Lo estĂĄs deseando
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Lo estĂĄs deseando

Kristen Roupenian, LucĂ­a Barahona

  1. 288 pages
  2. Spanish
  3. ePUB (adapté aux mobiles)
  4. Disponible sur iOS et Android
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Lo estĂĄs deseando

Kristen Roupenian, LucĂ­a Barahona

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Un libro deslumbrante con doce cuentos sobre los roles de género y los misterios del deseo. Un debut arrollador.

En diciembre de 2017 Kristen Roupenian publicó en el New Yorker el relato «Cat Person». De inmediato se hizo viral y se convirtió en uno de los mås comentados y que mås revuelo han generado entre los publicados por la revista, junto con los ya clåsicos «La lotería» de Shirley Jackson y «Brokeback Mountain» de Annie Proulx.

El cuento de Roupenian narra la historia de Margot, de veinte años, y Robert, de treinta y cuatro, que se conocen por internet, se citan en persona y mantienen un encuentro sexual que acaba de un modo tóxico y desastroso. La autora explicó que se inspiró «en un breve y desagradable encuentro que tuve con una persona a la que conocí online ». En pleno escåndalo Harvey Weinstein y emergencia del movimiento #MeToo, «Cat Person» se hizo viral. Y es que el cuento de Roupenian tiene la prodigiosa capacidad de plasmar de forma muy fidedigna la actual confusión en las relaciones entre sexos y la dificultad de las mujeres para romper con la asunción del papel de mero objeto de deseo y decir no.

El relato estĂĄ incluido, junto con otros once, en este volumen, en el que otra pieza, «The Good Boy», actĂșa en cierto modo como contrapunto, dando voz a un personaje masculino vĂ­ctima de las perplejidades propias de su gĂ©nero en el siglo XXI. Roupenian despliega un registro vigoroso y cambiante, que va del realismo mĂĄs crudo al toque sobrenatural, pasando por el humor perversamente negro, y nos ofrece historias como la de una pareja que incorpora a su vida sexual a una tercera persona como morboso testigo –primero para que los oiga hacer el amor, despuĂ©s para que los vea– hasta que el triĂĄngulo va adquiriendo derivas sadomasoquistas; la de una niña que el dĂ­a de su cumpleaños formula un deseo de consecuencias terrorĂ­ficas; la de una mujer que encuentra en una biblioteca un libro de conjuros y trata de hacer realidad su pretensiĂłn de que aparezca ante ella un hombre desnudo


Un libro cautivador sobre los roles de género, los misterios del deseo y el desconcierto de los seres humanos contemporåneos. Un debut arrollador.

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Informations

Année
2019
ISBN
9788433940346

UN BUEN TÍO

Con treinta y cinco años, la Ășnica forma de que a Ted se le pusiera dura y se le mantuviera asĂ­ durante todo un polvo era fantasear con que su polla era un cuchillo y que la mujer a la que se follaba se apuñalaba con Ă©l.
No es que fuera una especie de asesino en serie ni nada parecido. Para él la sangre no tenía ninguna carga erótica, ni como fantasía ni en la vida real. Es mås, lo fundamental del asunto radicaba en que eran ellas las que elegían apuñalarse: lo deseaban tanto, el deseo físico que sentían por su polla era tan obsesivo, que enloquecían hasta el punto de que eran ellas mismas las que se empalaban a pesar del tormento que les causaba. Eran ellas las que tomaban el papel activo. Mientras arremetían desde lo alto, él se quedaba tumbado y hacía todo lo posible por interpretar los gemidos y las muecas como señales de que un agonizante tira y afloja entre el placer y el dolor las estaba reventando.
SabĂ­a que como fantasĂ­a no era gran cosa. La escena que imaginaba era a todas luces consensuada, pero no era posible ignorar la temĂĄtica agresiva subyacente. Tampoco era muy tranquilizador que su dependencia de la fantasĂ­a hubiera ido en aumento a la par que la calidad de sus relaciones disminuĂ­a. Mientras Ted estuvo en la veintena, las rupturas habĂ­an sido razonablemente llevaderas. Ninguno de sus amorĂ­os habĂ­a durado mĂĄs que unos cuantos meses y las mujeres con las que salĂ­a parecĂ­an creerle cuando les decĂ­a que no buscaba nada serio, o, al menos, entendĂ­a que el haberlo dicho significaba que no podĂ­an acusarlo de maldad cuando, en Ășltima instancia, resultaba ser cierto. Una vez que alcanzĂł la treintena, no obstante, esta estrategia dejĂł de funcionar. La mayorĂ­a de las veces tenĂ­a lo que Ă©l pensaba que serĂ­a la Ășltima conversaciĂłn sobre la ruptura con una mujer, pero poco despuĂ©s ella le enviaba un mensaje diciĂ©ndole que lo echaba de menos, que seguĂ­a sin entender quĂ© habĂ­a pasado entre ellos y que querĂ­a hablar.
AsĂ­ fue como, una noche de noviembre, dos semanas antes de su trigĂ©simo sexto cumpleaños, Ted se encontrĂł sentado frente a una mujer lacrimosa llamada Angela. Angela era una agente inmobiliaria, guapa y refinada, con brillantes aretes con forma de candelabro y mechas caras. Como todas las mujeres con las que habĂ­a salido en los Ășltimos años, Angela estaba, se mirara por donde se mirara, muy fuera de su alcance: le sacaba cinco centĂ­metros; tenĂ­a casa propia; preparaba unos fettuccine increĂ­bles con salsa de almejas; sabĂ­a dar masajes en la espalda con aceites esenciales que le jurĂł que le cambiarĂ­an la vida, y asĂ­ habĂ­a sido... HabĂ­a roto con ella hacĂ­a mĂĄs de dos meses, pero desde entonces los mensajes y las llamadas telefĂłnicas se habĂ­an vuelto tan insistentes que habĂ­a accedido a un nuevo encuentro cara a cara con la esperanza de recuperar algo de paz.
Angela primero se puso a charlar alegremente sobre sus planes para las vacaciones, sus dramas laborales y sus aventuras con «las chicas», pero la felicidad que pretendĂ­a transmitir iba tan evidentemente encaminada a hacerle ver lo que se estaba perdiendo que a Ted le embargĂł un fuerte sentimiento de vergĂŒenza ajena. Hasta que, pasados veinte minutos, Angela estallĂł en lĂĄgrimas.
–Es solo que no lo entiendo –gimoteó.
A esto siguiĂł una conversaciĂłn absurda e inĂștil en la que ella insistĂ­a en que Ă©l sentĂ­a algo por ella pero que lo escondĂ­a, mientras que Ă©l insistĂ­a, de la forma mĂĄs amable posible, en que no era asĂ­. Entre sollozos, Angela fue reuniendo las pruebas de su afecto por ella: la vez que le habĂ­a llevado el desayuno a la cama, la vez que habĂ­a dicho: «Creo que mi hermana te caerĂ­a muy bien», la delicadeza que habĂ­a mostrado al cuidar de su perro, Nube, cuando se habĂ­a puesto enfermo. El problema parecĂ­a residir en que, por mucho que Ted le hubiera dicho desde el principio de su relaciĂłn que no buscaba nada serio, al mismo tiempo –y de forma totalmente desconcertante– tambiĂ©n habĂ­a sido amable, cuando lo que tendrĂ­a que haber hecho, al parecer, era decirle que se podĂ­a preparar ella misma su puto desayuno, informarla de que era muy improbable que llegara a conocer a su hermana y portarse como un cabrĂłn con Nube cuando Nube vomitara, y asĂ­ tanto Nube como Angela hubieran sabido a quĂ© atenerse.
–Lo siento –repetía una y otra vez.
Pero daba lo mismo. Como no iba a admitir que estaba secretamente enamorado de ella, Angela terminaría enfadåndose. Lo acusaría de ser un narcisista inmaduro y emocionalmente atrofiado. Le diría cosas como: «Me haces mucho daño» y «La verdad es que me das pena». Anunciaría que «Me estaba enamorando de ti» y él se quedaría allí sentado, avergonzado, como si aquellas afirmaciones lo condenaran, a pesar de que era obvio que Angela no le quería, pues pensaba que era un inmaduro y que estaba emocionalmente atrofiado y en realidad ni siquiera le gustaba tanto. No era fåcil sentirse del todo buena gente, por supuesto, sobre todo teniendo en cuenta que la razón por la que sabía todo lo que se le venía encima era que no era la primera vez que mantenía este tipo de conversación con una mujer. Ni siquiera era la tercera. Ni la quinta. Ni la décima.
Angela seguĂ­a llorando, era la viva imagen de la tristeza mĂĄs absoluta: los ojos enrojecidos, el pecho que le subĂ­a y le bajaba, el rĂ­mel corrido... Mientras la observaba, Ted comprendiĂł que no podĂ­a hacerlo mĂĄs. No podĂ­a volver a disculparse, no podĂ­a seguir con aquel ritual de humillaciones. Iba a decirle la verdad.
En cuanto Angela se detuvo a coger aire, Ted la interrumpiĂł:
–Sabes que nada de esto es mi culpa.
Se hizo una pausa.
–¿Perdona?
–Siempre he sido honesto contigo. Siempre. Te dije lo que querĂ­a de esta relaciĂłn desde el principio. PodĂ­as haber confiado en mĂ­, pero en vez de eso decidiste que sabĂ­as mejor que yo lo que sentĂ­a. Cuando te dije que querĂ­a algo informal, mentiste y dijiste que tĂș querĂ­as lo mismo, y luego inmediatamente empezaste a hacer todo lo posible para convertirlo en otra cosa. Y cuando no pudiste convertir lo que tenĂ­amos en una relaciĂłn seria, que era lo que de verdad querĂ­as y yo no, te sentiste dolida. Y puedo entenderlo. Pero no soy yo la persona que te hace daño. Te lo haces tĂș, no yo. ÂĄYo no soy mĂĄs que la herramienta que estĂĄs usando para hacerte daño!
A Angela se le escapó una pequeña tos, como si hubiera recibido un puñetazo.
–Que te jodan, Ted –dijo.
Se echó el pelo hacia atrás preparándose para salir del restaurante echa una furia y al marcharse agarró un vaso de agua con hielo y se lo arrojó, no solo el agua, sino todo el vaso, que estaba lleno. El cristal –en realidad era un vaso más bien chato– se estrelló en la frente de Ted y luego le cayó sobre el regazo.
Ted bajĂł los ojos hacia el vaso roto. Vale. Tal vez deberĂ­a haberlo visto venir, porque, Âża quiĂ©n querĂ­a engañar? No era posible que tantas mujeres lacrimosas estuvieran equivocadas, por muy injustas que le parecieran todas esas acusaciones. Se llevĂł la mano a la frente. Los dedos se le tiñeron de rojo. Estaba sangrando. Estupendo. A todo esto, su entrepierna estaba muy pero que muy frĂ­a. De hecho, a medida que el agua helada le iba empapando los pantalones, la polla empezĂł a dolerle todavĂ­a mĂĄs que la cabeza. Tal vez deberĂ­a haber un lĂ­mite legal a lo frĂ­a que puede estar el agua en un restaurante, de la misma manera que hay un lĂ­mite con respecto a lo caliente que puede estar el cafĂ© en el McDonald’s. Tal vez la polla se le congelara, se le arrugara y se le cayera. Y entonces todas las chicas con las que habĂ­a salido se juntarĂ­an y celebrarĂ­an una fiesta en honor de Angela, la intrĂ©pida heroĂ­na que habĂ­a puesto fin a su reinado de terror entre las solteras de Nueva York.
Guau. Sangraba mĂĄs de lo que en un principio habĂ­a creĂ­do. De hecho, le chorreaba tanta sangre de la frente que el agua de la entrepierna se estaba volviendo rosa. La gente corrĂ­a hacia Ă©l atropelladamente, pero el sonido le llegaba un tanto confuso y no entendĂ­a lo que decĂ­an. Probablemente algo del estilo de: Te lo mereces, gilipollas. RecordĂł lo que habĂ­a dicho justo antes de que Angela le lanzara el vaso –Yo no soy mĂĄs que la herramienta que estĂĄs usando para hacerte daño– y se preguntĂł si de alguna manera aquello estarĂ­a relacionado con la fantasĂ­a de la puñalada, pero estaba sangrando, congelĂĄndose y posiblemente sufrĂ­a algĂșn tipo de conmociĂłn cerebral. No era el momento de ponerse a elucubrar sobre ello.
No siempre habĂ­a sido asĂ­.
Mientras crecĂ­a, Ted habĂ­a sido la clase de niño aficionado a la lectura al que las profesoras describĂ­an como «dulce». Y lo era, al menos respecto a las mujeres. PasĂł su infancia y la adolescencia temprana fluctuando a travĂ©s de una serie de enamoramientos de chicas mayores e inalcanzables: su prima, una niñera, la mejor amiga de su hermana mayor. Estos enamoramientos siempre eran el resultado de alguna pequeña atenciĂłn –un cumplido de poca monta, una risa genuina tras soltar alguna de sus bromas, que se acordaran de su nombre– y no albergaban ningĂșn tipo de agresiĂłn abierta ni sublimada. Todo lo contrario: al mirar atrĂĄs, eran sorprendentemente castos. En una ensoñaciĂłn recurrente que tenĂ­a con su prima, por ejemplo, se imaginaba siendo su marido y dando vueltas por la cocina preparando el desayuno. Ataviado con un delantal, tarareaba mientras exprimĂ­a zumo de naranja en una jarra, batĂ­a la masa de las tortitas, freĂ­a los huevos y colocaba una margarita en un pequeño jarrĂłn blanco. SubĂ­a las escaleras con la bandeja y se sentaba en el borde de la cama donde su prima dormĂ­a bajo una colcha cosida a mano. «¥Despierta y empieza el dĂ­a con energĂ­a!», le decĂ­a. Su prima abrĂ­a los ojos de golpe, le sonreĂ­a soñolienta y, a medida que se incorporaba, la colcha se deslizaba y dejaba al descubierto sus pechos desnudos.
ÂĄY ya estĂĄ! Esa era toda la fantasĂ­a. Pero, aun asĂ­, la cultivĂł durante tanto tiempo planificando hasta el Ășltimo detalle (ÂżTenĂ­an trocitos de chocolate las tortitas? ÂżDe quĂ© color deberĂ­a ser la colcha? ÂżDĂłnde debĂ­a colocar la bandeja para que no se resbalara de la cama?), que la casa de sus tĂ­os quedĂł imbuida de un aura sexual incluso ya de adulto, a pesar de que su prima se habĂ­a vuelto lesbiana hacĂ­a tiempo, habĂ­a emigrado a los PaĂ­ses Bajos y llevaba años sin verla.
El joven Ted jamĂĄs, ni siquiera en sus fantasĂ­as mĂĄs descabelladas, se habĂ­a permitido creer que sus enamoramientos pudieran ser correspondidos. No era estĂșpido. PodĂ­a ser muchas cosas, pero estĂșpido nunca habĂ­a sido. Lo Ășnico que siempre habĂ­a querido era que tolerasen su amor, tal vez incluso que lo apreciasen: querĂ­a que se le permitiera estar cerca de sus amores, poder reverenciarlos, encontrarse con ellas de vez en cuando como quien no quiere la cosa, de la misma manera que una abeja puede rozar una flor.
En vez de eso, lo que ocurrĂ­a era que en cuanto Ted se obsesionaba con un nuevo amor, empezaba a fantasear con ella y la miraba fijamente y le sonreĂ­a como un tonto e inventaba razones para tocarle el pelo, la mano. Y entonces, inevitablemente, la chica reculaba: porque por algĂșn motivo impenetrable, la afectuosidad de Ted provocaba en sus destinatarias una reacciĂłn de asco intenso y visceral.
No eran crueles con Ă©l estos amores. Ted se sentĂ­a atraĂ­do por el tipo de chicas soñadoras que aborrecĂ­an la crueldad en cualquiera de sus manifestaciones. En lugar de eso, tal vez comprendiendo que sus pequeñas atenciones previas habĂ­an sido la puerta de entrada por la que Ted habĂ­a accedido sin que nadie lo hubiera invitado, las chicas se apresuraban a echar el cerrojo. Instauraban algĂșn protocolo de emergencia femenino universalmente implĂ­cito y se negaban a establecer contacto visual con Ă©l, le hablaban solo cuando era necesario y se apartaban de Ă©l tanto como era posible, al otro lado de la habitaciĂłn. Se atrincheraban en fortalezas de frĂ­a amabilidad y se acomodaban allĂ­ dentro dispuestas a esperar todo el tiempo que fuese necesario hasta que Ă©l se marchara.
Dios, era espantoso. DĂ©cadas mĂĄs tarde, el recuerdo de todos esos enamoramientos hacĂ­a que Ted quisiera morirse de la vergĂŒenza. Porque la peor parte era que, incluso despuĂ©s de que fuera obvio que las chicas a las que adoraba no soportaban sus atenciones, aĂșn deseaba desesperadamente estar cerca de ellas y hacerlas felices. LuchĂł por encontrar una soluciĂłn a este dilema tratando de aplicar un autocontrol en forma de brutal castigo (frente a un espejo, de pie, desnudo, obligĂĄndose a contemplar las piernas delgadas, el pecho cĂłncavo, el pene pequeño: Te odia, Ted, acĂ©ptalo, todas las chicas te odian, eres feo, das asco, eres repugnante) y luego se le iba de las manos y se despertaba a las tres de la mañana llorando de f...

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