Decisiones difíciles
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Hillary Rodham Clinton

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Hillary Rodham Clinton

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La historia íntima de las crisis, decisiones y retos que enfrentó Hillary Rodham Clinton durante sus cuatro años como sexagésima séptima Secretaria de Estado de América, y de cómo esas experiencias motivan su visión del futuro. "Todos afrontamos decisiones difíciles en la vida, " escribe Hillary Rodham Clinton en las primeras páginas de esta crónica personal de sus años en el epicentro de los eventos mundiales. "La vida consiste en tomar ese tipo de decisiones. Nuestras decisiones y la forma en que las manejamos moldean la persona en la cual nos convertimos."En el período que siguió a su campaña electoral de 2008, ella esperaba volver a representar el estado de Nueva York en el Senado de los Estados Unidos. Para sorpresa suya, su antiguo rival por la nominación del Partido Demócrata, el recién elegido Presidente Barack Obama, le solicitó trabajar en su administración como Secretaria de Estado. Estas memorias constituyen el recuento de los cuatro extraordinarios e históricos años que siguieron y las decisiones difíciles a las que se enfrentaron ella y sus colegas.La Secretaria Clinton y el Presidente Obama tuvieron que decidir cómo restaurar alianzas resquebrajadas, reducir paulatinamente dos guerras y lidiar con una crisis financiera a nivel mundial. Hicieron frente al creciente competidor que es China, a las crecientes amenazas de Irán y Corea del Norte y también a revoluciones en el Medio Oriente. Por el camino, lidiaron con algunos de los más difíciles dilemas de la política exterior de los Estados Unidos, en particular con la decisión de enviar estadounidenses a situaciones de peligro, desde Afganistán hasta Libia y a la caza de Osama bin Laden.Al finalizar su ejercicio en el cargo, la Secretaria Clinton había visitado 112 países, viajado casi un millón de millas y obtenido una verdadera perspectiva global de muchas de las principales tendencias que estaban remodelando el panorama del siglo veintiuno, las cuales abarcaban desde la desigualdad económica hasta el cambio climático y a la revolución en energía, comunicaciones y salud. Valiéndose de sus conversaciones con numerosos líderes y expertos, la Secretaria Clinton ofrece sus puntos de vista sobre lo que los Estados Unidos necesitará para competir con éxito en un mundo interdependiente. Defensora acérrima de los derechos humanos y de la participación total de mujeres, niñas y jóvenes, así como de la comunidad LGBT en las sociedades, la Secretaria Clinton ha sido testigo presencial de décadas de cambio social, conoce la diferencia entre tendencias y titulares, y describe los avances que están teniendo lugar en todo el mundo, día tras día.Sus descripciones de conversaciones diplomáticas a los más altos niveles ofrecen al lector una clase magistral de relaciones internacionales, al igual que su análisis de un mejor uso del "poder inteligente" para generar seguridad y prosperidad en un mundo tan rápidamente cambiante—uno en el cual los Estados Unidos de América sigue siendo la nación indispensable.

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Information

Year
2014
ISBN
9781476759159


QUINTA PARTE



Levantamientos

14



Medio Oriente: El escabroso camino de la paz

La bandera palestina tiene tres franjas horizontales, negra, blanca y verde, con un triángulo rojo situado en el borde junto al asta. Desde los tiempos de la Guerra de los Seis Días en 1967 hasta los Acuerdos de Paz de Oslo en 1993, estuvo prohibida en los territorios palestinos, por el gobierno israelí. Por algunos era vista como un emblema de terrorismo, resistencia e Intifada, el violento levantamiento contra el régimen israelí que conmocionó los territorios palestinos a finales de los años ochenta. Aún diecisiete años después de Oslo, para algunos israelíes conservadores la bandera seguía siendo un controvertido símbolo incendiario. De modo que a mi llegada en septiembre de 2010 a la residencia oficial en Jerusalén del primer ministro Benjamin “Bibi” Netanyahu, líder del partido derechista Likud, me sorprendí al encontrar los colores negro, blanco, verde y rojo de los palestinos ondeando junto a los familiares azul y blanco de Israel.
La izada de la bandera palestina, que años antes Bibi había criticado cuando su antecesor Ehud Olmert hizo lo propio, era un gesto conciliador del primer ministro hacia su otro huésped de ese día, el presidente de la Autoridad Palestina, Mahmud Abbas. “Me alegra que haya venido a mi casa”, dijo Bibi, cuando recibió a Abbas. El presidente palestino se detuvo en la entrada para firmar el libro de huéspedes del primer ministro: “Después de una larga ausencia, hoy vuelvo a esta casa a continuar las conversaciones y negociaciones, con la esperanza de alcanzar una paz eterna en toda la región y especialmente paz entre los pueblos israelí y palestino”.
El intercambio de palabras amables no alcanzaba a velar la presión que todos experimentábamos ese día. Cuando tomamos asiento en el pequeño estudio privado de Netanyahu y empezamos a conversar, una inminente fecha límite se cernía sobre nuestras cabezas. En menos de dos semanas expiraría una moratoria de diez meses para la construcción de nuevos asentamientos israelíes en Cisjordania. Abbas había prometido retirarse de las negociaciones directas que apenas íbamos a empezar si no podíamos llegar a un acuerdo para extender el bloqueo, y Netanyahu se sostenía firme en su posición de que diez meses eran más que suficientes. Habían sido dos años de concienzuda labor diplomática para conseguir que estos dos líderes accedieran a negociar cara a cara la solución de un conflicto que había acosado al Medio Oriente durante décadas. Finalmente los dos lidiarían de frente con problemas fundamentales que habían eludido todos los esfuerzos anteriores por hacer la paz, incluidas las fronteras de un futuro estado palestino, los acuerdos de seguridad para Israel, los refugiados y el status de Jerusalén, una ciudad que ambas partes reclamaban como capital propia. Ahora parecía que ellos podían levantarse de la mesa en cualquier momento crucial, y yo estaba lejos de sentirme confiada en que hallaríamos una forma de salir del impasse.


Visité Israel por primera vez en diciembre de 1981, en un viaje de la iglesia a Tierra Santa, con Bill. Mientras mis padres cuidaban a Chelsea en Little Rock, pasamos más de diez días explorando Galilea, Masada, Tel Aviv, Haifa y las antiguas calles de la Ciudad Vieja de Jerusalén. Oramos en la Iglesia del Santo Sepulcro, en la cual los cristianos creen fue crucificado Jesús y donde se cree fue sepultado y resucitó. También presentamos nuestros respetos ante algunos de los lugares más sagrados de los cristianos, los judíos y los musulmanes, incluyendo el Muro de las Lamentaciones, la Mezquita Al Aqsa y la Cúpula de la Roca. Jerusalén me fascinó. Aun en medio de tanta historia y tradiciones, era una ciudad palpitante de vida y energía. Además, admiraba profundamente el talento y la tenacidad del pueblo israelí. Ellos habían hecho florecer el desierto y construido una democracia pujante en una región llena de adversarios y autócratas.
Cuando dejamos la ciudad y visitamos Jericó, en Cisjordania o la Ribera Occidental, vi por primera vez la vida bajo una ocupación para los palestinos, a quienes se negaba la dignidad y autodeterminación que a los americanos nos parecen normales. Después de ese viaje, Bill y yo volvimos a casa conscientes de haber adquirido un fuerte vínculo personal con la Tierra Santa y sus pueblos, y a lo largo del tiempo a menudo hemos guardado la esperanza de que un día israelíes y palestinos puedan resolver su conflicto y vivir en paz.
En los treinta años siguientes, yo volvería a Israel muchas veces y haría muchos amigos. Tuve el privilegio de conocer algunos de los más grandes líderes israelíes y de beneficiarme de sus sabios consejos. Siendo primera dama, entablé estrecha amistad con el primer ministro Yitzhak Rabin y su esposa Leah, y creo que Yitzhak jamás me perdonó que lo desterrara al aire frío del balcón de la Casa Blanca cada vez que quería fumar. (Después Rabin me acusó de poner en peligro el proceso de paz con esta política y finalmente yo cedí y dije, “Bueno, si eso va a contribuir al avance del esfuerzo por la paz, revocaré la norma, ¡pero solamente en el caso suyo!”). El día que vimos a Rabin y Arafat estrecharse las manos en el Jardín Sur de la Casa Blanca el 13 de septiembre de 1993, fue uno de los mejores días de la presidencia de Bill. El asesinato de Rabin el 4 de noviembre de 1995, fue uno de los peores. Nunca olvidaré cuando sentados con Leah escuchamos el conmovedor panegírico de Noa, su nieta, en su funeral.
Tampoco olvidaré a las víctimas israelíes del terrorismo que conocí a través de los años. He tomado sus manos en habitaciones de hospital y escuchado a médicos describir cuánta metralla había quedado en una pierna, un brazo o cabeza. En febrero de 2002, algunos de los días más oscuros de la Segunda Intifada, visité una pizzería bombardeada en Jerusalén en la cual unos cuantos miles de palestinos y aproximadamente mil israelíes fueron muertos entre 2000 y 2005. Y he caminado a lo largo de la cerca de seguridad cerca de Gilo y hablado con familias que sabían que un misil podía caer en su hogar en cualquier momento. Esas experiencias jamás me abandonarán.
Aquí está sólo una historia de un israelí que tocó mi vida. En 2002, conocí a Yochai Porat. Tenía sólo veintiséis años pero ya era médico jefe en el MDA, el servicio médico de emergencia de Israel, y supervisor de un programa que entrenaba voluntarios extranjeros para ser socorristas en Israel. Asistí a las ceremonias de graduación del programa y recuerdo el orgullo en su rostro cuando un grupo más de jóvenes se iba a salvar vidas. Yochai también era reservista de las Fuerzas de Defensa de Israel. Una semana después de habernos conocido, un francotirador lo mató cerca de una barricada, junto con otros soldados y civiles. En memoria de Yochai, el MDA cambió el nombre del programa de voluntarios extranjeros. Cuando volví de visita en 2005 me reuní con la familia de Yochai, cuyos miembros eran fervientes defensores de la importancia de continuar apoyando al MDA y su misión. De regreso a casa inicié una campaña para convencer a los directivos de la Cruz Roja Internacional para que después de medio siglo de exclusión, se admitiera al MDA como miembro con pleno derecho de voto. En 2006, ellos accedieron.
No soy la única en sentirse tan personalmente empeñada en la seguridad y el éxito de Israel. Muchos americanos admiran a Israel como la patria de un pueblo largamente oprimido y una democracia que ha tenido que defenderse a cada paso. En la historia de Israel, vemos nuestra propia historia y la historia de todos los pueblos que luchan por la libertad y el derecho a trazar su propio destino. Fue por eso que el presidente Truman se tomó sólo once minutos para reconocer la nueva nación de Israel en 1948. Israel es más que un país; es un sueño alimentado por generaciones y vuelto realidad por hombres y mujeres que rehusaron doblegarse ante la más dura de las situaciones. La pujante economía de Israel también es una muestra de cómo la innovación, el espíritu empresarial y la democracia pueden traer prosperidad aun en circunstancias implacables.
También fui una de las primeras voces en solicitar públicamente la categoría de estado para Palestina, durante los comentarios vía satélite de la Cumbre de Juventudes del Medio Oriente Semillas de Paz. En respuesta a la pregunta de un joven israelí, dije que los palestinos dicen que un estado palestino sería “de la mayor conveniencia para el Medio Oriente en el largo plazo”. Mis comentarios recibieron considerable atención en los medios de comunicación, dos años antes de que Bill, cerca del final de su período como presidente, propusiera la creación del estado palestino, un plan que el primer ministro israelí Ehud Barak aceptó y Arafat no, y tres años antes de que la administración Bush hiciera de esa opinión una política oficial de Estados Unidos.
La administración Obama accedió al poder durante una época peligrosa en el Medio Oriente. A lo largo de diciembre de 2008, militantes del grupo extremista Hamas dispararon misiles hacia Israel desde la Franja de Gaza, lo cual habían controlado desde la expulsión de su facción rival palestina, Fatah, en 2007. A principios de enero de 2009, el ejército israelí invadió Gaza para detener los ataques con misiles. En las últimas semanas de la administración Bush, tropas israelíes lucharon contra pistoleros de Hamas en las calles de ciudades densamente pobladas. La “Operación Plomo Fundido” fue considerada una victoria de Israel —Hamas sufrió muchas bajas y perdió gran parte de su arsenal de misiles y otras armas— pero también todo esto fue un desastre de relaciones públicas. Más de mil palestinos murieron e Israel enfrentó una generalizada condena internacional. El 17 de enero, pocos días antes de la posesión del presidente Obama, el entonces primer ministro Ehud Olmert anunció un alto el fuego a partir de la medianoche, si Hamas y un grupo más pequeño, y más radical aún, llamado la Jihad Islámica Palestina dejaban de disparar misiles. Al día siguiente, los militantes palestinos accedieron. La lucha se detuvo, pero en la práctica Israel mantuvo un estado de sitio alrededor de Gaza, con las fronteras cerradas a la mayor parte del tráfico y comercio. Hamas, valiéndose de túneles secretos de contrabando bajo las fronteras egipcias, de inmediato comenzó a reconstruir su arsenal. Dos días más tarde, el presidente Obama tomaba posesión en Washington.
Con la crisis de Gaza acaparando la atención del mundo, mi primera visita como secretaria de Estado fue a Olmert. Las preocupaciones inmediatas eran preservar el frágil cese al fuego y proteger a Israel de más fuego de misiles, tratar las graves necesidades humanitarias al interior de Gaza y reiniciar un proceso de negociaciones que pudiera poner fin al más amplio conflicto con los palestinos y llevar una paz integral a Israel y la región. Le dije al primer ministro que más tarde ese día, el presidente Obama y yo anunciaríamos al antiguo senador George Mitchell como nuevo enviado especial para la Paz en el Medio Oriente. Olmert llamó a Mitchell “un buen hombre” y expresó su esperanza de que pudiéramos trabajar juntos en las áreas que ya habíamos discutido.
A principios de marzo, en una conferencia efectuada en Egipto, me reuní con representantes de otros países donantes internacionales para conseguir nueva ayuda humanitaria a las necesitadas familias palestinas de Gaza, como un paso para contribuir a que los traumatizados palestinos e israelíes dejaran atrás la más reciente violencia. Se piense lo que se piense de la enredada política del Medio Oriente, es imposible ignorar el sufrimiento humano, especialmente el de los niños. Los niños palestinos e israelíes tienen el mismo derecho que los niños de cualquier parte del mundo a una buena educación, asistencia médica y un mejor futuro. Y los padres de Gaza y Cisjordania comparten las mismas aspiraciones que los padres de Tel Aviv y Haifa de tener un buen trabajo, un hogar seguro y mejores oportunidades para sus hijos. Entenderlo así constituye un punto de arranque vital para salvar las brechas que dividen la región y proveer los cimientos de una paz duradera. Cuando expresé todo eso en la conferencia en Egipto, varios miembros de los usualmente hostiles medios de comunicación árabes prorrumpieron en aplausos.
En Jerusalén tuve el placer de ver a mi viejo amigo, el presidente Shimon Peres, un león de la izquierda israelí que había ayudado a construir la defensa del nuevo estado, a negociar Oslo y a mover hacia adelante la causa de la paz después del asesinato de Rabin. Como presidente, Peres tenía un papel ampliamente ceremonial, pero hacía las veces de la consciencia moral del pueblo israelí. Todavía albergaba una creencia apasionada en la necesidad de una solución de dos estados, pero reconocía lo difícil que sería lograrlo. “No tomamos a la ligera el peso que llevas a tus espaldas”, me dijo. “Pero pienso que son fuertes y en nosotros encontrarás un socio sincero en el doble propósito de prevenir y detener el terror, y lograr la paz para toda la gente del Medio Oriente”.
También consulté con Olmert y su inteligente y enérgica ministra de Relaciones Exteriores, Tzipi Livni, sobre calmar las tensiones en Gaza y fortalecer el alto el fuego. Los esporádicos ataques de misiles y morteros continuaban, y parecía que el conflicto podía estallar de nuevo en cualquier momento. Yo también deseaba tranquilizar a Israel en el sentido de que la administración Obama estaba plenamente comprometida con la seguridad de Israel y con su futuro como estado judío. “De ninguna nación debe esperarse que permanezca cruzada de brazos y permita que los misiles ataquen a su pueblo y sus territorios”, dije. Durante años, bajo administraciones demócratas y republicanas, Estados Unidos se ha comprometido a ayudar a Israel a mantener una “ventaja militar cualitativa” sobre cada competidor de la región. El presidente Obama y yo queríamos incrementarla. De inmediato nos pusimos a ampliar la cooperación de seguridad e invertimos en proyectos de defensa conjuntos, incluyendo el de la Cúpula de Hierro, un sistema de defensa de misiles de corto alcance para ayudar a proteger las ciudades y los hogares israelíes de los cohetes.
Olmert y Livni estaban decididos a avanzar hacia una paz más amplia en la región y una solución de dos-estados al conflicto con los palestinos, a pesar de las muchas decepciones experimentadas a lo largo de décadas de vacilantes negociaciones. Pero ya iban de salida. Olmert había anunciado su renuncia bajo una nube de cargos de corrupción, en su mayor parte provenientes de sus tiempos como alcalde de Jerusalén. Livni asumió la dirección del Partido Kadima y se candidateó para las nuevas elecciones contra Netanyahu y el Likud. De hecho Kadima ganó un escaño más en el parlamento israelí, el Knesset, que el Likud (28 escaños para Kadima contra 27 para Likud), pero Livni no pudo configurar una coalición mayoritaria viable entre los revoltosos partidos más pequeños que mantenían el equilibrio del poder. Así que Netanyahu tuvo oportunidad de conformar un gobierno.
Hablé con Livni sobre un gobierno de unidad entre Kadima y Likud que pudiera estar más abierto a lograr la paz con los palestinos. Pero se mostró completamente opuesta a ello. “No, no voy a entrar en su gobierno” me dijo ella. Pero Netanyahu conformó una coalición mayoritaria de partidos más pequeños y para finales de marzo de 2009, regresó a la oficina de primer ministro que ya anteriormente había ocupado de 1996 a 1999.
Conocía bien a Netanyahu desde años atrás. Personaje complejo, pasó sus años de formación en Estados Unidos, estudió en Harvard y en MIT, e incluso trabajó brevemente en el Boston Consulting Group con Mitt Romney en 1976. Netanyahu era profundamente escéptico del esquema de Oslo de cambiar tierras por paz y de una solución a dos-estados que daría a los palestinos un país propio en territorio ocupado por Israel desde 1967. También está comprensiblemente obsesionado con la amenaza de Irán, en particular por la posibilidad de que Teherán adquiriera armas nucleares que podían ser utilizadas contra Israel. Las opiniones militaristas de Netanyahu habían sido moldeadas por su propia experiencia en las Fuerzas de Defensa Israelíes, especialmente durante la guerra del Yom Kippur de 1973; por el recuerdo de su hermano Yonatan, un comando muy respetado que fue muerto liderando el ataque de Entebbe en 1976; y por la influencia de su padre Benzion, historiador ultranacionalista quien era partidario de un estado judío que abarcara toda Cisjordania y Gaza, desde antes del nacimiento del Estado de Israel en 1948. Netanyahu padre se sostuvo en esa posición hasta su muerte en 2012, a la edad de 102 años.
En agosto de 2008, finalizada mi campaña presidencial, Netanyahu me visitó en mi oficina del Senado, en la Tercera Avenida de Nueva York. Luego de una década marginado de la política desde que fue derrotado en las elecciones de 1999, Bibi se había abierto camino de nuevo hasta la cima del Likud y ahora estaba listo para retomar el despacho de primer ministro. Sentado en mi sala de conferencias con vista al centro de Manhattan, estuvo filosofando sobre las vueltas que da la vida. Me dijo que después de no ser reelegido, Margaret Thatcher, la propia Dama de Hierro, le había dado un consejo: “Siempre espere lo inesperado”. Ahora él me estaba dando el mismo consejo. Eso fue meses antes de que el presidente electo Obama me dijera por primera vez las palabras “secretaria de Estado”, y cuando lo hizo, pensé en lo que Bibi había predicho.
Más tarde, ambos recordaríamos esa conversación como un nuevo principio en nuestra relación. A pesar de nuestras diferencias políticas, Netanyahu y yo aprendimos a trabajar juntos como socios y amigos. Discutíamos con frecuencia, a menudo en llamadas telefónicas que podían durar una hora, a veces dos. Pero aun cuando discrepábamos, nuestro compromiso con la alianza entre nuestros países siempre fue inconmovible. Aprendí que si él sentía que estaba siendo acorralado, Bibi pelearía. Pero si se le echaba el brazo como a un amigo, había oportunidad de conseguir juntos que algo se hiciera.
Con la región aún estremecida por el reciente conflicto de Gaza, y un escéptico de vuelta al mando en Israel, las perspectivas de llegar a un acuerdo de paz integral parecían desalentadoras, por decir lo menos.
A partir de la Segunda Intifada, que empezó en septiembre de 2000, había habido casi una década de terror. Desde septiembre de 2000 hasta febrero de 2005, casi mil israelíes fueron muertos y ocho mil heridos en ataques terroristas. Tres veces más palestinos fueron muertos y miles resultaron heridos en el mismo período. El gobierno empezó a construir un largo muro de seguridad para separar físicamente a Israel de Cisjordania. Como resultado de sus medidas de protección, el gobierno israelí reportó un brusco descenso de los ataques suicidas que pasaron de más de cincuenta en 2002 a cero en 2009. Esto fue, por supuesto, una fuente de gran alivio para los israelíes, pero también redujo la presión de buscar una mayor seguridad a través de un acuerdo de paz integral.
Encima de eso, en Cisjordania siguió creciendo el número de colonos israelíes, en su mayoría categóricamente opuestos a devolver tierras o cerrar asentamientos en lo que ellos llamaban “Judea y Samaria”, el nombre bíblico de la ribera occidental del Río Jordán. Algunos colonos que se mudaron a esos puestos de avanzada al otro lado de la “Línea Verde” de 1967, simplemente estaban tratando de sacarle el cuerpo a una crisis de vivienda en las costosas ciudades israelíes, pero otros iban motivados por un excesivo fervor religioso y la creencia de que la Ribera Occidental había sido prometida a Israel por Dios. Los colonos eran la base política del principal socio de coalición de Netanyahu, el Partido Yisrael Beiteinu, liderado por Avigdor Lieberman, un emigrante ruso que se convirtió en ministro de Relaciones Exteriores del nuevo gobierno. Lieberman veía la negociación de concesiones como una muestra de debilidad y tenía un largo historial de oposición al proceso de paz de Oslo. Bibi y Lieberman también creían que en el largo plazo, el programa nuclear de Irán era una amenaza mayor y más urgente para la seguridad de Israel que el conflicto palestino. Todo lo anterior contribuyó a que entre los líderes de Israel no hubiera urgencia de tomar las difíciles decisiones necesarias para conseguir una paz duradera.


Después de visitar en Jerusalén a los líderes israelíes salientes y entrantes, a principios de marzo de 2009, crucé a Cisjordania y me dirigí a Ramallah, sede de la Autoridad Palestina (AP). Bajo los acuerdos anteriores, la AP administraba parte de los territorios palestinos y mantenía sus propias fuerzas de seguridad. Visité un aula de clase en la que estudiantes palestinos estaban aprendiendo inglés a través de un program...

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