UN BUEN TĂO
Con treinta y cinco años, la Ășnica forma de que a Ted se le pusiera dura y se le mantuviera asĂ durante todo un polvo era fantasear con que su polla era un cuchillo y que la mujer a la que se follaba se apuñalaba con Ă©l.
No es que fuera una especie de asesino en serie ni nada parecido. Para Ă©l la sangre no tenĂa ninguna carga erĂłtica, ni como fantasĂa ni en la vida real. Es mĂĄs, lo fundamental del asunto radicaba en que eran ellas las que elegĂan apuñalarse: lo deseaban tanto, el deseo fĂsico que sentĂan por su polla era tan obsesivo, que enloquecĂan hasta el punto de que eran ellas mismas las que se empalaban a pesar del tormento que les causaba. Eran ellas las que tomaban el papel activo. Mientras arremetĂan desde lo alto, Ă©l se quedaba tumbado y hacĂa todo lo posible por interpretar los gemidos y las muecas como señales de que un agonizante tira y afloja entre el placer y el dolor las estaba reventando.
SabĂa que como fantasĂa no era gran cosa. La escena que imaginaba era a todas luces consensuada, pero no era posible ignorar la temĂĄtica agresiva subyacente. Tampoco era muy tranquilizador que su dependencia de la fantasĂa hubiera ido en aumento a la par que la calidad de sus relaciones disminuĂa. Mientras Ted estuvo en la veintena, las rupturas habĂan sido razonablemente llevaderas. Ninguno de sus amorĂos habĂa durado mĂĄs que unos cuantos meses y las mujeres con las que salĂa parecĂan creerle cuando les decĂa que no buscaba nada serio, o, al menos, entendĂa que el haberlo dicho significaba que no podĂan acusarlo de maldad cuando, en Ășltima instancia, resultaba ser cierto. Una vez que alcanzĂł la treintena, no obstante, esta estrategia dejĂł de funcionar. La mayorĂa de las veces tenĂa lo que Ă©l pensaba que serĂa la Ășltima conversaciĂłn sobre la ruptura con una mujer, pero poco despuĂ©s ella le enviaba un mensaje diciĂ©ndole que lo echaba de menos, que seguĂa sin entender quĂ© habĂa pasado entre ellos y que querĂa hablar.
AsĂ fue como, una noche de noviembre, dos semanas antes de su trigĂ©simo sexto cumpleaños, Ted se encontrĂł sentado frente a una mujer lacrimosa llamada Angela. Angela era una agente inmobiliaria, guapa y refinada, con brillantes aretes con forma de candelabro y mechas caras. Como todas las mujeres con las que habĂa salido en los Ășltimos años, Angela estaba, se mirara por donde se mirara, muy fuera de su alcance: le sacaba cinco centĂmetros; tenĂa casa propia; preparaba unos fettuccine increĂbles con salsa de almejas; sabĂa dar masajes en la espalda con aceites esenciales que le jurĂł que le cambiarĂan la vida, y asĂ habĂa sido... HabĂa roto con ella hacĂa mĂĄs de dos meses, pero desde entonces los mensajes y las llamadas telefĂłnicas se habĂan vuelto tan insistentes que habĂa accedido a un nuevo encuentro cara a cara con la esperanza de recuperar algo de paz.
Angela primero se puso a charlar alegremente sobre sus planes para las vacaciones, sus dramas laborales y sus aventuras con «las chicas», pero la felicidad que pretendĂa transmitir iba tan evidentemente encaminada a hacerle ver lo que se estaba perdiendo que a Ted le embargĂł un fuerte sentimiento de vergĂŒenza ajena. Hasta que, pasados veinte minutos, Angela estallĂł en lĂĄgrimas.
âEs solo que no lo entiendo âgimoteĂł.
A esto siguiĂł una conversaciĂłn absurda e inĂștil en la que ella insistĂa en que Ă©l sentĂa algo por ella pero que lo escondĂa, mientras que Ă©l insistĂa, de la forma mĂĄs amable posible, en que no era asĂ. Entre sollozos, Angela fue reuniendo las pruebas de su afecto por ella: la vez que le habĂa llevado el desayuno a la cama, la vez que habĂa dicho: «Creo que mi hermana te caerĂa muy bien», la delicadeza que habĂa mostrado al cuidar de su perro, Nube, cuando se habĂa puesto enfermo. El problema parecĂa residir en que, por mucho que Ted le hubiera dicho desde el principio de su relaciĂłn que no buscaba nada serio, al mismo tiempo ây de forma totalmente desconcertanteâ tambiĂ©n habĂa sido amable, cuando lo que tendrĂa que haber hecho, al parecer, era decirle que se podĂa preparar ella misma su puto desayuno, informarla de que era muy improbable que llegara a conocer a su hermana y portarse como un cabrĂłn con Nube cuando Nube vomitara, y asĂ tanto Nube como Angela hubieran sabido a quĂ© atenerse.
âLo siento ârepetĂa una y otra vez.
Pero daba lo mismo. Como no iba a admitir que estaba secretamente enamorado de ella, Angela terminarĂa enfadĂĄndose. Lo acusarĂa de ser un narcisista inmaduro y emocionalmente atrofiado. Le dirĂa cosas como: «Me haces mucho daño» y «La verdad es que me das pena». AnunciarĂa que «Me estaba enamorando de ti» y Ă©l se quedarĂa allĂ sentado, avergonzado, como si aquellas afirmaciones lo condenaran, a pesar de que era obvio que Angela no le querĂa, pues pensaba que era un inmaduro y que estaba emocionalmente atrofiado y en realidad ni siquiera le gustaba tanto. No era fĂĄcil sentirse del todo buena gente, por supuesto, sobre todo teniendo en cuenta que la razĂłn por la que sabĂa todo lo que se le venĂa encima era que no era la primera vez que mantenĂa este tipo de conversaciĂłn con una mujer. Ni siquiera era la tercera. Ni la quinta. Ni la dĂ©cima.
Angela seguĂa llorando, era la viva imagen de la tristeza mĂĄs absoluta: los ojos enrojecidos, el pecho que le subĂa y le bajaba, el rĂmel corrido... Mientras la observaba, Ted comprendiĂł que no podĂa hacerlo mĂĄs. No podĂa volver a disculparse, no podĂa seguir con aquel ritual de humillaciones. Iba a decirle la verdad.
En cuanto Angela se detuvo a coger aire, Ted la interrumpiĂł:
âSabes que nada de esto es mi culpa.
Se hizo una pausa.
âÂżPerdona?
âSiempre he sido honesto contigo. Siempre. Te dije lo que querĂa de esta relaciĂłn desde el principio. PodĂas haber confiado en mĂ, pero en vez de eso decidiste que sabĂas mejor que yo lo que sentĂa. Cuando te dije que querĂa algo informal, mentiste y dijiste que tĂș querĂas lo mismo, y luego inmediatamente empezaste a hacer todo lo posible para convertirlo en otra cosa. Y cuando no pudiste convertir lo que tenĂamos en una relaciĂłn seria, que era lo que de verdad querĂas y yo no, te sentiste dolida. Y puedo entenderlo. Pero no soy yo la persona que te hace daño. Te lo haces tĂș, no yo. ÂĄYo no soy mĂĄs que la herramienta que estĂĄs usando para hacerte daño!
A Angela se le escapó una pequeña tos, como si hubiera recibido un puñetazo.
âQue te jodan, Ted âdijo.
Se echĂł el pelo hacia atrĂĄs preparĂĄndose para salir del restaurante echa una furia y al marcharse agarrĂł un vaso de agua con hielo y se lo arrojĂł, no solo el agua, sino todo el vaso, que estaba lleno. El cristal âen realidad era un vaso mĂĄs bien chatoâ se estrellĂł en la frente de Ted y luego le cayĂł sobre el regazo.
Ted bajĂł los ojos hacia el vaso roto. Vale. Tal vez deberĂa haberlo visto venir, porque, Âża quiĂ©n querĂa engañar? No era posible que tantas mujeres lacrimosas estuvieran equivocadas, por muy injustas que le parecieran todas esas acusaciones. Se llevĂł la mano a la frente. Los dedos se le tiñeron de rojo. Estaba sangrando. Estupendo. A todo esto, su entrepierna estaba muy pero que muy frĂa. De hecho, a medida que el agua helada le iba empapando los pantalones, la polla empezĂł a dolerle todavĂa mĂĄs que la cabeza. Tal vez deberĂa haber un lĂmite legal a lo frĂa que puede estar el agua en un restaurante, de la misma manera que hay un lĂmite con respecto a lo caliente que puede estar el cafĂ© en el McDonaldâs. Tal vez la polla se le congelara, se le arrugara y se le cayera. Y entonces todas las chicas con las que habĂa salido se juntarĂan y celebrarĂan una fiesta en honor de Angela, la intrĂ©pida heroĂna que habĂa puesto fin a su reinado de terror entre las solteras de Nueva York.
Guau. Sangraba mĂĄs de lo que en un principio habĂa creĂdo. De hecho, le chorreaba tanta sangre de la frente que el agua de la entrepierna se estaba volviendo rosa. La gente corrĂa hacia Ă©l atropelladamente, pero el sonido le llegaba un tanto confuso y no entendĂa lo que decĂan. Probablemente algo del estilo de: Te lo mereces, gilipollas. RecordĂł lo que habĂa dicho justo antes de que Angela le lanzara el vaso âYo no soy mĂĄs que la herramienta que estĂĄs usando para hacerte dañoâ y se preguntĂł si de alguna manera aquello estarĂa relacionado con la fantasĂa de la puñalada, pero estaba sangrando, congelĂĄndose y posiblemente sufrĂa algĂșn tipo de conmociĂłn cerebral. No era el momento de ponerse a elucubrar sobre ello.
No siempre habĂa sido asĂ.
Mientras crecĂa, Ted habĂa sido la clase de niño aficionado a la lectura al que las profesoras describĂan como «dulce». Y lo era, al menos respecto a las mujeres. PasĂł su infancia y la adolescencia temprana fluctuando a travĂ©s de una serie de enamoramientos de chicas mayores e inalcanzables: su prima, una niñera, la mejor amiga de su hermana mayor. Estos enamoramientos siempre eran el resultado de alguna pequeña atenciĂłn âun cumplido de poca monta, una risa genuina tras soltar alguna de sus bromas, que se acordaran de su nombreâ y no albergaban ningĂșn tipo de agresiĂłn abierta ni sublimada. Todo lo contrario: al mirar atrĂĄs, eran sorprendentemente castos. En una ensoñaciĂłn recurrente que tenĂa con su prima, por ejemplo, se imaginaba siendo su marido y dando vueltas por la cocina preparando el desayuno. Ataviado con un delantal, tarareaba mientras exprimĂa zumo de naranja en una jarra, batĂa la masa de las tortitas, freĂa los huevos y colocaba una margarita en un pequeño jarrĂłn blanco. SubĂa las escaleras con la bandeja y se sentaba en el borde de la cama donde su prima dormĂa bajo una colcha cosida a mano. «¥Despierta y empieza el dĂa con energĂa!», le decĂa. Su prima abrĂa los ojos de golpe, le sonreĂa soñolienta y, a medida que se incorporaba, la colcha se deslizaba y dejaba al descubierto sus pechos desnudos.
ÂĄY ya estĂĄ! Esa era toda la fantasĂa. Pero, aun asĂ, la cultivĂł durante tanto tiempo planificando hasta el Ășltimo detalle (ÂżTenĂan trocitos de chocolate las tortitas? ÂżDe quĂ© color deberĂa ser la colcha? ÂżDĂłnde debĂa colocar la bandeja para que no se resbalara de la cama?), que la casa de sus tĂos quedĂł imbuida de un aura sexual incluso ya de adulto, a pesar de que su prima se habĂa vuelto lesbiana hacĂa tiempo, habĂa emigrado a los PaĂses Bajos y llevaba años sin verla.
El joven Ted jamĂĄs, ni siquiera en sus fantasĂas mĂĄs descabelladas, se habĂa permitido creer que sus enamoramientos pudieran ser correspondidos. No era estĂșpido. PodĂa ser muchas cosas, pero estĂșpido nunca habĂa sido. Lo Ășnico que siempre habĂa querido era que tolerasen su amor, tal vez incluso que lo apreciasen: querĂa que se le permitiera estar cerca de sus amores, poder reverenciarlos, encontrarse con ellas de vez en cuando como quien no quiere la cosa, de la misma manera que una abeja puede rozar una flor.
En vez de eso, lo que ocurrĂa era que en cuanto Ted se obsesionaba con un nuevo amor, empezaba a fantasear con ella y la miraba fijamente y le sonreĂa como un tonto e inventaba razones para tocarle el pelo, la mano. Y entonces, inevitablemente, la chica reculaba: porque por algĂșn motivo impenetrable, la afectuosidad de Ted provocaba en sus destinatarias una reacciĂłn de asco intenso y visceral.
No eran crueles con Ă©l estos amores. Ted se sentĂa atraĂdo por el tipo de chicas soñadoras que aborrecĂan la crueldad en cualquiera de sus manifestaciones. En lugar de eso, tal vez comprendiendo que sus pequeñas atenciones previas habĂan sido la puerta de entrada por la que Ted habĂa accedido sin que nadie lo hubiera invitado, las chicas se apresuraban a echar el cerrojo. Instauraban algĂșn protocolo de emergencia femenino universalmente implĂcito y se negaban a establecer contacto visual con Ă©l, le hablaban solo cuando era necesario y se apartaban de Ă©l tanto como era posible, al otro lado de la habitaciĂłn. Se atrincheraban en fortalezas de frĂa amabilidad y se acomodaban allĂ dentro dispuestas a esperar todo el tiempo que fuese necesario hasta que Ă©l se marchara.
Dios, era espantoso. DĂ©cadas mĂĄs tarde, el recuerdo de todos esos enamoramientos hacĂa que Ted quisiera morirse de la vergĂŒenza. Porque la peor parte era que, incluso despuĂ©s de que fuera obvio que las chicas a las que adoraba no soportaban sus atenciones, aĂșn deseaba desesperadamente estar cerca de ellas y hacerlas felices. LuchĂł por encontrar una soluciĂłn a este dilema tratando de aplicar un autocontrol en forma de brutal castigo (frente a un espejo, de pie, desnudo, obligĂĄndose a contemplar las piernas delgadas, el pecho cĂłncavo, el pene pequeño: Te odia, Ted, acĂ©ptalo, todas las chicas te odian, eres feo, das asco, eres repugnante) y luego se le iba de las manos y se despertaba a las tres de la mañana llorando de f...