Luces, no luz
En recuerdo de mis amigos S. Yizhar
y Menáhem Brinker.
Este texto está basado en el libro Los judíos y las palabras, que escribió mi hija, la profesora Fania Oz-Salzberger, con mi colaboración. El libro se publicó en la editorial Keter en 2014. También está basado en la conferencia «Un carro lleno y un carro vacío» que pronuncié hace muchos años en la Universidad de Bar Ilan, y que apareció en una versión abreviada en mi libro Todos las esperanzas (Kol Ha-Tikvot, editorial Keter, 1998). Asimismo, guarda relación con una conferencia que pronuncié en la casa de la familia Shenhav de Tel Aviv en 2016.
Estas son algunas reflexiones sobre el judaísmo como cultura, y no solo como religión o como nación. Para ser precisos, estas son algunas reflexiones necesarias para distinguir entre lo que ya está caduco y lo que aún está en vigor, y también para distinguir entre ritual y herencia espiritual. Claro que existe una nación judía, pero se diferencia de muchas otras naciones en que su línea de la vida no pasa precisamente por los genes ni por las victorias en el campo de batalla, sino por los libros.
En estos tiempos, en los que nos cuentan que la moral es relativa, que lo que es válido para Europa no lo es para África y que lo que es moral en el sur no lo es en el este o en el oeste, a veces reflexiono sobre un hecho muy sencillo: no hay nadie en el mundo que no sepa lo que es el dolor. No todos los dolores son iguales, pero no hay nadie normal que no sepa que está haciendo daño cuando le hace daño a su prójimo.
Jesús de Nazaret les dijo a sus discípulos: «Perdónalos porque no saben lo que hacen». Yo discrepo con Jesús, no en el «perdónalos», pues a veces se puede perdonar. Yo discrepo con él precisamente en el «no saben lo que hacen»: a veces Jesús sitúa a toda la humanidad en una posición de infantilismo moral, como si todos fuesen niños que hacen el mal únicamente porque no saben lo que es el mal.
En eso, Jesús se equivoca y se engaña: cuando hacemos daño a otra persona, o a un gato, sabemos muy bien lo que estamos haciendo. Hasta un niño pequeño lo sabe. El dolor es, al parecer, el mayor denominador común de todo el género humano. ¿Quién no lo ha experimentado? Tal vez el dolor sea el denominador común de todo el reino animal.
El dolor es un gran demócrata. Quizá sea incluso un poco socialista: no distingue entre ricos y pobres, entre fuertes y débiles, entre privilegiados y anónimos, entre judíos y gentiles, entre negros y blancos, entre dominantes y dominados. Es cierto que el dolor de algunos está rodeado de circunstancias atenuantes y el de otros no, pero, a pesar de todo, parece que el dolor es la mayor experiencia compartida por todos nosotros. De ahí extraigo un sencillo imperativo moral: «No hagas daño». Sé que no basta con este imperativo: habrá que hablar también de justicia y caridad, de honestidad, compasión, pluralismo, etcétera, etcétera. Lo cierto es que resulta difícil encontrar a dos judíos que se pongan de acuerdo sobre qué es más importante, de hecho tal vez sea difícil encontrar incluso a un solo judío que se ponga de acuerdo consigo mismo sobre qué se antepone a qué, qué está subordinado a qué, cómo hay que clasificar esos valores, y quién está autorizado a hacerlo. Algunas de las discusiones más ácidas que ha conocido el pueblo de Israel en el pasado y en el presente surgen de las discrepancias sobre cómo clasificar los valores.
No es casual que los judíos no tengan papa y que jamás lo hayan podido tener. Si alguien se nombrase a sí mismo, o a sí misma, «el papa de los judíos», cada uno de nosotros se acercaría al papa judío, le daría una palmadita en el hombro y le diría: «Hola, papa, tú no me conoces y yo no te conozco, pero mi abuela y tu tía solían hacer negocios juntas en Minsk o en Casablanca y, por tanto, ahora vamos a sentarnos cinco minutos tranquilamente, solo cinco minutos, y te voy a explicar de una vez por todas lo que realmente quiere Dios de nosotros».
Dentro de cada uno de nosotros se esconde un pequeño guía. Somos un pueblo de maestros. A todos nos gusta enseñar, abrir los ojos a los otros, discrepar de los demás, arrojar nueva luz, decir lo contrario, o al menos interpretarlo todo de otra forma. El clima de controversia es muchas veces el clima más apropiado para la vida creativa y para la renovación espiritual.
Cuando las cosas van bien, la civilización judía es una civilización de dudas y de discrepancias. Durante miles de años, los judíos han ido añadiendo estratos de textos que hacen referencia a textos que los precedieron, que a su vez hacen referencia a textos anteriores. «Hacer referencia» no siempre significa únicamente añadir otro nivel o subir otro piso: muchas veces, el nuevo texto viene a refutar los anteriores, a arrojar nueva luz sobre ellos, a proponer un cambio, una mejora, o incluso a reemplazarlos.
La historia de la cultura del pueblo judío es una especie de juego ancestral de interpretaciones, reinterpretaciones, contrainterpretaciones. No siempre, es cierto. No en las épocas de la veneración a los hombres santos, de la obediencia ciega y la memorización mecánica, sino en los tiempos creativos en los que los judíos no dejan de discrepar unos de otros. Es en momentos así, cuando en la cultura judía se pone de manifiesto una especie de gen anarquista, vivo y efervescente, de constante discusión apasionada. ¿Cómo se decide en una discusión? «Por donde se incline la mayoría». Esas seis palabras, junto con «El hombre es amado porque ha sido creado a Su imagen», constituyen un puente de hierro entre el judaísmo y la democracia. «Por donde se incline la mayoría», no porque la mayoría siempre tenga razón, con frecuencia la mayoría se equivoca o peca, sino porque la decisión de la mayoría no es reemplazable, siempre y cuando la decisión de la mayoría no implique la opresión o el silenciamiento de la minoría.
Cuando un joven se acerca a la Torá el día de su bar mitzvá, no le preguntan: «Mi dulce niño, ¿qué has aprendido hoy en el colegio?», no le piden que recite lo que ha oído decir a sus maestros ni lo que ha leído en los libros. Al contrario, le piden: «Di algo novedoso». Es decir, danos algo original. Tuyo. Aunque tenga un significado pequeño, secundario, marginal, pero que sea algo que exprese una reflexión a la que tú mismo hayas llegado con los textos que has estudiado. También al novio en el día de su boda en la sinagoga se le pide «decir algo novedoso». Este es, al parecer, el núcleo creativo de la cultura judía, que pasa de generación en generación excepto en los periodos en que esa cultura tiende a petrificarse.
Los judíos no han construido pirámides, no han erigido magníficas catedrales, no han levantado la Muralla China ni el Taj Mahal. Ellos han creado textos y los han leído juntos en el círculo familiar, en las comidas festivas y también en las comidas de cada día.
Hay una acalorada discusión entre los expertos sobre lo grande, o tal vez lo pequeña que era Jerusalén, la capital de David y de Salomón. Unos mantienen que era «la ciudad del Gran Rey», y otros opinan que no era más que un pueblo perdido. Hay incluso un grupo de eruditos que sostiene que la Jerusalén de David y de Salomón nunca existió, que era un símbolo. Esta discusión es fascinante, pero tal vez sea menos importante de lo que nos parece a la mayoría de nosotros. En la cultura del pueblo judío y también en la conciencia del mundo, Jerusalén no es un conjunto de piedras talladas, sino ante todo la ciudad de los profetas, la ciudad de los narradores de historias y de los que expresaron ideas que cambiaron los fundamentos de la moral, la ciudad de los Salmos, la ciudad del Eclesiastés, la ciudad del Cantar de los Cantares.
Hay una vieja historia que el querido maestro Mordecai Mijaeli, que en paz descanse, nos contaba cuando yo era alumno del colegio religioso para niños de Jerusalén, el Tajkemoní. Habla la historia de un viejo padre que le ordena a su hijo: si deseas un refugio de la lluvia y el viento, levanta una tienda o una choza. Si deseas un lugar para vivir toda tu vida, construye una casa de piedra. Si quieres cuidar también de tus hijos y de los hijos de tus hijos, construye una ciudad amurallada. Pero si quieres levantar un edificio para las siguientes generaciones, escribe un libro. Puede que esta fábula sea nuestro documento de identidad: libros y comidas familiares. Libros e historias que el padre y la madre leen con sus hijos alrededor de una mesa durante una comida festiva.
De hecho, nuestras fiestas se parecen mucho unas a otras: «Los malvados intentaron matarnos a todos, pero no lo lograron, así que, vamos a sentarnos a la mesa a comer». «El faraón llegó, el faraón se fue, que aproveche». En Purim luchamos con los persas, en Pésaj con los egipcios, en Lag Baomer con los romanos, en el Día de la Independencia con los británicos y con los árabes, en Tishá Beav con los babilonios y con los romanos, en Janucá con los griegos. Es cierto, en Tu Bishvat no luchamos con nadie, pero en Tu Bishvat casi siempre llueve. De toda la destrucción y aniquilación que nos ocasionaron todas esas guerras, nos han quedado los libros, los recuerdos, los poemas y las fábulas.
¿Cuál es, por tanto, el núcleo interno del judaísmo? ¿Cuál es el germen más profundo y determinante de la herencia del pueblo judío? Tal vez su primera manifestación se encuentre en un pequeño fragmento de barro cocido que se halló hace unos años en las excavaciones de Hirbet Qeiyafa, no muy lejos de Bet Shemesh. Según la interpretación que hace el profesor Gershon Galil, de la Universidad de Haifa, en él pone: «No hagáis eso y servid al Señor. Haced justicia al esclavo y a la viuda. Haced justicia al huérfano y al extranjero. Defended al niño, defended al pobre y a la viuda. Sostened con mano de rey al menesteroso y proteged al esclavo. Asistid al extranjero». Todo aquel que haya estudiado la Biblia de pequeño, y la haya estudiado con amor y no con un lavado de cerebro, se emocionará muchísimo al leer esta inscripción, que se esc...