Escritores que cuentan
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35 años del TEUC (1981-2016) - Tomo 1

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35 años del TEUC (1981-2016) - Tomo 1

About this book

Con motivo de los 35 años de vida del TEUC, se hace la publicación de una antología con un cuento por cada autor, entre los 360 o más premiados durante dicho lapso. Para ello, se buscaron, con el apoyo de los autores, los mejores premiados. Así, se saldan seis lustros de trabajos intensos en la programación de un invento único por su naturaleza en el ámbito colombiano y latinoamericano. El primer tomo cubre las décacadas 1980, 1990 y 2000.

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Information

Década 2000
Cuestión de registro
Finalista en el Concurso Nacional de Cuento de Egresados del Taller de Escritores de la Universidad Central (2008).
Aída Sotelo Céspedes
En el mismo momento en que la mujer ascendía por la escalera de entrada hacia la clínica, tres figuras embozadas en blanco parecían venir hacia ella con premura; la primera abrió la puerta de cristal, mientras otra silueta con traje de astronauta escoltaba, apaciguaba o contenía a una paciente que, agitada, desencajada y con ojos desorbitados, iba sobre la camilla empujada por el último enfermero, repartiendo generosa un grito reiterado:
—¡No era eso! ¡No! ¡No era eso! ¡No! ¡No era eso!
—Tranquila, Giovanna, tranquila —dijo el enfermero-escolta que intentaba confortarla, mientras la aseguraba con una mano puesta encima de la frente y con la otra la sostenía firme de un brazo.
La recién llegada se hizo a un lado para dejar el paso libre y luego entró en la recepción. Durante el lapso de los seis últimos meses, se registraba por tercera vez en el mismo escritorio y, como en las ocasiones anteriores, vaciló en el momento de escribir su nombre en los papeles del ingreso porque le molestaba mucho que fuera incorrectamente pronunciado.
“Lady Jojana”, había escrito la primera vez, confiando en que el muy anglosajón “Lady” indujera en el segundo nombre la fonética suave para la primera jota: “Yo”, pero retomara en “jana” la sonoridad de la jota española. Sin embargo, mientras se ponía la bata quirúrgica en el vestidor aquel día, oyó que afuera una enfermera le decía a otra, con voz burlona y dos jotas fuertes:
—Esta Jojana… ¡hasta debe ser pariente del Mono Jojoy! —Y las dos soltaron una estruendosa carcajada.
Apurada había salido a corregir ese registro, pero afuera ya todo el mundo estaba muy atareado en los procedimientos y no había tenido más remedio que dejarse conducir a la sala quirúrgica y subir a la mesa del quirófano, sin embargo, cuando estaba en posición decúbito dorsal había insistido:
—Perdón, mi nombre es…, eeste… señorit… ¿podría hacer una corrección en mi registro?
—¿Tiene dientes postizos, señora? —le había dicho una auxiliar sin compadecerse de sus demandas, cuando le extendió un apósito—. Póngalos aquí o quítese cualquier cosa falsa o sobrepuesta, joyas… anillos… prótesis…
—No, no tengo nada de eso…, pero…
La embozada se había dado ya media vuelta y la había dejado con la palabra atorada.
—Debe retirarse el esmalte de las uñas; tenga este algodón con acetona —había dicho otra auxiliar que, con un gesto imperativo, le había metido una mota húmeda entre los dedos.
—Pero…
¡Grrrbrrrhhiiiiii! La había interrumpido el chirrido del banquito en que se acababa de sentar el anestesiólogo tras la fría plancha de metal. Acto seguido había visto frente a sus ojos unas estupendas fosas nasales invertidas, oscuras y llenas de vellos retorcidos que temblaban un poco con cada expiración. Pero, un instante después, también ellas habían desaparecido bajo un tapabocas como los demás rostros. Solo dos ojos se habían asomado sobre su cabecera; al tiempo había sentido cómo una mano grande le contenía la frente.
—Ahora, cuente regresivamente partiendo desde diez, despacio… —Le habían dicho inclinándole con firmeza la cabeza hacia atrás—: ¡Vamos! diez, nueve…
—Diez…, nueve…, och…o…, siet…e…
Tiempo después, apenas había comenzado a emerger de la penumbra, cuando la sorprendió un dolor terebrante de la cintura hacia abajo, en el sitio donde apoyaba el coxis, en las nalgas…, y en la cadera…, como si la camilla estuviese quebrada… incluso ella también parecía partida en dos y a punto de caerse… Luego, alguien había empezado a impulsarla hacia delante y, unos segundos más tarde, en tono suave le había informado:
—No se esfuerce, descanse. Ahora vamos a Recuperación. Duele, ¿no? ¡Pero, no debe importarle, quedó usted estupenda! Cuando pueda verlo olvidará el dolor.
Comprendía ahora que sin el estímulo de ese buen augurio, en aquel trance habría sido difícil admitir las órdenes de la enfermera a cargo del servicio de recuperación, puesto que allí se sentía descuartizada, pero sin saber cuándo ni cómo entraba, de pronto, en un calorcito negro y silencioso en el que iba olvidando el martirio poco a poco, hasta cuando el grito destemplado: ¡RESPIRE, SEÑORA, RESPIRE!, la obligaba a “pensar” en eso que había hecho toda una vida, en todos los momentos, sin razonar e incluso durmiendo…
—¡RESPIRE, RESPIRE! —le gritaban.
—¿Qué? ¿Respire… sí y… cómo era eso? Ah, sí, sí… ¡Ahjummnn!, como quien come aire…
Dos o tres esfuerzos de ese mismo tipo y entonces volvía, estaba otra vez ahí, sintiendo el dolor, el frío, el mucho cansancio, pero sobre todo oía, escuchaba los ruidos desapacibles del trajín hospitalario, el instrumental golpeando a la puerta de su sueño, del descanso… que entonces podría haber sido el eterno.
—¡RESPIRE, SEÑORA, REVIVA, UNO, DOS, RESPIRE! —La oía, pero se decía interiormente esa frase de modo más gentil, algo en términos publicitarios, como: “¡Bienvenida, quédese con nosotros, aquí, venga al país del malestar!”.
Luego de batallar así más de hora y media, había abierto bien los ojos y la llevaron a la habitación más tarde. Estaba exhausta, sin embargo, esa noche apenas si había podido dormir esperando el momento de calarse el diminuto body talla 32 comprado especialmente para lucir una nueva figura. Al día siguiente de esa primera cirugía había madrugado para probárselo, una vez lo tuvo puesto, se miró al espejo y la premonición del auxiliar sobre el alivio se cumplió.
La segunda intervención, tres meses atrás, había logrado mejorarle la esfericidad del busto y respingarle los pezones. También entonces, subía la escalinata de mármol, más parecida a la del palacio de gobierno que a la de un hospital, cuando debió dar paso a una paciente salida de casillas, a la que un palafrenero vestido de enfermero inyectaba un sedante en venoclisis. Intentando ver lo que sucedía había esperado un momento frente a la edificación.
Recordaba haberse impactado con la larga serie de vehículos de servicio público; aparcados junto a esa clínica plástica figuraban una boa constrictor amarilla y mecánica devorando las parroquianas a la salida con eficiencia industrial. Cada taxista abría la puerta trasera de su auto y los enfermeros acomodaban una a una, mujeres desmadejadas en la silla posterior; luego, cada taxi se alejaba. Restando importancia a tales incidentes, ella había subido la escalinata para ingresar a la sala de espera de la clínica decidida a levantarse no solo el ánimo, sino todo aquello que se le hubiese caído o desvirtuado, incluida la fonética de sus dos bellos nombres: Lady, proveniente de Diana Spencer, la princesa de Gales y Johana, con sonido anglosajón, en honor de una célebre reina de la belleza colombiana. Segura de ese simbólico abolengo, había firmado orgullosa el segundo registro, la hoja de autorización de intervención y después, olvidándolo todo, se había entregado gozosa a los milagros de la silicona.
Creía que esta tercera operación le aseguraría, ahora sí, una impecable estrategia de seducción frontal, ya que esa refacción mamaria no lo había logrado. Si bien podía jactarse de las voluptuosas miradas masculinas sobre su escote o su dérrière, la magia de sus encuentros se desvanecía tan pronto un interlocutor la abordaba de frente y a corta distancia. Estaba segura de sus ojos añil y de la delineación neta de sus labios, pero no soportaba una mirada directa en pleno rostro. Un estruendo de cristales rotos la espantaba cuando la mirada, recién capturada en el circuito que va de una pupila a otra o de la sonrisa al marco de los ojos, brincaba justo en medio de su recorrido sobre el montículo de su nariz.
No tenía una nariz voluminosa, ni la punta se le había caído, no objetaba nada al tamaño de sus fosas nasales, no. Pero, sobre el puente podía palparse una protuberancia dura, ósea, erguida de un modo que a ella se le antojaba obsceno; la consideraba como un punto de fijación inmundo, una nota disonante atravesada justo en el centro de la armónica sinfonía de su rostro.
Una última vez, la tercera, y todo…, todo sería perfecto. En dos horas se liberaría de ese sobrante, de ese paso en falso en su camino hacia un ¡registro fotográfico perfecto!
—La señora Ladi Joana, ¿o Juana?, Sánchez —llamó una auxiliar con una castellanización que estuvo a punto de enfermarla y que en el primer instante le hizo desconocer su nombre.
—No es la pronunciación correcta, señorita —dijo con ira contenida.
—Disculpe, señora, pero yo solo hablo en español. Venga, formalice la autorización quirúrgica, por favor.
Tomó la hoja y el bolígrafo y escribió en letras de molde grandes: LEIDI YOJANA SÁNCHEZ.
—Ahora que lo he castellanizado, ya podrá usted leerlo correctamente —y presentó el papel a la enfermera, sin lograr que ella prestara alguna atención a su requerimiento, antes de ordenarle:
—Pase pronto a la sala.
Luego de una anestesia prolongada, despertó lentamente en Recuperación. Adormilada todavía, sintió que su cráneo se hinchaba como un globo, se elevaba, se desprendía del cuerpo desde el borde alto del maxilar superior, mientras un clavo, o… tal vez una daga, separaba su frente del resto de la cara y una ceja de su compañera; por lo demás, intentó abrir los párpados, pero no pudo. Los ojos parecían como ensartados en una cuerda tensa que, de no sacarlos, los hundiría en sus cuencas, a lado y lado de los dos pómulos como en los párpados inferiores. Un ardor insoportable le obstruía algo la respiración y sin haber recuperado del todo la conciencia quiso arrancarse un bulto que le estorbaba el acceso al aire y que intuía en medio de los ojos; lo tocó con la mano, pero el dolor la obligó a retirarla del vendaje de inmediato.
Ya en la habitación y una vez despertó por completo, no sin dificultad, se volcó sobre la gaveta de la mesita auxiliar, que sabía provista de un pequeño espejo. Dos gruesas berenjenas a lado y lado de las gasas y la tachadura que dibujaban las tiras de esparadrapo en el...

Table of contents

  1. Contenido
  2. Prólogo
  3. Década 1980
  4. Década 1990
  5. Década 2000