Asuntos Internos
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Asuntos Internos

Lucas Leys,Dante Gebel

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Asuntos Internos

Lucas Leys,Dante Gebel

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Dos de los más influyentes líderes contemporáneos nos comparten sus secretos jamás contados acerca del liderazgo y la misión que Dios les entregó. Dante Gebel y Lucas Leys se unen por primera vez en un libro, para hablar explícitamente del liderazgo actual, abrir sus corazones con experiencias secretas y compartir ideas de cómo debe ser el liderazgo del futuro. Este es un libro de gemas y tesoros que te ayudará a sincerarte y redescubrir el propósito que debe tener tu liderazgo, así como la responsabilidad que Dios nos dio de influir en las nuevas generaciones.

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Información

Editorial
Vida
Año
2011
ISBN
9780829782653

1
la hoguera de las vanidades
ambición santa vs vanidad humana

«LA GENTE SOLO
QUERE SER
FAMOSA PARA
LUEGO PONERSE
GAFAS OSCURAS
Y QUE NADE LOS
RECONOZCA»
Woody Allen

Dante <escribe>

«Quiero que te acuerdes de mi cara y de mi nombre, porque algún día yo también voy a llenar estadios y vamos a compartir un escenario …». No sé cuántas personas me han dicho esa frase, pero la he oído una y otra vez, en cada nación a la que me ha tocado ir, a través de las redes sociales, por teléfono y por correo electrónico. Y estoy seguro de que me seguirá llegando a través de los sistemas de comunicación que se inventen en el futuro. Como si la meta de «llenar estadios» o el «ser conocido» fueran el éxtasis del ministerio, lo máximo a lo que un líder pudiera aspirar.
Por supuesto, hay muchos otros sueños del mismo tenor: «Sé que voy a grabar un disco», «Dios me dijo que voy a ser el próximo Presidente de mi nación», «Voy a escribir un libro que será un éxito de ventas», y decenas de ejemplos similares. Es muy poco usual recibir un correo electrónico de alguien que sea sincero y diga: «No tengo idea de en qué podrá usarme Dios, pero si acaso él pudiera hacer algo con lo poco que soy, yo estoy dispuesto a serle fiel y le estaré eternamente agradecido por haberse fijado en mí». Una oración hecha así es un bien de lujo que actualmente escasea en nuestro ámbito.
Alguna vez mi amigo, el respetado evangelista Carlos Annacondia, me dijo: «Hay muchos líderes que están más enamorados del éxito que de las almas». Y fue una de las verdades más valiosas que yo haya oído. Lo he comprobado a lo largo de todos estos años de ministerio, al ver que nos hacemos eco de frases como: «El evento más multitudinario», «la cruzada más grande», «la iglesia más relevante», «el líder más ungido», «el disco más vendido», «el libro más agotado», y de todo lo que sirva para acariciar nuestro ego, para hacernos sentir seguros y, por sobre todas las cosas, para hacernos creer que estamos logrando ser populares (y extendiendo el evangelio como consecuencia).
LucasLeys <comenta>
La confusión entre crecer en popularidad y hacer avanzar el Reino de Dios se ha convertido en moneda tan común que muchos no se dan cuenta de cómo sus palabras revelan que tienen motivaciones totalmente equivocadas
La psicología considera a la búsqueda de fama como un impulso primario de la conducta, y los cristianos no están exentos de ese síndrome. El psicólogo Orville Gilbert Brim afirma que la urgencia de alcanzar reconocimiento social se presenta en la mayoría de las personas, incluso en aquellas a quienes no les resulta accesible, y que sus raíces pueden estar en sentimientos de rechazo, descuido o abandono. Explica que los que buscan ansiosamente fama lo hacen por el deseo de aceptación social, o por encontrar algún tipo de seguridad existencial. Desde su punto de vista, la fama parece ser un bálsamo para la herida que deja la exclusión social.
Toda espiritualidad que se hace autopropaganda ya tiene algo de enfermedad. Aquellos líderes que van por la vida haciendo alarde de sus virtudes estarán siempre a un paso de la catástrofe moral y espiritual. Cuando escuchamos personas que hablan de sí mismas como si se tratara de otra persona, o de un personaje, entonces estamos ante un candidato al desastre. La historia es un fiel testigo de que esto siempre fue así. Por eso es preocupante que haya tantos jóvenes queriendo «llenar estadios», «conmover naciones» o «llegar a la televisión», no porque esas metas estén mal en sí mismas, sino porque es muy probable que su motivación esté totalmente fuera de la voluntad de Dios.

¡Conquistaremos el mundo, Pinky!

Vale aclarar que con esta misma editorial yo he publicado libros motivacionales como «El código del campeón» y «Destinado al éxito», en los cuales trato de inspirar a los líderes y a los lectores jóvenes a que procuren los mejores dones, a que no se conformen con la mediocridad, y a que sueñen cosas grandes; pero cuando escucho frases que hablan de «estar ante multitudes» como si se tratara de alzarse con un Oscar de la academia de Hollywood, me doy cuenta de que tal vez haya un concepto que algunos malinterpretaron, o de que por lo menos se saltearon la parte más importante del proceso.
En algún punto los líderes tenemos cierta responsabilidad en esto. En ocasiones, la premura de un mensaje de cuarenta y cinco minutos durante un congreso, o simplemente la arenga en un servicio: «¡Que Dios cumpla tus grandes sueños!», pueden llegar a confundir a las personas si son aplicadas fuera de contexto. Principalmente a aquellos que esperan tomar la identidad prestada del ministerio al que aspiran llegar.
No podemos pretender llegar a la cima ahorrándonos el trabajo de escalar la montaña. La búsqueda intensa de Dios, el precio de sembrarlo todo (en ocasiones hasta las finanzas y los bienes personales) y el deseo de que Dios nos utilice en donde él considere que conviene hacerlo, son condiciones determinantes para que un sueño o una visión puedan ser alcanzados. De otro modo, corremos el riesgo de que solo se trate de un mero proyecto personal.
Hace unos años atrás conocí a un líder prometedor en términos ministeriales. Tenía cierto grado de carisma, lo que parecía ser un llamado claro y enfocado hacia los jóvenes, y se las ingeniaba para hacer eventos en donde mezclaba música de distintos géneros con predicación. Su único «talón de Aquiles» era un notorio deseo de estar haciendo algo «majestuoso e insuperable». En lo personal disfruto mucho la comunicación efectiva y conozco aquello que las agencias de prensa llaman «branding», que no es otra cosa que el posicionamiento de una marca a través de una buena campaña de promoción dirigida a un público definido, o un slogan pegadizo. Pero en este caso no se trataba de una simple promoción de tipo publicitario, sino que la motivación de este muchacho era demostrar que estábamos ante un nuevo concepto en materia de liderazgo que superaba todo lo conocido hasta la fecha. En ocasiones incluso trataba de demostrarlo subestimando la manera en que otros lo habían hecho antes.
Y lo más triste es que luego de cada evento aparecían las gacetillas de prensa «infladas» con números ficticios, en las que se contaba cómo «toda la historia de un país» había cambiado a partir de su evento, o cómo los continentes enteros pedían a gritos que su ministerio pasara por allí.
LucasLeys <comenta>
Hace unos años me invitaron a un evento en México al cual me habían asegurado que iban a llegar multitudes. Yo fui porque había escuchado el nombre de este líder emergente y siempre me gusta apoyar a líderes que están intentando hacer cosas osadas. No fui pensando en las multitudes que me habían asegurado que habría, aunque una vez allí sí me sorprendí al ver que el número de asistentes no pasaba los 300. Este líder no dejaba de excusarse sobre por qué no estaban las multitudes, así que yo traté de animarlo y ayudarlo a concentrarse en los que sí habían venido buscando del Señor. Pero mi sorpresa mayor fue cuando, días después, recibí un comunicado de prensa de su ministerio titulado: «¡Avivamiento en México! – Multitudes tocadas por el ministerio de los evangelistas Lucas Leys y el nombre de este joven» (que dicho sea de paso ni siquiera había predicado). De más está decir que nunca más acepté sus invitaciones.
Todo esto me hace recordar a dos simpáticos personajes de la Warner que solían decir:
—Dime, Cerebro, ¿qué haremos esta noche?
—Lo mismo que hacemos todas las noches, Pinky … ¡Tratar de conquistar el mundo!
Lo cómico de la frase no era el deseo de conquistar la Tierra, sino que se trataba de dos simples ratones blancos de laboratorio jugando a ser los grandes líderes del nuevo orden mundial.
Cada vez que recuerdo a este joven siento pena en lo profundo del corazón, porque era uno de los líderes que pudo haber continuado con la noble tarea que otros comenzaron, pero su deseo de ser el mejor, de ganar en los números, o en ocasiones de desacreditar el trabajo ministerial de sus colegas o de quienes lo habían precedido, terminó por marginarlo a la zona gris del ministerio, a aquel lugar en donde quedan «los que pudieron ser …».
Actualmente sigue organizando eventos y contando los dedos en lugar de la gente. Solo que ha perdido su credibilidad, nada menos que la principal condición que debe tener un líder íntegro.

La delgada línea roja

La pregunta del millón es: ¿Cómo podemos diferenciar ambos lados de la delgada línea que separa la ambición santa de la propia vanidad humana? Los líderes luchamos todo el tiempo por no cruzarla, y de todos modos en más de una ocasión nos despertamos del otro lado de la frontera.
Seamos honestos: todos queremos ser personas especiales. A quien diga que solo pretende ser uno más del gentío posiblemente le falten las aptitudes necesarias para ser un líder. Toda persona que posee cierta influencia sobre los demás debe tener una cuota de «ambición espiritual» (si se me permite el término).
El deseo de crecer, de multiplicarse, de llegar a más lugares, de alcanzar a la mayor cantidad de gente posible en el menor tiempo, son algunas de las metas de los que servimos al Señor.
Personalmente debo confesar que me atrae más predicar a cincuenta mil personas que a una veintena, aunque también debo reconocer que disfruto ambas cosas. Sin embargo, no es un secreto que todos queremos ver a miles de personas tener un encuentro con el Señor, y si además, podemos ser los instrumentos para que eso suceda, esto nos hace sentir que estamos ganándonos nuestro derecho a vivir, siendo fieles a nuestro llamado original.
Convengamos en que todos los líderes preferimos el hambre de hacer algo más, que la chatura o la mediocridad del estancamiento.
El problema aparece cuando los líderes tenemos conflictos interiores no resueltos, o una baja autoestima que tiene sus raíces en el pasado y de la cual no hemos podido librarnos, y entonces necesitamos obtener una identidad o sanar nuestra autoestima a través del ministerio. Es entonces cuando el llamado a predicar (en cualquiera de sus formas) ya no nos importa como una misión en sí misma, sino que lo utilizamos para hacer catarsis, o para resolver nuestros sentimientos de baja estima.
Robert De Niro le dijo una vez a un periodista que todos los actores, todos aquellos que se dedican a esa profesión, simplemente lo hacen porque tienen una estima destrozada y necesitan ser una celebridad para poder seguir viviendo. Aunque no me consta que sea la regla general para toda la comunidad de Hollywood, es muy probable que haya muchos casos de estos tanto allí como en nuestro ámbito.
A propósito del tema, cierta vez invité a un popular predicador a nuestra iglesia, y al presentarlo me aseguré de darle la honra que se merecía. No le entregué el micrófono simplemente diciendo su nombre, sino que dediqué unos diez minutos del servicio para decirle a la congregación lo valioso y significativo que era tener a un hombre de semejante calibre con nosotros. Lo hice con la convicción de que como anfitrión era mi obligación honrar a quien nos visitaba, y porque además todo lo que dije acerca de él era totalmente cierto. Luego de una introducción en la que mencioné sus libros, su iglesia y la gente a la que él estaba alcanzado para Cristo, lo presenté en medio de una respetuosa ovación de toda la congregación. Entonces me senté dispuesto a recibir como un niño y esperando un mensaje fresco, ya que llevaba varios domingos predicando y este era mi día para recibir sin la presión de tener que estar pensando sobre lo que hablaría mas tarde.
Para mi sorpresa, el hombre pasó, agradeció mis palabras, y agregó: «Pero lo que mencionó Dante no es todo …». Acto seguido se dedicó (por unos extensos e interminables más de veinte minutos) a contar todo lo que él había hecho y que yo había olvidado mencionar en mi introducción. Su página web era la más visitada, su ministerio era el más sorprendente, su libro era el más vendido, sus redes sociales superaban a las de cualquier celebridad o cualquier político, sus milagros eran incomparables, su inteligencia era desbordante, su gente lo amaba casi lindando con la idolatría, las naciones lo reclamaban más que a ningún otro consiervo … y así continuó enumerando sus virtudes por casi media hora. Luego se apuró para usar los quince o veinte minutos que le quedaban tratando de hilvanar algún mensaje bíblico ante la mirada absorta de toda la congregación que había llegado con hambre de escuchar un mensaje de la Palabra de Dios.
Convengamos en que la gente que había colmado la iglesia ya sabía de quién se trataba, y lo que menos necesitaba era mas autopromoción por parte del invitado en cuestión.
En contraste con esto, durante muchos años he formado parte del equipo del Dr. Luis Palau y he tenido el privilegio de conducir varios de sus festivales evangelísticos. Pero, en cada noche que me tocaba presentar a Luis, por más que lo intentara, casi nunca podía yo mencionar alguna de sus cualidades ministeriales porque el mismo Palau corría hacia donde yo estaba (¡literalmente lo hacía!), me quitaba el micrófono y decía: «Bueno, bueno … e...

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