¿Qué es la escenografía?
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¿Qué es la escenografía?

Pamela Howard, Víctor García Isusi

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¿Qué es la escenografía?

Pamela Howard, Víctor García Isusi

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Aún luchando por conseguir el merecido reconocimiento artístico y no quedar oculta bajo la labor del director teatral, la escenografía es una de las disciplinas teatrales más decisivas y, por supuesto, «mucho más que una pintura de fondo con la que enmarcar a los intérpretes». Pamela Howard, que ha trabajado en más de 200 montajes en el Reino Unido y todo el mundo, explica en este libro las claves de la creación de un espacio escénico: el juego con el espacio, las pistas visuales que sugiere el texto, la investigación y documentación, el color y la composición, el vestuario, la colaboración con el director, el intérprete y el espectador. Experta en la creación de espacios escénicos en arquitecturas no teatrales (una antigua fortaleza y cárcel en Tesalónica, un cine abandonado en Belgrado, un salón de actos de un viejo colegio en el distrito industrial de Pittsburgh), abo-ga tanto por el recurso a las últimas tecnologías como por la necesidad de un teatro sostenible. ¿Qué es la escenografía? no solo documenta -con ilustraciones- la variadísima experiencia de la autora (de La pasión griega de Martinú a La rosa tatuada de Williams), sino que rinde tributo a sus maestros e inspiradores: Léon Bakst, Caspar Neher, Robert Planchon...

Como dijo David Bradby, es «una obra esencial, más si cabe para cualquiera que quiera saber cómo está evolucionando el teatro».

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Información

Año
2017
ISBN
9788490652930

Capítulo 1. EL ESPACIO

Hecho a medida: jugar en el espacio
El teatro se produce allí donde se da un punto de encuentro entre interpretes y un posible público, y es en el espacio que comprende dicha reunión y en torno a la interacción que se desarrolla entre público e intérpretes donde el escenógrafo desarrolla su arte. El espacio permanece en silencio, vacío e inerte, esperando a que lo dejen libre en la vida del drama. Sea cual sea su tamaño, forma o proporción, sus animateurs deben conquistarlo, enjaezarlo y cambiarlo antes de que se convierta en lo que Ming Cho Lee ha denominado «una palestra donde se presentan las grandes cuestiones –los valores, la ética, el coraje, la integridad y la naturaleza humana– y lidia uno con ellas».[1]
La forma de ver el mundo que tiene la escenografía revela que el espacio es el primer reto con el que se topa el escenógrafo, y también el más importante. El espacio es parte del vocabulario escenográfico. Hablamos de traducir y adaptar el espacio, de crear un espacio sugerente y conectarlo con el tiempo dramático. Pensamos en el espacio en movimiento, en cómo podemos darle forma o romperlo, en lo que necesitamos para crear el que mejor se ajuste y en cómo construirlo con forma y color para realzar al ser humano y el texto. Con la intención de definir el espacio dramático, algunos juegan con el espacio, porque es así como pretenden descubrir su metáfora y significado. Existe una alquimia compleja entre el espacio y la obra que obliga a los creadores a domar un espacio desconocido hasta dar forma a uno que encaje como un guante en la obra.
El espacio lo definen sus dinámicas –la geometría– y sus características –la atmósfera–. La geometría es una forma de medir el espacio y describirlo para que otra persona sea capaz de visualizarlo. Comprender la dinámica del espacio significa reconocer, mediante la observación de su geometría, dónde reside su poder –su altura, longitud, anchura, profundidad o sus diagonales horizontales y verticales–. Todo espacio tiene una línea de energía, que se extiende desde la zona de actuación hasta el espectador y que el escenógrafo ha de desvelar y explorar. Esta línea de energía la sienten los actores sobre el escenario mientras miran al auditorio y determinan dónde se encuentran más cómodos. Las obras pueden estar diseñadas para sacar el máximo rendimiento a estos puntos fuertes, a fin de que el público vea y oiga a los actores en todo su esplendor. Otro punto a tener en cuenta desde el principio son las características de que dispone cada espacio. Su atmósfera y cualidad afectan muchísimo a los espectadores y a los intérpretes. Los espacios son personalidades vivas con pasado, presente y futuro. El ladrillo, el hierro, el cemento, las vigas y estructuras de madera, las butacas rojas y los anfiteatros dorados y recargados dan a los edificios sus características individuales. El espacio que queda a la vista debe ser grabado mediante planos de planta y elevaciones exactos, mediante fotografías y dibujos del natural, para que en el taller sean capaces de recrearlo en una maqueta que tenga sus mismos colores y texturas. Esta siempre debería incluir, por lo menos, las primeras filas de butacas y tener puntos de vista fijos desde las posiciones extremas de la sala. La maqueta vacía, que deja al descubierto los entresijos del espacio, es importantísima porque es la primera vía de comunicación directa entre el director y el escenógrafo cuando estos empiezan a trabajar juntos. También gracias a la maqueta, el diseñador de iluminación y el director de escena podrán explorar las posibilidades de su contribución. Incluir en ella figuras a escala reproducidas con detenimiento añade la dinámica humana al espacio vacío –son de gran ayuda siempre que no se caigan, algo que sucede a menudo–, porque el uso y la manipulación de la escala en el escenario es un arte escenográfico que estira el espacio al máximo y lo encoge al mínimo con la intención de darle significado. En la maqueta se pueden probar estas ideas; además de que le permite a uno jugar con el espacio –aumentando o reduciendo el tamaño de una pared, de una puerta o del mobiliario– o crear uno engañoso que altera las proporciones de la figura humana. Con este proceso, podemos moldear la dinámica del espacio hasta que empieza a hablar de la obra.
La escenografía y la arquitectura están muy relacionadas, y muchos arquitectos han llevado al teatro su concepción del espacio. Adolphe Appia (1862-1928) fue el primer arquitecto teatral del siglo XX e introdujo los conceptos de apertura y frescura arquitectónicas en sus espacios teatrales en una época en que lo normal era llenar el escenario de decorados pintados con técnicas ilusionistas. En 1911, en Hellerau, Alemania, dio forma a su «espacio rítmico», un decorado de escaleras y plataformas compuesto por módulos intercambiables tanto en vertical como en horizontal. Situarse en uno u otro nivel permitía a los intérpretes que los iluminaran focos y luces concretos, lo que servía para que su presencia en el escenario destacara sin necesidad de más decorados. Así es como empezó la búsqueda de soluciones escénicas más escultóricas. A menudo, los arquitectos son visionarios e innovadores que se sirven de la filosofía, el arte, la música y la política, además de valerse de su conocimiento de los materiales y de su capacidad para soñar despiertos. Erich Mendelsohn (1887-1953) nació en la Prusia Oriental y los edificios que proyectó en Alemania, Gran Bretaña, Estados Unidos e Israel dan fe de su gran imaginación. De 1912 a 1914, y como parte del movimiento expresionista alemán, diseñó escenarios y vestuario para puestas en escena al aire libre y procesiones festivas. Aunque rehízo el interior del Deutsches Theater, consideraba que había tomado una sabia decisión al elegir la arquitectura como medio de vida y de expresión. La inspiración le llegaba observando paisajes y motivos de la naturaleza mientras escuchaba a Bach y soñaba con diseñar –con una tecnología y unos materiales novedosos– edificios que expresaran la importancia de la época en la que vivía. En programas de conciertos y pedazos de papel, hacía bocetos de las formas que se le venían a la cabeza; dibujos rápidos y fluidos que captaban la espontaneidad de aquellas ideas y que, después, transformaba en edificios de cemento.[2] En los días sombríos de las guerras mundiales, su visión expansiva de los edificios expresaba esperanza y optimismo, además de su fe personal en el futuro. Igual que los escenógrafos, Mendelsohn siempre empezaba emocionado por los retos y posibilidades que le planteaba responder a un espacio y definía este proceso como «ver el sitio y tomar posesión de él».
Su búsqueda de la manera de combinar dinámica y función, su profundo amor por las armonías y contrapuntos matemáticos de la música de Bach y la inspiración que esta le procuraba son evidentes en sus primeros edificios impresionistas. Con materiales de la época, dio forma a estructuras externas que albergaban el sector laboral y el corporativo en un único volumen dramático. Creó una relación espacial entre los intérpretes –trabajadores de la fábrica– y el público –los clientes– que tenía la misma intensidad que la integración que se daba entre unos y otros en los antiguos teatros barrocos de principios del siglo xviii. Aquellos teatros tenían el interior de madera, compacto y organizado, y concebían el espacio oval compuesto por el escenario y el auditorio como una entidad donde los intérpretes representaban para los espectadores que veían y no para los que estaban sentados en zonas a oscuras –a quienes percibían pero no alcanzaban a ver.
Los teatros barrocos de Europa estaban construidos, en su gran mayoría, de acuerdo a un eje que salía del centro de la zona de representación y que iba elevándose en diagonal hacia el centro del palco real, situado en el primer círculo de los auditorios –diseñados en forma de herradura–. El marco del escenario, de donde cuelga el telón frontal, delimitaba la división del espacio; no obstante, el proscenio avanzaba hacia el público y como, por tanto, allí los veían todos los espectadores, era desde donde los personajes alegóricos se dirigían al palco real –situado justo frente al telón–. La orquesta, esencial en todas las representaciones, estaba situada en el mismo plano que el público. El izado del telón –después, por lo general, de un prólogo musical y hablado– era todo un acontecimiento, pues desvelaba el espacio escénico, lleno de decorados elaborados y simétricos pintados con detallados paisajes en bambalinas y bastidores que se veían a la perfección desde el palco real, pero cuya perspectiva era cada vez menor a medida que las butacas iban distanciándose de este. Una vez subido el telón, el espacio del escenario quedaba realzado por velas y candilejas, todas ellas enfocadas hacia la principal posición central del escenario. Durante estas representaciones, el telón no se bajaba hasta el final de la obra, por lo que los elaborados cambios y transformaciones del escenario se producían a la vista de los espectadores y, por tanto, eran tan parte de la representación como la farsa o la ópera interpretadas. Estas transformaciones aprovechaban al máximo los planos del espacio escénico: la parte de arriba de la altura vertical servía para indicar el espacio divino, y la que quedaba debajo del escenario, para representar el infernal. Los intérpretes y los efectos escénicos subían o bajaban gracias a escotillones y tramoyas, mientras que a cada lado del escenario había zonas ocultas –al menos igual de anchas que la mitad de la parte visible del escenario– desde las que, en paralelo, se deslizaban adelante y atrás decorados con perspectivas de ciudades, paisajes y edificios. Ejércitos de tramoyistas manejaban maquinaria de madera muy pesada debajo del escenario, encima de este y a ambos lados. Muchos de estos tramoyistas eran constructores y trabajadores navales venecianos o genoveses en paro que aportaban sus habilidades y técnicas de construcción al mundo interior de los escenarios barrocos. A cada centímetro del espacio escénico se le sacaba el máximo partido e, igual que los buques de guerra, los teatros eran máquinas vivas. El legado de estos constructores persiste en la gran cantidad de términos técnicos que conectan el mundo naval con el teatral como, por ejemplo, «jarcia», «cabestrante» o «polea».
En Suecia, Francia, Italia y la República Checa quedan muchos teatros barrocos en activo, con toda su maquinaria en perfecto estado y en funcionamiento. El precioso Teatro Estatal de Praga, donde se representó por primera vez el Don Giovanni de Mozart, es uno de los mejores ejemplos. Es exquisito, elegante y seductor, y en él se percibe una intensa intimidad, producto de un escenario construido con desnivel que sitúa a los intérpretes en el auditorio oval, cuyo propósito original era tanto el de ver como el de que los vieran. De hecho, solo un tercio del público puede ver al completo el escenario y ha de ocupar, para ello, el cuerpo central del óvalo. Dos tercios de los espectadores se sientan en los palcos y en el gallinero –más incómodos cuanto más arriba–, desde donde solo se tiene una vista lateral del escenario. Los espejos que hay en los lados de los palcos ayudan a ver lo que está sucediendo en escena, aunque, para ver lo que se refleja en ellos, el espectador tiene que apartar la vista del escenario y mirar hacia el auditorio. Cuanto más arriba esté una butaca, menos perspectiva tendrá del fondo del escenario. Solo aquellos espectadores sentados en la zona central verán los decorados que estén más allá de la mitad del escenario. En este teatro de proporciones elegantes y bellas, la disposición de las butacas refleja a la perfección la tradición y la estructura de clases de la sociedad que reflejaba cuando se construyó. El espacio del teatro barroco perduró hasta mediados del siglo XIX, momento en que fue transformándose en los ornamentados auditorios dorados de los grandiosos teatros de ópera, construidos según los mismos principios, pero mucho más grandes porque debían albergar óperas, que se habían convertido en parte del repertorio en países de todo el mundo. Para este momento, las orquestas, ampliadas, contaban también con un director y se situaban en el foso, hundidas entre el público y los intérpretes. Aunque el espacio arquitectónico había aumentado, el espacio práctico de representación había mermado, porque los intérpretes se veían obligados a cantar las arias lo más cerca posible de la parte frontal del escenario para ver al director de la orquesta y para que se les oyera. Los compositores escribían para coros enormes capaces de formar una pared musical y acústica que apoyase a los solistas. Los decorados simétricos del teatro barroco dieron paso a telas pintadas con técnicas ilusionistas que, iluminadas con candilejas primero, con gas después y, por fin, con electricidad, solo se veían en parte en aquellos cavernosos espacios escénicos.
El principio del siglo XX revela la existencia de gran cantidad de ideales teatrales que compiten para encontrar, igual que sigue sucediendo hoy en día, la esquiva definición del espacio teatral ideal. Aunque los grandes teatros de la ópera seguían atrayendo a una parte de la población, las salas de conciertos, más populares, pequeñas e íntimas, empezaron a representar sus propias versiones. Una de ellas era el Hoxton Music Hall, un pequeño espacio teatral del siglo xix en una zona misteriosa de Londres. En su día había sido una sala para cantantes populares y daba a una calle de tiendas venida a menos. Se trata de un edificio alto, estrecho y rectangular con tres galerías que rodean el pequeño escenario que hay en uno de los lados cortos del rectángulo, lo que hace que parezca una versión de un teatro de patio isabelino o un corral del sig...

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