relaciones y una capacidad de liderazgo considerable, pero era, sobre todo, el dueño de un activo único: una voz que Cristina respetaba.
Aunque haya tomado el ejemplo de Lula con Dilma y haya revisado la historia reciente, al factor sorpresa la expresidenta le incorporó una novedad. Se presentó como garante del respaldo electoral para el profesor de Derecho Penal de la UBA y se blindó a sí misma con un espacio propio para una convivencia tan difícil como necesaria. Buscó un socio más que un delegado.
Por mérito propio o por deficiencias ajenas, la mujer política a la que le adosaban todos los defectos y ninguna virtud superó la prueba ácida de un peronismo que se apuró a jubilarla en un pacto explícito con Macri y, llegado el momento, fue ella la que formateó a su antojo la amalgama de la oposición. Se protegió, ganó la iniciativa, armó a dedo la fórmula presidencial de la unidad y recuperó con un movimiento imprevisto a los aliados que había perdido durante sus años de equivocaciones en la Rosada.
Lo había anunciado el 14 de septiembre de 2017, antes de perder con el macrismo en la provincia, en una entrevista con Luis Novaresio para Infobae, el house organ de La Embajada que de repente le abría las puertas. El pluralista Daniel Hadad, aquel de las entrevistas amables con el almirante Massera, daba muestras una vez más de su piel de camaleón. Apenas seis meses después de aparecer en televisión y declararse extorsionado por el kirchnerismo para vender C5N y su pool de radios, el dueño del portal más leído sonreía junto a Cristina en la recorrida por los pasillos de su fuerte. Visto desde el futuro, lo novedoso no fue eso, sino la declaración de la entonces candidata de Unidad Ciudadana, que contemplaba con claridad la posibilidad de una derrota inminente en las legislativas. “Te voy a dar una primicia maravillosa. Si en 2019 yo soy un obstáculo para lograr la unidad del peronismo y ganar las elecciones, no voy a ser ningún obstáculo. Al contrario, voy a hacer todo lo posible para que el peronismo, en un frente amplio, pueda ofrecerle a la ciudadanía algo mejor de lo que hoy está teniendo”.
Con una precisión quirúrgica, solo posible en quien controla el tablero y las decisiones, la figura más popular y cuestionada de la oposición anunciaba, con dos años de anticipación, su principal proyecto. Con una disciplina digna de mejores causas, el peronismo colaboracionista, los medios aliados al macrismo y, tal vez, hasta sus propios feligreses decidieron no creerle. Fue un error más, producto de la ceguera y la lógica refractaria; una oportunidad desperdiciada de manera imperdonable, porque los otros dos movimientos que Cristina tenía pensado ejecutar no iban a ser anunciados frente a las cámaras, ante cientos de miles de personas.
La garante
Casi sin darse cuenta, la expresidenta se convirtió con los años en una figura bisagra del sistema político argentino. Pesaron, en un orden discutible, un cúmulo de factores entre los que podría destacarse su potente liderazgo pero también su rol de sobreviviente en el doble tiempo de la historia y la coyuntura; la sobreactuación en una batalla cultural de resultado incierto, la reacción de actores de poder que entraban en pánico ante los ademanes incesantes del populismo, la cerrazón política y personal de la doctora, el temor del peronismo conservador, los intereses en juego; todo eso había dejado a CFK en el borde de un tablero que soñaba con resetearse en clave de moderación, con partidos políticos clonados que creían posible prescindir de la adhesión popular.
Por haber quedado viuda de Néstor Kirchner, por haber vivido en la Casa Rosada los estertores de un proceso irrepetible en más de un sentido, por haberse retirado del gobierno con una economía estrangulada pero muy lejos de una crisis terminal, Cristina regresó a la oposición en una condición extraña. Contaba con una popularidad inigualable pero, sin embargo, se había revelado estéril para prolongarse en el poder y encontrar un delegado fiel. Excepcionalidad pura, como heredera de un tiempo único y muestra viviente de que ese período –que sus rivales del PJ querían sepultar en un trámite express– no solo había existido sino que seguía vigente en múltiples formas: memoria, fuente de una alternativa posible y, sobre todo, reverso principal del macrismo. Entre el llamado a la resistencia y el riesgo de la nostalgia, Cristina era el reservorio de expectativas de una mayoría opositora que estaba subrepresentada en la escena mediática y no entraba en el casillero de figura marginal donde la quería ubicar un combinado de dirigentes que rondaba el 2% en intención de voto.
El peronismo poskirchnerista se apresuró a sentarse a la mesa del futuro pero no tenía crédito social y solo podía trascender como socio menor de la gobernabilidad macrista. Dependía del éxito de un político de cuna empresaria para jubilar a esa jefa que lo había destratado desde el poder en una ecuación que no favoreció a nadie en el tinglado del ex Frente para la Victoria y alumbró a Macri como único ganador.
Para la iglesia kirchnerista, Cristina era la garantía de que ni todo estaba perdido ni todo había sido errado. Para el sistema político que la negaba, era algo todavía más importante: el dique de contención de sectores que se aferraban a su estampita para seguir creyendo en la partidocracia y de una militancia con pasado radical que había sido reabsorbida por la burocracia estatal y las instituciones en forma vertiginosa, después del estallido de 2001. Creyéndolo más o menos, un número indeterminado del activismo había concluido en que la eclosión que terminó con el gobierno de Fernando de la Rúa había sido un abismo peligroso al que lo mejor era no asomarse más. Al igual que la política de la que los Kirchner eran parte, las nuevas generaciones habían asumido una lectura institucionalista del desborde social: lo que ayer había sido vitalidad, muestra de dignidad e inventiva popular, era ahora una amenaza que la política estaba obligada a conjurar. Esa función encarnaron primero Néstor y después Cristina, aunque sus adversarios –entre mezquinos y suicidas– no pudieran reconocerlo. Políticos tradicionales que asumían el rol excepcional de figuras fronterizas. Gracias a ellos y al espacio que edificaron a su alrededor, el sistema de partidos accedía a un grado de legitimidad sorprendente, tanto en relación con el pico de la crisis en 2001 como con una realidad social que nunca logró horadar el núcleo duro de la pobreza y comenzó a degradarse en forma acelerada a partir de 2015. Al otro lado de la polarización extrema, Macri era el principal beneficiario de ese rol de contención que cumplía Cristina. Sin ella, también para él todo hubiera resultado más traumático.
La vendetta
La familia Kirchner era un cuadrilátero de bordes irregulares. El matrimonio, una sociedad política exitosa con roles específicos, había funcionado durante más de dos décadas hasta que Kirchner murió: desde la intendencia de Río Gallegos hasta la asunción de Cristina como sucesora de Néstor, con el bastón presidencial como lazo de un pasaje conyugal. Si Máximo era el heredero cantado que debía ocupar el lugar del padre, Florencia era la encarnación del rechazo a la política y a sus costos más dramáticos. Como si fueran el agua y el aceite, la adicción a la política contrastaba con una directora de cine que estaba hastiada de la disputa por el poder. Después de la muerte de su padre y de la avalancha de causas judiciales contra su madre, la hija menor del matrimonio comenzó a repudiar más que nunca el mundo en el que habían trascendido los Kirchner. En paralelo, quedó involucrada en la cartelera de Comodoro Py y fue procesada en dos expedientes judiciales elevados a juicio oral con el nombre de los hoteles de la familia: Los Sauces y Hotesur.
Más allá de la relación conflictiva con su madre y su hermano, Florencia estaba en una posición de debilidad manifiesta ante la guillotina tendenciosa de los tribunales federales. Permanentes aliados del poder, ensañados con el pasado que ellos mismos encarnaron, activos con los desposeídos, indulgentes con los inquilinos de la Casa Rosada y el establishment. Para eso habían sido creados los juzgados oscuros de Comodoro Py.
Cuando Stiuso actuaba a sus órdenes, cuando el operador judicial del peronismo, Javier Fernández, ejecutaba la partitura que se escribía en la SIDE, cuando Darío Richarte y Diego Pirota defendían a los funcionarios kirchneristas con las armas del derecho y el espionaje, Cristina actuaba como si no hubiera un mañana. Creyéndose portadora de una esencia democratizadora, había ido demasiado lejos con sus arengas de reformismo y los servicios de inteligencia que le respondían habían tocado el cable de alta tensión de la familia judicial. Eso le empezaron a cobrar incluso antes de perder el poder, cuando las facciones de la mafia se reorganizaron en torno a un eje que ligaba al espionaje criollo con los jueces y fiscales de Comodoro Py y los medios de comunicación opositores al kirchnerismo. Los lobistas del Grupo Clarín aceleraron con la presión, y el peronismo prolijo encontró un terreno inmejorable para avanzar contra esa viuda que lo ninguneaba. Pero mientras Cristina contaba con una base de popularidad irreductible y Máximo se integraba a la Cámara de Diputados, Florencia vivía a la intemperie y no tenía fueros. Algunos dirigentes del PJ que hoy están sentados en el Frente de Todos lo decían sin ninguna vergüenza: “Ella tiene que entender. Si quiere a sus hijos libres, lo que tiene que hacer es bajarse”. Don Corleone se paseaba por las mesas de los hoteles de Retiro.
Tantas veces anunciada, la vendetta del peronismo judicial quedó desactivada de la noche a la mañana por una dirigente cansada de ser extorsionada con un pacto para el que no le ofrecían nada. Por medio de un video, con la voz de CFK grabada en off sobre una música de melodrama, los jueces federales y el peronismo de la minoría se desayunaban con la anchoa de los hechos consumados. El 14 de marzo de 2019 se conoció la noticia: “En Comodoro Py, no solo se violan los derechos de los que somos opositores al gobierno de Mauricio Macri, sino que también se violan todos los derechos de nuestros hijos y nuestras hijas. Hemos presentado un certificado médico sobre el estado de salud de Florencia en los tribunales, en los mismos tribunales a los que ella, mi hija, concurrió cada vez que fue citada. He elegido la militancia política por formación y convicción. En cambio, más allá de sus convicciones, que las tiene y muy profundas, ella decidió otra vida, eligió otra vida”.
Cristina puso a su hija a salvo de la ley del talión y logró burlarse así de un sistema mafioso que buscaba por la vía de la cárcel lo que no lograba en el terreno de la política. Pero no resolvió e...

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