Breve Historia de la Segunda Guerra Mundial
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Breve Historia de la Segunda Guerra Mundial

Normandía, Pearl Harbor, El Alamein, Stalingrado... los episodios, los personajes y los escenarios clave de la contienda más cruenta de la historia

Jesús Hernández Martínez

  1. 320 páginas
  2. Spanish
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  4. Disponible en iOS y Android
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Breve Historia de la Segunda Guerra Mundial

Normandía, Pearl Harbor, El Alamein, Stalingrado... los episodios, los personajes y los escenarios clave de la contienda más cruenta de la historia

Jesús Hernández Martínez

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"Con una técnica casi cinematográfica y vívida el autor nos lleva de la mano por todos los años que duró el conflicto sin olvidar detalle alguno." (Blog Historia con minúsculass) "Es una obra que se lee con gusto, con un rico anecdotario que la hace muy amena y una serie de preguntas " que se hace el autor, transmitiéndolas al lector - que pueden hacer pensar un poco. Estructurada en capítulos separados, casi diríamos en bloques, el puzzle montado al final da una buena idea de conjunto de lo que fue ese periodo." (Web Anika entre libros)La vibrante historia, narrada con ritmo de trhiller, del conflicto armado más sangriento y devastador de la historia de la humanidad. Nos recuerda Jesús Hernández que la Segunda Guerra Mundial, como un castigo penitenciario, duró seis años y un día, no hay otro modo de entender el episodio más terrible de la historia de la humanidad. Un conflicto que dejó una cantidad de muertos aún sin determinar pero que oscila entre los cincuenta y los setenta millones, una guerra que se extendió desde las costas del Pacífico hasta el norte de África. Narrado con la velocidad de las mejores batallas, Breve Historia de la Segunda Guerra Mundial revive el horror y los héroes de uno de los episodios mas fascinantes de la historia. El libro sigue un criterio que mezcla lo geográfico y lo cronológico con el que consigue una fiel panorámica de la guerra y trasladanos a la vorágine de los avances nazis y las respuestas de los aliados. Apuesta Jesús Hernández por recrear de un modo vívido los enfrentamientos sin interrumpir la narración con una estática batería de datos. Adjunta además, en tres anexos, una información tremendamente útil: una completo catálogo con breves biografías de las personalidades más relevantes, una cronología en la que detalla los sucesos más importantes de los seis años de guerra y una guía con los lugares más relevantes en la que incluye información web para aquellos interesados en visitar estos emplazamientos emblemáticos.

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Información

Editorial
Nowtilus
Año
2010
ISBN
9788497632805
Edición
1
Categoría
Historia

1

LA GUERRA RELÁMPAGO

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A LAS 4:45 DE LA MADRUGADA del viernes 1 de septiembre de 1939, un guardia de fronteras polaco dormita confiadamente en su puesto de control cuando, de repente, oye ruido de motores en el exterior.
Al salir de la caseta, y sin haber podido despejarse todavía el sueño de los ojos, ve cómo un grupo de soldados alemanes avanza con paso firme y decidido hacia él.
Intenta darles el alto, pero uno de aquellos soldados lo lanza de un empujón al suelo. Los otros, entre risas, y mientras un camarógrafo inmortaliza ese momento histórico, levantan a pulso la pesada barrera que marca la línea de la frontera germanopolaca y la apartan a un lado. Al cabo de unos minutos, la columna ya avanza a toda velocidad por la carretera rumbo al interior de Polonia.
El guardia de fronteras, desde la cuneta, contempla impotente cómo ante sí pasan tanques, camiones y motocicletas, dejando atrás una espesa nube de polvo. También oye ruido de motores en el cielo: al levantar la cabeza ve las primeras luces del alba reflejándose en el fuselaje verde oliva de una escuadrilla de aviones, siguiendo a la columna a poca altura. Mientras, más y más soldados atraviesan la frontera al ritmo cadencioso que marcan sus altas botas de cuero negro.
Aquel atónito guardia polaco no es consciente de ello, pero acaba de ser testigo privilegiado del comienzo de la Segunda Guerra Mundial, una contienda que acabará costando la vida a más de 50 millones de personas y que marcará la historia del siglo XX.
Paradójicamente, nadie había deseado aquella guerra. En el ánimo de Polonia no figuraba el deseo de provocar a su poderoso vecino alemán. Ni Francia ni Gran Bretaña, que se verían obligados a declarar la guerra a Alemania tres días después, tenían la más mínima intención de involucrarse en una guerra.
Pero, aunque resulte sorprendente, Hitler no tenía previsto enfrentarse a las potencias occidentales tan pronto. Según los arriesgados cálculos del dictador nazi, ni el gobierno de Londres ni el de París iban a mover un dedo por defender a Polonia, tal como había sucedido cuando engulló Austria o Checoslovaquia.
En sus previsiones, más adelante, Alemania estaría ya en condiciones de medirse a británicos y franceses, quizás en 1942 o 1943. De hecho, todos los programas de rearme iban encaminados a alcanzar en esos años sus mayores cifras de producción. Hitler había dado orden de construir una potente flota de superficie capaz de disputar a la Marina de guerra británica —la Royal Navy— el dominio de los mares, pero que no estaría preparada hasta entonces. Ni tan siquiera se contaba en 1939 con una flota de submarinos suficientemente potente.
Pero a las nueve de la mañana del domingo 3 de septiembre, cuando las tropas polacas llevaban ya dos días intentando sin éxito resistir el imparable avance de los panzer, en el Ministerio de Asuntos Exteriores alemán se recibió un ultimátum británico anunciando que a las 11 entraría en vigor el estado de guerra entre ambas naciones.
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Impresionante demostración nacionalsocialista en Nuremberg. En ese momento, los jerarcas nazis no podían pensar que, años más tarde, serían juzgados en esa misma ciudad por los crímenes cometidos al frente del Tercer Reich.
Hitler, al recibir el papel, se quedó petrificado; todos sus planes se habían visto alterados. Estuvo unos minutos sin pronunciar una palabra, hasta que rompió el silencio para preguntar a Joachim Von Ribbentrop, su ministro de Asuntos Exteriores:
—¿Y ahora qué?
—Supongo que antes de una hora llegará el ultimátum de Francia— le respondió Von Ribbentrop.
El veterano ministro alemán no se equivocaba. Al cabo de un rato llegó el esperado comunicado del gobierno galo, pero en este caso anunciando la declaración del estado de guerra para las cinco de la tarde de ese domingo.
El inminente estallido de la contienda no fue recibido por los jerarcas nazis precisamente con júbilo. Como si una oscura —y a la postre, acertada— premonición hubiera pasado por la mente de Hermann Goering, el obeso jefe de la Luftwaffe —la fuerza aérea germana—, éste solo acertó a exclamar:
—Si perdemos esta guerra, ¡que el cielo nos proteja!
Entre la población germana tampoco se desató el entusiasmo. Quizás influidos por el hecho de que esa tarde no se encendiese el alumbrado público de las ciudades en previsión de un posible bombardeo aéreo, los alemanes se encerraron en sus casas y se sentaron alrededor de sus receptores de radio para seguir los acontecimientos.
Las calles de Berlín presentaron esa tarde de domingo y los días siguientes un aspecto desierto y desangelado, que no traía consigo los mejores augurios para la guerra que acababa de comenzar.
EL ORIGEN DEL CONFLICTO
Pero, ¿qué ominoso camino había recorrido Europa hasta llegar a ese punto de no retorno?
¿Cómo era posible que la generación que había padecido en primera línea la tragedia de la Primera Guerra Mundial volviera a repetir los mismos errores que cometieron los que condujeron a sus naciones a aquella catástrofe?
Hay que tener presente que la mayoría de protagonistas de la Segunda Guerra Mundial —Hitler, Goering, Rommel, Churchill, De Gaulle, Patton o Truman, entre muchos otros— había combatido en las trincheras durante la contienda de 1914-1918 y conocían perfectamente el desastre al que se enfrentaba el continente europeo en caso de que estallase otra conflagración.
Pero, aún así, las principales potencias acabaron enfrentadas en una lucha encarnizada que dejaría atrás algunos de los límites que existieron en el anterior conflicto, como fue el ataque indiscriminado a las poblaciones civiles, quedando rebasado ampliamente durante la Segunda Guerra Mundial.
En cierto modo, el conflicto que comenzó aquella madrugada de septiembre en la frontera polaca no era más que la continuación de la guerra que había terminado dos décadas antes con la derrota de Alemania.
El 10 de noviembre de 1918, un soldado germano se recuperaba en un hospital de la ceguera temporal que le había provocado un ataque con gases sufrido un mes antes. Pese a que su país se estaba desangrando por el esfuerzo de una guerra que duraba ya cuatro interminables años, por la imaginación de aquel soldado no pasaba ni por asomo la idea de una derrota. Había permanecido en el frente durante casi todo el tiempo que había durado la guerra, por lo que desconocía las penurias por las que atravesaba la población de su país. En su mente alejada de la realidad, Alemania estaba a punto de lanzar la ofensiva definitiva, el gran avance que llevaría a las armas germanas triunfantes hasta París.
Por eso su sorpresa, primero, y luego su rabia y su desesperación, fueron mayúsculas cuando el 10 de noviembre de 1918 un anciano se dirigió a él y al resto de heridos que se recuperaban en el hospital de Passewalk para comunicarles que el Káiser había abdicado y que la guerra acabaría a las once de la mañana del día siguiente; ¡Alemania había perdido la guerra!
Todo lo que cimentaba la vida y el pensamiento de aquel soldado se había venido abajo en un instante. Todos los sacrificios y penalidades padecidos por él y sus compañeros no habían servido para nada. Los dos millones de soldados alemanes muertos habían caído inútilmente.
En ese preciso instante comenzaba la cuenta atrás para un nuevo y aún más sangriento conflicto. Aquel excéntrico cabo, que respondía al entonces anónimo nombre de Adolf Hitler, se juró a sí mismo vengar aquella humillación. Pero había que buscar un culpable de la derrota; Hitler lo encontró en los judíos, que —en su enfermiza mente— se habían enriquecido con la guerra y finalmente habían perpetrado, junto a los comunistas, la denominada «puñalada por la espalda» que había llevado a su país a esa capitulación vergonzosa.
Allí, en aquel hospital, se estaba incubando la catástrofe que asolaría Europa dos décadas más tarde. El gran enigma es saber cómo fue posible que las obsesiones y las fantasías de un fanático pasasen a convertirse en las directrices de la política de un país del peso económico e intelectual de Alemania.
Para encontrar una explicación a ese rapto de la voluntad de la nación germana hay que remitirse al Tratado de Versalles, firmado en 1919, por el que las potencias vencedoras sometían a Alemania a una serie de condiciones que la mayoría de la población germana consideró intolerables. El hecho de que algunas regiones alemanas pasasen a control militar de los vencedores o la obligación de hacer frente al pago de unas ingentes sumas de dinero en concepto de reparaciones de guerra no fue tan doloroso como el que Alemania debiera reconocer en exclusiva la culpabilidad en el estallido de la guerra. Eso fue considerado como una afrenta insoportable que algún día debía ser vengada.
Uno de los artífices del Tratado de Versalles, el primer ministro inglés Lloyd George, era plenamente consciente de que aquel documento no garantizaría en el futuro la paz en Europa. El premier británico confesó que el Tratado provocaría otra guerra a los 20 años de su firma y, por desgracia, no se equivocó en absoluto. Por su parte, Robert Lansing, secretario de Estado norteamericano, no compartía el optimismo de su presidente, Wilson, y aseguró que «la próxima guerra surgirá del Tratado de Versalles, del mismo modo que la noche surge del día».
Pese al peligro evidente de que Europa volviera a verse abocada a un conflicto armado aún más sangriento en el plazo de una generación, las potencias occidentales, pero en especial Francia, no supieron estar a la altura de lo que la responsabilidad histórica requería. La solicitud de la república de Weimar —el nuevo Estado democrático alemán— de pasar para siempre la página del conflicto y admitir a Alemania como un miembro más en el concierto de las naciones se encontró siempre con la incomprensión y la desconfianza del gobierno de París de turno.
La obligación al pago de las reparaciones de guerra impidió a Alemania consolidar su economía. Paro, disturbios, inestabilidad política, fueron el caldo de cultivo en el que la desengañada población germana giró su vista hacia los que le proponían soluciones radicales para poner así fin a ese estado de postración permanente.
Las consecuencias de esta miopía política de las potencias vencedoras se verían más tarde. Después de un esperpéntico intento de hacerse con el poder por la fuerza en 1923, mediante un fallido golpe de Estado surgido en una cervecería de Munich, Hitler se aupó al poder, forzando al límite las reglas de la democracia, diez años más tarde. Gracias a un innovador y efectivo uso de la propaganda, sumado al clima de coacción creado por sus seguidores más fanáticos, que no dudaban en recurrir a la intimidación y la agresión física, obtuvo unos resultados electorales que le permitieron exigir la cancillería al anciano presidente Hin denburg.
En cuanto fue nombrado canciller, el 30 de enero de 1933, Hitler puso en marcha su plan para crear un Estado totalitario. De nada sirvieron las advertencias del general Erich Ludendorff, que conocía muy bien a Hitler. En una carta dirigida a Hindenburg, el veterano militar le hacía responsable de lo que le sucediese en el futuro a Alemania, asegurando que «Hitler, ese hombre nefasto, conducirá a nuestro país al abismo y a nuestra nación a un desastre inimaginable». Nuevamente, nadie hizo nada por evitar la catástrofe que se adivinaba en el horizonte.
Un incendio intencionado —aunque probablemente causado por los propios nazis— del Reichstag fue utilizado como oportuna excusa para ilegalizar al Partido Comunista y arrebatarle sus escaños. Además, se inauguró el campo de concentración de Dachau para internar a todos lo que se mostrasen críticos con el nuevo régimen de terror que se había impuesto en Alemania.
Si Francia y Gran Bretaña eran en último término responsables por inacción del ascenso de Hitler —ya convertido en Führer—, el pueblo germano también lo era en no menor medida; la mayoría de los alemanes asistió con indiferencia a la persecución a la que de inmediato fueron sometidos los ciudadanos de origen judío; médicos, profesores o funcionarios que hasta ese momento habían ejercido su profesión con normalidad, se encontraban de repente con la imposibilidad de seguir trabajando. Lo mismo les ocurriría a los comerciantes hebreos, obligados a cerrar sus tiendas, ante la mirada esquiva del resto de alemanes, que no reaccionaron ante los abusos del régimen nazi, pensando que la locura a la que asistían no les acabaría afectando a ellos. Estaban muy equivocados.
Las intenciones de Hitler quedaron claras ya en octubre de 1933, cuando Alemania se retiró de la Sociedad de Naciones. Su primer desafío a la comunidad internacional fue instaurar el servicio militar obligatorio en marzo de 1935, violando el Tratado de Versalles, y admitiendo la existencia de la Luftwaffe.
Ese mismo año se dictaron los decretos antisemitas de Nuremberg, por los que prácticamente se decretaba la muerte civil de los judíos, como primer paso hacia su futura eliminación física. Tras recuperar la región del Sarre mediante un plebiscito, Hitler convocó también un referéndum, logrando un 99 por ciento de los votos. Pese a todos los indicios, ni Gran Bretaña ni Francia consideraban aún al Tercer Reich como una amenaza para la paz.
Hitler inició un rearme generalizado, saltándose las limitaciones impuestas por el Tratado de Versalles, sin que las potencias occidentales intervinieran. Incluso, los británicos alcanzaron un acuerdo con la Alemania nazi por el que se le permitía iniciar la construcción de una flota de guerra, pero siempre y cuando se mantuviese el predominio de la Royal Navy.
LA EXPANSIÓN DEL TERCER REICH
En marzo de 1936, los alemanes entraron con tan solo cuatro batallones en Renania, una región industrial fronteriza con Francia que había permanecido desmilitarizada desde el final de la Primera Guerra Mundial. Hitler confesó que si los franceses hubieran reaccionado en ese momento, el entonces débil ejército germano hubiera sido arrollado, pero el farol de Hitler tuvo éxito y pudo apuntarse un nuevo tanto ante la población germana, que veía con satisfacción cómo el Führer iba sacudiéndose todas las humillaciones impuestas por el Tratado de Versalles.
Los espectaculares éxitos alcanzados por Hitler e...

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