Dibs en busca del sí mismo
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Dibs en busca del sí mismo

Desarrollo de la personalidad en la terapia del juego

Virginia M. Axline, Carmen Mateu Marqués

  1. 208 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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Dibs en busca del sí mismo

Desarrollo de la personalidad en la terapia del juego

Virginia M. Axline, Carmen Mateu Marqués

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Este volumen está basado en la historia real de Dibs, un niño con problemas que logró reconstruir su sí mismo con su propio esfuerzo. Esto fue posible también gracias a la terapia de juego, tal como se describe minuciosamente a lo largo del libro mediante la transcripción, una a una, de las sesiones terapéuticas. La terapia de juego llevada a cabo por la psicóloga Virginia Axline, proporcionó a Dibs las condiciones relacionales que le permitieron explorar y elaborar su experiencia interna consigo mismo y con las personas significativas que le rodeaban. Aunque sin duda se trata de un libro de gran relevancia para los especialistas en terapia, también lo es para cualquier persona interesada por el aún desconocido mundo infantil y la repercusión, en el día a día, de las relaciones en el seno de las familias o de la escuela.

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Información

Edición
1
Categoría
Psicología
CAPÍTULO 1. DIBS EN EL COLEGIO
Era la hora de ir a comer, la hora de irse a casa, los niños se movían dando vueltas por la sala con su habitual ruido, haciendo tiempo mientras se ponían sus abrigos y sus gorros. Pero no Dibs. Él se había arrinconado en una esquina de la habitación, allí estaba agachado con la cabeza baja, los brazos cruzados apretados contra su pecho, ignorando el hecho de que era la hora de irse a casa. Las profesoras esperaban. Siempre se comportaba de ese modo cuando llegaba el momento de volver a casa. Miss Jane y Miss Hedda ayudaban a los otros niños cuando lo necesitaban. Mientras, observaban a Dibs con discreción.
Sus madres los fueron llamando y los otros niños salieron del colegio. Cuando las profesoras se quedaron a solas con Dibs intercambiaron miradas entre sí y lo miraron, acurrucado contra la pared.
–Ahora te toca a ti –dijo Miss Jane mientras salía silenciosamente de la habitación.
–Vamos Dibs. Es hora de irnos a casa. Es la hora de comer –dijo Hedda pacientemente. Dibs no se movió. Su resistencia era tensa y firme–. Yo te ayudo a ponerte el abrigo –dijo Hedda, acercándose a él poco a poco, llevándole el abrigo. Él no levantó la vista. Se apretó más contra la pared, hundiendo su cabeza entre sus brazos.
–Por favor, Dibs. Tu madre estará pronto aquí.
Ella siempre llegaba tarde, esperando probablemente que la batalla
del gorro y el abrigo hubiera pasado cuando llegara, y que Dibs se fuera con ella tranquilamente.
Hedda estaba ahora junto a Dibs. Se agachó y le acarició el hombro.
–Vamos, Dibs –dijo suavemente–, sabes que es hora de irnos.
Hecho una pequeña furia, Dibs se dirigió hacia ella golpeándola con
sus pequeños puños apretados, arañándola, tratando de morderla y gritando. «¡No voy a casa! ¡No voy a casa! ¡No voy a casa!». Era el mismo berrinche de todos los días.
–Ya sé –dijo Hedda–. Pero tienes que ir a casa a comer. Tú quieres hacerte mayor y fuerte, ¿a que sí?
De repente Dibs se quedó inerte. Dejó de luchar contra Hedda. Le dejó que introdujera sus brazos en las mangas y que le abotonara el abrigo.
–Volverás mañana –dijo Hedda.
Cuando su madre llegó a por él, Dibs se fue con ella, inexpresivo, con la cara llena de lágrimas.
Algunas veces la batalla duraba más y no había acabado cuando su madre llegaba. Cuando sucedía esto su madre llamaba al chófer para que cogiera a Dibs. Era un hombre muy alto y fuerte. Entraba, cogía a Dibs entre sus brazos y lo llevaba al coche, sin pronunciar palabra. Algunas veces Dibs gritaba todo el tiempo hasta llegar al coche mientras le golpeaba con sus puños cerrados. Otras veces, se callaba de repente, derrotado y como sin energías. El hombre nunca le hablaba a Dibs. Parecía no importarle si Dibs peleaba y gritaba, o si de pronto se quedaba inmóvil y quieto.
Dibs llevaba casi dos años yendo a esa escuela privada. Las profesoras habían hecho todo lo que sabían para conseguir establecer una relación con él, para obtener una respuesta de su parte, pero no habían tenido éxito. Dibs parecía determinado a mantenerse alejado de todo el mundo. Eso era al menos lo que Hedda pensaba. En la escuela había hecho algunos progresos: cuando empezó a ir al colegio no hablaba y nunca se aventuraba fuera de su silla; se sentaba allí mudo y se quedaba inmóvil toda la mañana. Después de muchas semanas comenzó a alejarse de su silla y a gatear por la habitación, parecía como si estuviera observando algunas cosas que le interesaban. Cuando alguien se le acercaba se enroscaba como una bola sobre el suelo y dejaba de moverse. Nunca miraba directamente a nadie a los ojos. Nunca respondía cuando alguien le hablaba.
La asistencia al colegio de Dibs era perfecta; todos los días su madre le traía en coche. A veces lo entraba ella misma al colegio, triste y silencioso; otras lo llevaba el chófer y lo dejaba justo nada más pasar la puerta. Nunca gritaba, ni lloraba cuando tenía que entrar al colegio. Cuando lo dejaban tras la puerta Dibs se quedaba allí, lloriqueando, esperando a que alguien se le acercase y lo llevara a su clase. Cuando llevaba abrigo no hacía ningún gesto para quitárselo. Una de las profesoras lo saludaba, le quitaba el abrigo y lo dejaba solo. Los otros niños pronto se implicaban afanosamente en alguna actividad de grupo o en alguna otra actividad individual. Dibs pasaba todo el tiempo gateando por los bordes de la habitación, escondiéndose debajo de las mesas o detrás del piano, ojeando libros durante horas.
Había algo en la conducta de Dibs que desafiaba cualquier categoría diagnóstica que las profesoras pudieran darle de una forma fácil o rutinaria, para permitirle seguir su propio camino. ¡Su conducta era tan desigual! En ocasiones parecía sufrir de un retraso mental extremo. En otras podía hacer algo con rapidez y sin dificultad, lo que parecía indicar que quizá tenía una inteligencia superior. Si pensaba que alguien lo estaba mirando, se escondía rápidamente dentro de su caparazón. La mayor parte del tiempo se arrastraba por los bordes de la habitación, acechando bajo las mesas, meciéndose hacia adelante y hacia atrás, mordiéndose el borde de su mano, chupándose el pulgar, quedándose rígido sobre el suelo cuando alguna de las profesoras o de los niños trataban de involucrarlo en alguna actividad. Era un niño solitario en lo que debía parecerle a él, un mundo frío y hostil.
Algunas veces, cuando era la hora de irse a casa o cuando alguien trataba de forzarle a hacer algo que no quería hacer, caía preso de berrinches. Hacía tiempo que las profesoras habían decidido que siempre lo invitarían a unirse al grupo pero que nunca lo forzarían a hacer nada, al menos que fuera absolutamente necesario. Le ofrecían libros, juguetes, puzles, todo tipo de material que pudiera interesarle. Nunca cogía nada de lo que se le ofrecía. Si el objeto se dejaba encima de una mesa o en el suelo cerca de él, podía cogerlo más tarde y examinarlo con sumo cuidado. Nunca dejaba de coger un libro. Escudriñaba las páginas impresas «como si pudiera leerlo», según decía Hedda a menudo.
Algunas veces una de las profesoras se sentaba cerca de él y le leía un cuento, o le hablaba sobre algún tema, mientras Dibs yacía tumbado en el suelo boca abajo; nunca se iba pero nunca miraba hacia arriba, ni nunca manifestaba ningún interés. Miss Jane había pasado de este modo mucho tiempo con Dibs. Le hablaba sobre diferentes cosas mientras mantenía los materiales entre sus manos, mostrándole lo que estaba explicando. Una vez el tema podía ser sobre los imanes y los principios de la atracción magnética. En otra ocasión sobre una roca muy interesante que ella sostenía en sus manos. Le hablaba sobre cualquier cosa con la esperanza de que pudiera avivar su interés. Decía que frecuentemente se sentía como una tonta, como si estuviera sentada ahí hablando consigo misma, pero que algo en la postura del niño le daba la impresión de que estaba escuchando. Además, se preguntaba a menudo, ¿qué podía perder?
El profesorado se sentía completamente desconcertado con Dibs. La psicóloga del colegio había estado observándolo y había tratado de pasarle algunas pruebas en diferentes ocasiones, pero Dibs no estaba en condiciones de poder hacerlas. El pediatra del colegio lo había visto varias veces y al final se había dado por vencido, no sin cierta desesperación. Dibs se mostraba muy desconfiado hacia su bata blanca y no le dejaba acercarse. Se ponía de espaldas contra la pared, con sus manos en alto «preparado para arañar», preparado para atacar, si alguien se acercaba demasiado.
«Es un niño muy extraño –dijo el pediatra–. ¿Quién sabe? ¿Retrasado mental? ¿Psicótico? ¿Con daño cerebral? ¿Quién puede acercársele lo suficiente para averiguar qué es lo que le pasa?».
Aquel no era un colegio para niños retrasados mentales, ni emocionalmente perturbados. Se trataba de un colegio privado muy exclusivo para niños de tres a siete años, en una antigua y hermosa mansión del lado este. Tenía cierta tradición que atraía a los padres de niños muy brillantes y sociables.
La madre de Dibs había convencido a la directora para que lo aceptaran y había utilizado sus influencias con el consejo de administración para que lo admitieran. La tía abuela de Dibs contribuía generosamente al mantenimiento del colegio. Debido a todas estas presiones había sido admitido en las aulas de preescolar.
Las profesoras habían sugerido en varias ocasiones que Dibs necesitaba ayuda profesional. La respuesta de su madre siempre había sido la misma: «Denle más tiempo».
Habían pasado casi dos años y, aunque había hecho algún progreso, las profesoras sentían que no era suficiente. Pensaban que no era justo para Dibs dejar que la situación se prolongara indefinidamente. Lo único que podían hacer era esperar a que saliera de su caparazón. Cuando hablaban sobre él –y no pasaba un solo día sin que lo hicieran–, siempre acababan sintiéndose desconcertadas y desafiadas por el niño. Después de todo, solo tenía cinco años. ¿Podía realmente darse cuenta de todo lo que pasaba a su alrededor y mantener todo ello encerrado dentro de sí mismo? Parecía leer los libros con los que se abstraía. Eso era ridículo, se decían así mismas. ¿Cómo iba a poder leer un niño que no era capaz de expresarse verbalmente? ¿Podía un niño tan complejo ser retrasado mental? Su conducta no parecía ser la de un niño mentalmente retrasado. ¿Estaba viviendo en un mundo que él mismo se había creado? ¿Sería autista? ¿Tenía contacto con la realidad? Muy a menudo parecía que su mundo fuera una realidad llena de maltrato, una tormenta de infelicidad.
El padre de Dibs era un científico de reconocido prestigio, brillante según decía todo el mundo, pero nadie de la escuela había tenido la oportunidad de conocerlo. Dibs tenía una hermana pequeña. Su madre afirmaba que Dorothy era «una niña muy brillante y perfecta». No iba a ese mismo colegio. En cierta ocasión Hedda se había encontrado con Dorothy y su madre en Central Park. Dibs no iba con ellas. Hedda les dijo a las otras profesoras que a ella le pareció que «la perfecta Dorothy» no era más que «una niña mimada». Hedda sentía una gran simpatía por Dibs y admitió que podría haber tenido prejuicios a la hora de evaluar a Dorothy. Creía en Dibs y pensaba que algún día, de algún modo, Dibs saldría de su prisión de miedo y enfado.
Finamente, el equipo docente había decidido que se debía hacer algo con Dibs. Otros padres habían presentado quejas acerca de su presencia en el colegio, especialmente después de que él hubiera arañado o mordido a algún otro niño.
Fue en ese momento cuando decidieron invitarme a asistir a la sesión del caso dedicada a los problemas de Dibs. Soy una psicóloga clínica que se ha especializado en trabajar con niños y sus padres. En esa reunión escuché lo que se dijo acerca de Dibs, y lo que he escrito hasta aquí es lo que los profesores, el psicólogo del colegio y el pediatra contaron. Me preguntaron si podría ver a Dibs y a su madre, y dar entonces mi opinión a los profesores, antes de que optaran por invitarle a dejar el colegio y clasificarlo como uno de sus fracasos.
La sesión de trabajo tuvo lugar en el colegio. Escuché con interés todos sus comentarios. Quedé impresionada por el impacto que la personalidad de Dibs había producido en todas esas personas. Se sentían frustrados y desafiados continuamente debido a su comportamiento irregular. Su único comportamiento regular era su antagonismo, su rechazo hostil a todo aquel que tratara de acercársele demasiado. Su evidente infelicidad preocupaba a todas estas personas sensibles que se sentían preocupadas por él.
–Yo tuve una reunión con su madre la semana pasada –me dijo Mis Jane–. Le dije que con toda probabilidad tendríamos que pedirle que dejara el colegio porque sentíamos que habíamos hecho todo lo que podíamos por ayudarlo y que eso no era suficiente. Quedó muy afectada. Es una persona difícil de entender. No obstante, estuvo de acuerdo en hablar con usted acerca de Dibs y permitirle que lo estudiara. También dijo que si no podíamos seguir manteniéndolo aquí, nos agradecería mucho que le diéramos el nombre de un colegio privado para niños mentalmente retrasados. Dijo que su marido y ella habían aceptado la idea de que su hijo tenía un retraso mental o un daño cerebral.
Este comentario dio lugar a que Hedda explotara.
–¡Prefiere creer que es mentalmente retrasado antes que admitir que quizá tiene una alteración emocional y que quizá ella es la responsable! –exclamó.
–Parece que no somos capaces de ser muy objetivos –dijo Miss Jane–. Creo que ese es el motivo por el que le hemos mantenido tanto tiempo con nosotras y lo que nos ha hecho exagerar los escasos adelantos que ha logrado. No podemos soportar la idea de decirle que se vaya sin tratar de defenderlo. Nunca hemos sido capaces de hablar sobre Dibs o sobre las actitudes de sus padres sin implicarnos emocionalmente. Y ni siquiera podemos estar seguras de que nuestras actitudes hacia sus padres estén justificadas.
–Estoy convencida de que él está al límite –dijo Hedda–. No creo que pueda mantener sus defensas por mucho más tiempo.
Obviamente había algo en ese niño que había cautivado el interés y los sentimientos de las profesoras. Podía sentir su compasión por el pequeño. Podía sentir el impacto que su personalidad había producido. Podía captar lo conscientes que eran de nuestras limitaciones a la hora de tratar de entender con términos claros y concisos las complejidades de la personalidad de Dibs. Podía sentir el aprecio y el respeto que ese niño producía, que impregnaba a todo el grupo.
Se decidió que, si los padres estaban de acuerdo, vería a Dibs durante una serie de sesiones de terapia de juego. No había modo de saber lo que esto podría aportar a la historia de Dibs.
CAPÍTULO 2. DIBS CONOCE A VIRGINIA AXLINE
Allí estaba, fuera de nuevo, en medio de la noche, donde la luz opaca oscurece las contundentes líneas de la realidad y arroja sobre el mundo inmediato una amable vaguedad, donde no todo es cuestión de blanco y negro. Donde no se trata de «esto es», porque no existe una luz que ilumine la evidencia inequívoca con la que se ve una cosa «tal como es» y una conoce las respuestas. Donde la oscuridad del cielo aporta un espacio cada vez mayor que permite suavizar los juicios, dejar en suspenso las acusaciones, cobijar lo emocional. Donde «lo que es», visto con esta luz, parece adoptar tantas posibilidades que «lo definitivo» se vuelve ambiguo. Donde el beneficio de la duda puede florecer y sobrevivir el tiempo suficiente al menos como para forzarte a considerar el alcance y las limitaciones de la evaluación humana. Cuando los horizontes crecen y disminuyen dentro de una persona, los cambios no pueden ser medidos por otras personas. Cuando la comprensión crece a partir de la experiencia personal que permite a cada uno ver y sentir en formas tan variadas y tan llenas de significados cambiantes, que el propio estado de conciencia de uno mismo es el factor determinante. Desde ahí se puede admitir con más facilidad que lo fundamental de ese mundo de sombras se proyecta más allá de nosotros mismos, de nuestros pensamientos, actitudes, emociones y necesidades personales. Quizá entonces es más fácil entender que, incluso aunque no disponemos de la sabiduría como para enumerar las razones de la conducta de otra persona, podemos suponer que cada individuo tiene su propio mundo privado de significados, concebido a partir de la integridad y dignidad de su propia personalidad.
Me llevé de esa reunión el sentimiento de respeto que todos compartían y el interés por reunirme con Dibs. Me sentía capturada por esa impaciencia contagiosa, junto con la convicción de que no abandonaríamos la esperanza sin tratar una vez más, solo una más, de no basarnos solamente en los imprecisos recursos de los que disponemos para problemas de este tipo. Desconocemos las respuestas para muchos de los problemas de salud mental. Sabemos que muchas de nuestras impresiones son frágiles. Apreciamos el valor de la objetividad, del estudio ordenado y cuidadoso. Sabemos que la investigación constituye una combinación fascinante de corazonadas, especulaciones, subjetividades, imaginaciones, esperanzas y sueños mezclados con precisión, junto con hechos reunidos de forma objetiva, ligados a la realidad de una ciencia matemática. Un aspecto sin el otro resulta incompleto. Juntos, avanzan paso a paso a lo largo del camino en búsqueda de la verdad, donde quiera que ella pueda ser encontrada.
Así que pronto me reuniría con Dibs. Iría al colegio y lo observaría en grupo con los otros niños. Trataría de verlo a solas durante un rato. Después visitaría su casa para entrevistarme con su madre. Decidiríamos el horario para otros encuentros en el Child Guidance Centre (Centro de Orientación Infantil). Ese sería nuestro punto de partida.
Buscábamos la solución al problema y todos sabíamos que esta experiencia adicional podría constituir solo un pequeño atisbo acerca de la vida privada de este niño. No teníamos ni idea de lo que todo esto podía acabar significando para Dibs. Se trataba solo de una oportunidad más para tratar de atrapar el hilo que podría desentrañar algún pequeño insight que nos ayudara a comprender.
A medida que me adentraba en la carretera del East River, pensaba en los muchos niños que había conocido, niños que eran infelices, que se sentían frustrados en su intento por lograr una identidad propia que pudieran reclamar con dignidad, niños incomprendidos, que se esforzaban una y otra vez por llegar a ser una persona por derecho propio. De los sentimientos, pensamientos, fantasías, sueños y esperanzas que proyectaban, crecían nuevos horizontes en cada uno de ellos. Había conocido niños que se sentían desbordados por sus miedos y ansiedades, tratando de autodefenderse de un mundo que les resultaba insoportable, debido a muchas razones. Algunos habían emergido con fuerzas y capacidades renovadas para afrontar su mundo de un modo más constructivo. Otros no habían sido capaces de soportar el impacto de sus intolerables destinos. Y no existían explicaciones fáciles; decir que se les había rechazado y no se les había aceptado no nos aportaba mucho para la comprensión del mundo interno del niño. Demasiado a menudo estos términos son solo etiquetas convenientes que nos sirven de coartada para disculpar nuestra ignorancia. Debemos evitar los clichés, las explica...

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