Crear en peligro
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Crear en peligro

El trabajo del artista migrante

Edwidge Danticat

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Crear en peligro

El trabajo del artista migrante

Edwidge Danticat

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A mediados de los años sesenta, dos jóvenes haitianos fueron fusilados a las afueras del cementerio nacional de Puerto Príncipe frente a una multitud convocada por la dictadura de François "Papa Doc" Duvalier. La escritora haitiano-estadounidense Edwidge Danticat no recuerda cuándo escuchó por primera vez sobre esta ejecución convertida en espectáculo, pero sí que siempre la ha perseguido y obsesionado. Crear en peligro enlaza esta y otras historias que transcurren entre su país natal y Estados Unidos, su país adoptivo. Es un conjunto de ensayos literarios que exploran las vidas de artistas migrantes en momentos de crisis y diáspora, artistas que crean en peligro para gente que lee en peligro. Edwidge Danticat ha desarrollado una prosa nutrida de voces orales y cosmopolitas, de tradiciones narradas en inglés, creol y francés. Su originalidad la ha consolidado como una de las escritoras internacionales más celebradas y premiadas de su generación.

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Information

Publisher
Banda Propia
Year
2020
ISBN
9789560936288

Nuestra Guernica

Mi primo Maxo ha muerto. La casa que consideraba mi hogar cuando visitaba Haití se ha derrumbado encima de él.
Maxo nació el 4 de noviembre de 1948, luego de tres días de extenuante trabajo de parto de mi tía Denise. «Sentí», decía ella, «como si hubiese pasado tres días empujándolo desde mis ojos».
Tenía una gran cicatriz arriba de la ceja derecha donde había enterrado sus uñas durante los momentos más dolorosos. Nunca más tuvo hijos.
Muchas veces Maxo se quejaba de que sus padres no celebraran su cumpleaños.
«¿Estás loco?», le decía yo, tomando partido por su madre. «¿Quién en su sano juicio querría recordar tanto sufrimiento?».
Fuera de bromas, le dio más pena de lo esperado si consideramos que pocos niños en Bel Air, el empobrecido y ahora devastado barrio donde crecimos, tenían fiestas de cumpleaños con globos y torta.
Una vez Maxo me contó que cuando era adolescente su autor favorito era Jean Genet. Leyó y releyó Los negros. Le gustaba el lenguaje feroz de la obra, la manera en que uno podía perder fácilmente el hilo de los sucesos, no entender mucho lo que las personas hacían o decían, y luego de repente sentir que cada uno de los personajes se dirigía a uno como lector personalmente. Sentía que era una obra de teatro perfecta para Haití, una que fácilmente podría haber sido escrita por un haitiano.
A la luz de la muerte de Maxo, ahora me atormentan estas líneas: «Su canto era muy hermoso y su tristeza me honra. Voy a dar mis primeros pasos en un mundo nuevo. Si vuelvo algún día, les contaré cómo es allá. Gran país negro: te digo adiós».
Dos días después de que un terremoto grado siete remeciera a Haití, el 12 de enero de 2010, todavía les decía a mis hermanos, mientras veíamos las noticias, que en cualquier momento Maxo iba a aparecer detrás de uno de los reporteros y asumir su tarea de entregar la información.
Maxo era muy pillo. Podía conseguir lo que quisiera —ya sea dinero o palabras amables— simplemente diciendo: «Sabes que te quiero. Te quiero. Te quiero». Esto funcionaba con muchos de nuestros familiares en Nueva York cuando los visitaba sin previo aviso o los llamaba desde Haití para pedir que financiaran sus diversos proyectos. Con una voz que mezclaba gritos y risas, cada una de sus solicitudes de dinero parecía una inversión que el o la donante hacía para sí mismo.
La última vez que supe de Maxo fue tres días antes del terremoto. Me dejó un mensaje de voz en el teléfono. Estaba intentando juntar recursos para reconstruir la pequeña escuela que había visitado con su hijo Nick y mi tío Joseph en las montañas de Léogâne durante el verano de 1999. La escuela había sido destruida por un aluvión un par de semanas antes. Afortunadamente, ninguno de los niños resultó herido. (Es interesante que tanto Maxo como su padre pensaran en la escuela como una de las últimas cosas que cada uno quería hacer antes de morir).
Cuando Joseph —el padre de Maxo y mi tío de ochenta y un años— se fue de Haití en 2004 después de recibir una amenaza de muerte por parte de una pandilla, Maxo lo acompañó. Juntos viajaron a Miami con la esperanza de conseguir asilo político. En vez de eso, fueron detenidos por el Departamento de Seguridad Nacional de los Estados Unidos y separados mientras esperaban una resolución. Cuando por fin Maxo pudo ver a su padre, fue en calidad de intérprete para el equipo médico del centro de detención, que acusaba a mi tío de pretender que estaba enfermo, mientras vomitaba al mismo tiempo por la boca y por el hoyo de una traqueotomía que tenía en el cuello. Al día siguiente mi tío murió y Maxo fue liberado del centro de detención. Ese día Maxo cumplió cincuenta y seis años. Después, cuando se mitigó el dolor por la pérdida, decía en broma: «Mis padres nunca quisieron que tuviera un cumpleaños feliz».
Después del rechazo de su petición de asilo, Maxo volvió a Haití. Echaba de menos a sus cinco hijos menores que llamaban constantemente para preguntar cuándo iba a volver a casa. También debía continuar el trabajo de su padre: las pequeñas iglesias y escuelas que había que supervisar a lo largo del país. El regreso, sin embargo, fue brutal. Durante nuestras conversaciones telefónicas, me hablaba de lo cara que era la comida en Puerto Príncipe. «Si es difícil para mí, imagina cómo es para los demás», me decía.
El tiempo que pasó detenido en Estados Unidos lo había sensibilizado frente a las condiciones de las cárceles y la falta de derechos de los reos en Haití. Llamaba con frecuencia para pedir dinero, con el que compraba comida que luego llevaba a la penitenciaría nacional. (La penitenciaría fue uno de los pocos edificios estatales que quedó en pie después del terremoto de 2010, aunque todos los reos lograron escapar).
La generosidad de Maxo, junto con el sentido haitiano de gentileza y comunidad, son quizás las razones por las que, inmediatamente después de que cuatro pisos se le vinieran encima el 12 de enero, su familia, amigos y desconocidos empezaron a excavar para encontrarlo a él, su esposa y sus hijos. Dos días después la salvaron a ella de los escombros y a todos sus hijos menos uno, Nozial, que tenía diez años. Incluso cuando quedaba poca esperanza siguieron excavando para encontrar a Maxo y los que habían muerto a su lado: algunos niños que recibían ayuda con sus tareas, los tutores, algunos padres que habían pasado para discutir los estudios de sus hijos. Nunca sabremos con certeza cuántos eran.
El día en que encontraron los restos de Maxo, la llamada desde Bel Air llegó con algún grado de emoción. Por lo menos no descansará para siempre bajo los escombros. Por lo menos no lo tirarán a una fosa común. Sin embargo, de alguna manera, tengo la sensación de que no le hubiese importado mucho ese destino. Todos están siendo privados del ritual, quizás habría dicho, ¿por qué yo no?
Cuando encontraron el cuerpo de Maxo, los celulares habían vuelto a funcionar, trayendo consigo un frenesí de voces desesperadas. Una prima tenía un tajo abierto en la cabeza que todavía sangraba. Otra tenía una fractura en la espalda y había sido llevada a tres hospitales de campaña para conseguir que le tomaran radiografías. Otra dormía fuera de su casa y tenía mucha sed. Un familiar de mi esposo no tenía sus remedios para la presión arterial. La mayoría no había comido durante días. Había amigos y familiares cuyos pueblos enteros quedaron destruidos y decenas de los que no se sabía nada todavía.
En el teléfono todos tenían una voz de calma inquietante. Nadie gritaba. Nadie lloraba. Nadie decía cosas como «¿por qué yo?» o «tenemos una maldición». Incluso mientras continuaban las réplicas, decían: «Está temblando de nuevo», como si fuera algo normal a esas alturas. Preguntaban por los familiares que vivían fuera de Haití: los ancianos, los bebés, mi hija que ya tenía un año.
Yo lloraba y pedía perdón. «Siento mucho no poder estar allá con ustedes», les decía.
Mi prima de veintitrés años y un metro ochenta de estatura —toda una reina de belleza a la que apodamos «NC», por Naomi Campbell—, que tiene hambre y que ha estado durmiendo en el follaje cerca de cadáveres, me interrumpe.
«No llores», me dice. «Así es la vida».
«No, la vida no es así», le digo. «O no debería ser así».
«Es así», insiste. «Es lo que es. Y la vida, como la muerte, solo dura yon ti moman». Un breve momento.
Estaba pensando en Maxo, Nozial, NC, Tante Zi y muchos otros cuando me llamaron los medios para preguntar qué opinaba del terremoto y sus secuelas. Estaba entumecida, como todos, quise decir; calculaba lo que había perdido, recordaba a cada momento, todos los días, a alguien de quien no había sabido nada, a alguien que no había podido contactar. Pero una vez que superé la dimensión personal y la reticencia de hablar por el colectivo, esto es lo que sentí que tenía que decir. Dije que a los haitianos nos gusta decir que Haití es tè glise, tierra resbaladiza. Incluso en las mejores circunstancias, el país puede tener estabilidad en un momento y derrumbarse en otro. Haití nunca ha sido tierra tan resbaladiza como después del terremoto, con cadáveres tirados por las calles, comunidades enteras cubiertas de escombros, casas convertidas en polvo. Ahora también los corazones haitianos son tierra resbaladiza, esperanzados en un momento y llenos de desesperación en otro. ¿Los doscientos seis años de existencia han llegado por fin al abismo?, nos preguntamos. Pero ahora, hasta la tierra ha dejado de existir.
Dije que nuestro amor por Haití no había cambiado, que de hecho se había profundizado. Pero Haití, o lo que queda del país, había cambiado. Había cambiado físicamente, pues las fallas tectónicas habían reordenado el paisaje de forma catastrófica. Las montañas despojadas de sus árboles, deforestadas para obtener carbón y materiales de construcción y luego coronadas con casas inestables, se habían desmoronado, dejando a pobres y ricos sin casa.
Este es un desastre natural, expliqué, pero se veía venir hace mucho tiempo, en parte debido a la completa centralización de bienes y servicios y a las políticas agrícolas favorables a la importación que han obligado a muchos haitianos a abandonar sus tierras ancestrales y a migrar a una ciudad capital construida para doscientos mil y que hoy alberga a casi tres millones de personas. Si una tormenta tropical podía sumergir una ciudad entera, como pasó en Gonaïves el 2004 tras el paso de Jeanne; si los aluviones podían llevarse barrios enteros con sus casas, escuelas y personas adentro, entonces, ¿qué posibilidades tenían Puerto Príncipe y sus alrededores frente a un terremoto de magnitud siete? Con miles de personas enterradas rápida y superficialmente o alojadas entre kilómetros y kilómetros de escombros, les dije, Haití ya no es solo tierra resbaladiza, sino también tierra santa.
Intentaba decir algo de esto cada vez que me invitaban a la radio o a la televisión, cada vez que escribía artículos de mil quinientas palabras o menos. Estas apariciones en los medios fueron terapéuticas para mí, y también esperaba que fueran útiles al sumar una voz más al coro de dolor y al ayudar a explicar lo que tantos sentíamos, que era un profundo y paralizante sentido de pérdida.
Quizás esa era mi misión, entonces, como inmigrante y escritora: ser una caja de resonancia, que juntaba y luego reproducía las voces de la devastación cercana y lejana. Aun así, las palabras a menudo me fallaron.
«no hay poesía en las cenizas al sur de canal street», había escrito la poeta Suheir Hammad.
¿Habría un rastro de poesía entre las ruinas haitianas?
Es demasiado temprano incluso para tratar de escribir, me decía. No estuviste allá. No lo viviste. No tienes ni siquiera derecho a hablar: por ti, por ellos, por cualquiera. De manera que hice lo que siempre hago cuando mis propias palabras me fallan. Leí.
Leí cientos de narrativas en primera persona, testimonios, blogs. Uno de los más desgarradores fue escrito por Dolores Dominique Neptune, una de las hijas de Jean Dominique, la hermana menor de Jan J. Dominique.
«Esta es la historia de la muerte de Jean Olivier Neptune escrita por su madre Dolores Dominique Neptune», me dijo la persona que me la reenvió.
«¿Dónde está mi hijo? La casa se derrumbó. Está en su habitación. Sobre su cama», escribió. «Lo llamo por su nombre. Llamo a Dios para negociar con Él. Llamo a los vecinos. ¿Cuáles vecinos? Todas sus casas se han derrumbado y nadie vendrá».
Más tarde, después de un esfuerzo masivo de los muchos vecinos y amigos que literalmente emergieron desde los escombros para ayudar, encontró a su hijo.
«¡Qué ángel!», escribió. «Yace en su cama con la mano derecha posada sobre el estómago. ¡Mi hijo está muerto!».
Unos días después, leí a mi amiga, la novelista Évelyne Trouillot, quien desde Puerto Príncipe escribió una columna de opinión que fue publicada en The New York Times el 20 de enero de 2010: «Mi familia ha armado un campamento en la casa de mi hermano. Vivo al lado, pero nos hace sentir mejor estar todos en la misma casa. Mi hermano, que es novelista, escribe sus artículos; yo escribo los míos».
Leí a su hermano, Lyonel Trouillot, que publicaba una nota diaria sobre la vida después del terremoto en el sitio web de la revista francesa Le Point.
«Anoche», escribió el quinto día, «escuché los tambores de una ceremonia vudú. No tenía suficiente energía para ir a ver si estaban alabando o condenando a los dioses. De todas formas, comencé a dirigirme hacia el lugar de donde venía la música, pero en el camino me encontré con un grupo de gente jugando dominó bajo la luz de la luna. Escuché a los jugadores contar chistes, sobre los vivos y los muertos... Sé que, como ellos, al final del día, para olvidar la oscuridad y no maldecir el alba, necesito reír».
Yo también necesitaba reírme, así que volví a leer a mi amigo Dany Laferrière. Dany es una de las personas más chistosas que conozco y su sentido de humor suele permear su trabajo. Dany era, junto con Lyonel y Évelyne Trouillot, uno de los escritores organizadores del festival literario Étonnants Voyageurs, que debía haber empezado en Puerto Príncipe el 14 de enero de 2010. Tuve que rechazar la invitación a participar debido a algunas preocupaciones por la salud de mi hija de un año. Considerando que viajo mucho a Haití con mi familia y que acostumbramos agregar un par de días al comienzo o al final de este tipo de viajes, es posible que, si hubiésemos aceptado la invitación a participar en Étonnants Voyageurs, nosotros, junto con cuarenta otros escritores que viven fuera de Haití, podríamos haber sido víctimas o sobrevivientes del terremoto.
Dany Laferrière fue otro sobreviviente. Un par de días después volvió a Canadá, donde vive, para contar lo que había visto: la valentía y la dignidad de los haitianos que al comienzo no recibieron ninguna ayuda externa y que con sus propias manos sacaron a sus amigos y familiares desde los escombros mientras compartían la poca comida y agua que tenían.
Dany fue criticado por algunos periodistas canadienses por dejar Haití después del terremoto. Debería haberse quedado con su gente, decían. Y no me cabe duda de que si fuera doctor lo habría hecho. Pero en ese momento su rol era entregar su testimonio, y lo hizo maravillosamente, apareciendo en la radio y la televisión y escribiendo sus ensayos de mil quinientas palabras o menos para sumar una voz más al coro de dolor y paralizante pérdida, una pérdida que resuena en su novela de 2009, L’Énigme du Retour (El enigma del regreso).
Publicada en París y Canadá un año antes del terremoto, la novela sigue a ...

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