II:
Diosas y dioses fundadores
Antes del antes
no hay absolutamente nada,
ni tiempo ni espacio
ni el antes ni el después,
ni el estar ni el ser.
Lao-Tsé
La mitología egipcia tiene varias ramas dependiendo del tiempo y el espacio, es decir, de cada faraón y de cada ámbito geográfico del norte de África con relación a lo que hoy conocemos como Egipto.
Además, hay una mitología egipcia predinástica anterior a los faraones que nos habla de una cosmogonía y creación del mundo diferente a la que señala a Ra como el dios principal saliendo de un huevo dorado, y que dice que en un principio no había nada, como tantas otras mitologías: solo un mar inmenso —el espacio— del que brota una gran pirámide seguida de una flor de loto —la materia de planetas y estrellas—, de cuyo polen emergen mucho más tarde dioses como Ra —la luz— y Apofis —la sombra—; con la diferencia de que ese Ra pudiera ser un Horus primigenio —el ojo del halcón que todo lo ve—, algo que los esoteristas y algunos teósofos defienden.
Como en la teoría científica del Big Bang, las mitologías de la cuenca mediterránea hablan de una nada, un mar, una oscuridad inmensa que vendría a ser el espacio sideral vacío y en tinieblas, del que espontáneamente brota un haz de luz, una energía subyacente, unos protones en formación de donde emerge toda la materia, una materia que se organiza y trae consigo el milagroso fenómeno de la vida. Si Madame Blavatsky hubiera conocido la teoría del Big Bang, no habría dudado en sumarla a su Isis sin velo y a su Doctrina secreta como paralelismo a las creencias mágico-religiosas de la humanidad.
Muchas mitologías, entre ellas la egipcia, intentan explicarse el principio de las cosas y el misterio de la vida y la existencia, y lo hacen como muchos científicos actuales se explican el “principio” del universo sin tener una base real para ello.
¿De dónde venimos?
La vieja pregunta que emerge una y otra vez sin que la sepamos responder satisfactoriamente, ya que tanto religiones y creencias como estudios y ciencias dejan mucho que desear y no tienen pruebas de nada.
Las mitologías paleolíticas o primordiales del Antiguo Egipto ni siquiera tienen dioses para explicar el devenir y la evolución de la humanidad; solo tienen símbolos —como el ojo del halcón, el monte de forma piramidal y la flor— para explicarse el principio de los principios.
La humanidad tal y como la conocemos hoy en día apenas lleva sobre la faz de la Tierra entre quinientos y doscientos cincuenta mil años, lo que la señala como una especie, además de rara, muy joven. Casi cualquier animal y cualquier especie que habita este planeta es mucho más vieja que los raros seres humanos.
¿A dónde vamos?
La humanidad se ha multiplicado mucho en los últimos cincuenta años, pero durante milenios los humanos no han sido más que un puñado de molestos vecinos para el resto de los animales, por más que sus textos sagrados les dijeran que se aparearan, multiplicaran e colmaran la Tierra con su presencia.
Con poco más de mil millones de personas en todo el planeta en el siglo XVIII, Malthus creía que nos moriríamos de hambre en menos de cien años. Han pasado tres siglos desde entonces, y, mientras en algunos lugares se mueren de hambre, en otros producimos más alimentos de los que podemos consumir a pesar de ser millones de comensales los que nos sentamos tres veces al día a la mesa.
En el Antiguo Egipto también había temor a las sequías, los desbordamientos del Nilo, la ausencia de caza, la poca fertilidad de las granjas o la pobreza del suelo para la siembra, porque todo eso se convertía en etapas de verdaderas hambrunas donde por largas temporadas no había prácticamente nada para comer, y entonces se echaba mano de la guerra para robarle al vecino lo que fuera para espantar al hambre. Hoy se sigue haciendo guerra para robar y saquear al vecino, y no para tapar el hambre propia, sino para propiciar el hambre ajena.
Las mitologías también servían —y siguen sirviendo de la misma manera aunque se les llame “ideologías”— para justificar las guerras, los robos, los asesinatos y los saqueos a los vecinos. Para ello fue necesario inventar a los dioses, la dicotomía entre el bien —lo que me conviene— y el mal —lo que no me conviene—, junto con la figura del enemigo —el vecino—, al que entonces estaba justificado masacrar y robar por cuestiones tanto de hambre como divinas, y así extender la usurpación con un constante dominio dando lugar al esclavismo ajeno y al poder propio como un destino marcado y promovido por los dioses.
El Ra primordial queda lejos de estos acuerdos divinos de masacrar al vecino, pero no así Amón-Ra, y mucho menos el resto de los dioses egipcios, que ya no hacen la guerra para comer, sino para extender y mantener sus dominios.
¿Qué somos?
Los primeros esclavos del Egipto faraónico ni siquiera eran maltratados o encerrados, porque provenían principalmente de los pueblos conquistados a los que habían robado prácticamente todo y en la floreciente civilización egipcia encontraban qué comer a cambio de su mano de obra.
Pueblos enteros se alquilaban para la construcción de las pirámides o para recoger las cosechas de trigo a lo largo del Nilo, y se mudaban a Egipto con toda la familia y con sus habilidades de albañiles, orfebres o campesinos, creando verdaderos guetos, pandillas o grupos de trabajo sin que el látigo los persiguiera. La migración y la inmigración se hacía como se hace hoy, solo que con menos fronteras y con menos requisitos, y muchos descendientes de esos pueblos esclavos llegaban a prosperar en las instituciones egipcias como funcionarios, sacerdotes, arquitectos o profesores, pues eran absorbidos y asimilados por la creciente y floreciente civilización egipcia, que duró por lo menos cerca de tres mil años sin que las maldiciones bíblicas les hicieran el menor daño.
¿Por qué estamos aquí?
La piedra de Rosetta, con un texto en jeroglífico,
demótico y copto
Sir Wallis E. Budge fue “el gran conocedor” de Egipto y escribió s...