Los profetas del odio
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Los profetas del odio

Aníbal Fernández, Carlos Caramello

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Los profetas del odio

Aníbal Fernández, Carlos Caramello

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En su prólogo, Raúl Zaffaroni resume una de las denuncias más potentes de este libro: el odio se construye como definición, como defensa, como única alternativa en esas vidas que no tienen el don del amor. Es el origen del odio, pero a ese odio lo ayudan la construcción que vienen llevando a cabo, sistemáticamente, los personajes que presenta Los profetas del odio. Porque el pueblo debe saber quiénes son los hacedores del odio. Tiene que descubrirlos más allá de sus atavíos y disfraces. Tiene que desentrañar los modos y las labores con las que el odio carcome día a día a una sociedad partida por el accionar de unos pocos que, de la construcción del odio, hacen su negocio.

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LOS ANTECEDENTES DEL ODIO
LA SAGA MITRE
Un historiador poco escrupuloso
La avenida que, hasta no hace mucho, desembocaba en el puente que une a la Ciudad de Posadas (Argentina) con la de Encarnación (Paraguay), se llama Bartolomé Mitre. El nombre le fue impuesto por una decisión del Consejo Municipal, el 21 de junio de 1901, en celebración del cumpleaños número 80 del autor intelectual y fáctico de la Guerra de la Triple Infamia, también conocida como la Guerra del Paraguay o Guerra de la Triple Alianza, en la que fue masacrada el 99% de la población masculina mayor de 10 años del país hermano.
Este homenaje en vida, a uno de los mayores genocidas de la historia de Sudamérica –Mitre murió recién en 1906–, fue perpetrado durante la gestión de José Robert de Blosett (2) inmigrante francés, empresario y entrepreneur, elegido cuatro veces presidente de la comisión municipal a comienzos del siglo XX. Claro, a nadie se le hubiese ocurrido en aquellos años, una ley que estableciese que no se podía poner el nombre de ningún político, científico o deportista que hubiese muerto en los últimos 20 años (3). Y tampoco nadie, ningún gobernador ni intendente, de ningún partido político, a lo largo de un siglo, se atrevió a modificar tremenda afrenta al pueblo paraguayo. Porque, la verdad, es que uno se imagina a los vecinos de Encarnación levantándose todas las mañanas, parándose de “su” lado del puente y puteándonos en colores porque, para llegar a Posadas, debían ingresar por una avenida que homenajeaba a su asesino.
La pregunta que surge de inmediato es qué podía significar Bartolomé Mitre para un inmigrante francés radicado en Misiones. La respuesta natural es que ya Blosett debía saber del “daño” que podía provocar el diario La Nación a cualquier gestión política. Y los que lo siguieron, en los diferentes niveles del gobierno misionero, también.
La Constitución reformada en 1860 incorpora, además de la Provincia de Buenos Aires, un artículo que establece la libertad de prensa, aunque la redacción del artículo ya llama a pensar en la libertad de empresa de la que nos hablaba Arturo Jauretche. Dispone agregar, después del Artículo 31, uno que establece que: “El Congreso Federal no dictará leyes que restrinjan la libertad de imprenta o establezcan sobre ella la jurisdicción federal”. Diez años más tarde, el 4 de enero de 1870, el primer ejemplar del diario La Nación, dirigido por Bartolomé Mitre, salía a la calle.
El objetivo de este lanzamiento fue claramente político. Bartolomé Mitre acababa de abandonar la presidencia de la nación. Había contado, durante los seis años (desde 1862 a 1868) con los favores de un periódico llamado La Nación Argentina, que había creado y dirigía José María Gutiérrez y que se definía como “órgano del pensamiento gubernamental del país”. Como prueba basta decir que fue este diario el único que disfrazó la batalla de Curupaytí hasta convertirla en una “derrota menor”, cuando en realidad se trató de una masacre debida a la impericia militar de Bartolomé Mitre que le costó la vida a más de 5.000 hombres, la mayor parte de ellos (unos 4.000), soldados argentinos (entre ellos el hijo de Sarmiento (4)).
Nace La Nación
En 1870 gobernaba su enemigo: Domingo Faustino Sarmiento y Bartolomé Mitre, que no había abandonado su deseo de volver a ocupar el cargo de presidente, transformó a La Nación Argentina en, sencillamente, La Nación y en pocas palabras (siempre fue más contundente con la pluma que con la espada) definió el perfil que acompañaría a su diario hasta nuestros días: “La Nación Argentina era un puesto de combate. La Nación será una tribuna de doctrina (...) La Nación Argentina fue una lucha, La Nación será una propaganda”.
Propaganda. Un instrumento de propaganda. Con esa premisa nacía. Acaso por eso la clase alta porteña se sienta representada en sus páginas. “El matutino fundado por Bartolomé Mitre acompañó desde sus inicios las ideas de las clases dominantes, los grandes empresarios, la Sociedad Rural Argentina y la Unión Industrial Argentina(5) y ha seguido haciéndolo desde entonces… con alguna pérdida de “seriedad” (no de objetividad, que nunca la tuvo), perfectamente atribuible a cuestiones de época. Pero siempre como herramienta propagandística al servicio de los intereses de los más poderosos. Haciendo lo que se hace con la “propaganda”: mintiendo, ensuciando, corrompiendo, viciando las mentes para conseguir objetivos casi siempre oscuros y sinuosos.
Desde sus inicios, este diario, que se proponía como tribuna de doctrina pero que, en realidad, se reconocía una herramienta para propagandizar ideologías que están más cerca de los negocios que de la política, no trepidó en engañar y mentir a sus lectores, algo que el general Mitre hizo a lo largo de toda su vida militar e intelectual. Su traducción de Dante es buena muestra de esta afirmación (6).
Pacho O´Donell suele contar que estando el poeta Carlos Guido y Spano enfermo, recibió la visita de don Bartolomé Mitre, con quien se había enfrentado en un arduo debate durante la Guerra del Paraguay (Guido y Spano, hijo del general Tomás Guido, ofreció su mirada contraria a la postura mitrista a través de las páginas del periódico La América (7)). Durante la visita, Mitre pidió permiso para pasar al excusado y Guido y Spano recuerda que en ese momento sintió un fuerte olor a quemado… Tiempo después notó que unos documentos del general Guido habían desaparecido. Todo haría pensar que fue el propio Mitre quien, abusando de la hospitalidad del poeta, habría quemado esos documentos que contradecían su versión de la Historia de la Independencia.
Si don Bartolo fue capaz de quemar documentos históricos con la sola idea de que su versión de los acontecimientos no pudiese ser desmentida, piensen en lo que podría hacer desde las páginas de un diario que él presentaba como un instrumento de propaganda. Porque así era, él contaba con aquel medio para alimentar y fundamentar sus futuras campañas presidenciales. Y así lo hizo: fue candidato en el año 1874 con Nicolás Avellaneda y en 1892 con Luis Sáenz Peña. Pero a pesar de contar con un formidable medio propagandístico a su favor, perdió en las dos oportunidades. Los analistas piensan que se debió a que su idea era instaurar su proyecto personal y no uno de país.
Pero su éxito pasa por otro carril: La Nación fue el diario que reflejó, desde un primer momento, las ideas de las clases dominantes: empresarios, terratenientes, embajadas de los países centrales, la Sociedad Rural Argentina y la Unión Industrial Argentina entre otros, encontraron voz en sus páginas, lo que sin lugar a dudas no es un dato menor ya que no ha habido ninguna entidad, con excepción de la Iglesia, que se haya expresado sin censura durante el último siglo y medio. Como solía decir Homero Manzi de don Bartolo, fue “un prócer que dejó un diario de guardaespaldas”.
Una herencia política y económica
Naturalmente, para que esto ocurra, para que la línea editorial del diario haya sido tan firme como la broncínea estatua del propio Bartolomé Mitre, la dirección (gerenciamiento y conducción) de La Nación ha sido algo así como una heredad monárquica: al general Mitre, su primer director, lo sucedieron sus hijos: Bartolomé Mitre y Vedia y Emilio Mitre; a ellos Luis Mitre y Jorge A. Mitre, nietos del fundador; luego Bartolomé Mitre, biznieto del general; y el último y actual director, Bartolomé Mitre, tataranieto, también conocido en su juventud como “Bartolito” o “Isidoro”, apodo que él creía que recibía por ser un play-boy pero que en realidad hacía referencia a su condición de “pastenaca y botarate”, términos que utilizaba el coronel Cañones para definir a su sobrino bueno para nada en la tira cómica creada por Dante Quinterno en el año 1935.
Esa coherencia sin fisuras, esa consecuencia con determinados sectores y productos, ha transformado al diario en una fenomenal fuente de construcción de odio. Vayan algunos “botones” que alcanzan largamente como muestras de ello:
“Procesión rodante y aullante… una ululante bacanal demagógica… un raid callejero… una manifestación que por su confuso abigarramiento y su inofensiva truculencia recordaba a la vez a la Mazorca y al Carnaval” (8). De esta manera definía La Nación, a través de un editorial, su particular visión de las manifestaciones póstumas de apoyo a don Hipólito Yrigoyen (9).
El 17 de octubre de 1945 fue reflejado con las siguientes palabras: “Hemos presenciado con asombro y pesar el espectáculo dado por las agrupaciones de elementos que no obstante la categórica prohibición, de fecha reciente, de celebrar reuniones en la vía pública, han recorrido las calles dando vítores a ciertos ciudadanos, y en esta ciudad acampando durante un día en la plaza principal, en la cual, a la noche, improvisaban antorchas sin ningún objeto, por el mero placer que les causaba este procedimiento”. El editorial está firmado por Jorge Mitre, director del diario.
Otra expresión acabada de la postura del periódico es el editorial del 25 de marzo de 1976. Dice: “La crisis ha culminado. No hay sorpresa en la Nación ante la caída de un gobierno que estaba muerto mucho antes de su eliminación por la vía de un cambio como el que se ha operado. En lugar de aquella sorpresa hay una enorme expectación… Por la magnitud de la tarea a emprender, la primera condición es que se afiance en las Fuerzas Armadas la cohesión con la cual han actuado hasta aquí. Hay un país que tiene valiosas reservas de confianza, pero también hay un terrorismo que acecha”. Pocos días después, el 1º de abril de 1976, La Nación publica una entrevista de Jorge Rafael Videla con corresponsales extranjeros en la que el genocida se compromete: “La libertad de prensa será respetada y garantizada, confiando en que se sabrá interpretar la vocación del gobierno militar de restituir y asegurar la vigencia de los principios fundamentales acordes con nuestra forma de vida”. Pero, probablemente, el paradigma de la postura ideológica de La Nación se expresa en un editorial publicado el 28 de marzo de 1982, cuando la Argentina comenzaba a despabilarse del horrible sopor del terrorismo de Estado y miraba con valor hacia una salida democrática. “De ninguna manera está en juego la revisión de la guerra contra la subversión –advertía el diario desde sus páginas– . Y no está en juego ese revisionismo por la misma causa que tampoco lo está el de nuestras guerras de la Independencia, ya que sus victorias –ayer como hoy– son la causa de que la Nación viva(10). En aquellos días manejaba el diario Bartolomé Mitre (el bisnieto) pero ya estaba enfermo y murió pocos meses después. “Bartolito”, el actual director, era quien “firmaba” esa postura.
Bartolito y la democracia
Como si fuese una creación de Borges, La Nación, en la horrenda segunda mitad de la década del 70, supera las expectativas de los que la soñaron, en la medida que crece y se consolida como estructura económica y política. El pacto con el terrorismo de Estado para blanquear la acción genocida; la apropiación de la empresa Papel Prensa a través de métodos aberrantes; su capacidad de convertirse en el portavoz del Partido Militar y la pátina de “idoneidad periodística” con la que blindaban su tareas sucias le permitió emerger en la salida democrática con esa imagen de diario sólido y profesional (aunque siempre larguero y aburrido) que, a diferencia de su socio Clarín, mantenía un estrecho vínculo con las clases dominantes. Su histórica capacidad de construcción del odio seguía intacta.
En agosto de 1982 muere Bartolomé Mitre Negrotto y su hijo, Bartolomé Luis Mitre Noales asume la dirección del matutino. Este último, tataranieto del fundador de La Nación, había puesto fin a su matrimonio con Dolores González Álzaga, (con quien tuvo tres hijos: Dolores, Rosario y Bartolomé) y había unido su destino a Blanca Álvarez de Toledo. De este segundo matrimonio y apenas unos meses antes de que el Dr. Raúl Alfonsín fuese electo presidente de la nación, nació Esmeralda Mitre Álvarez de Toledo, un personaje que tiene una verdadera proyección en esta saga de generación de antipatías y resentimientos de clase. Porque como bien lo dice el historiador Roberto Baschetti, a diferencia de otros medios, La Nación no busca “construir un puente de plata entre la pequeña burguesía y la clase dominante, al menos por el engaño. No quiere ni convencer ni engañar. Existe para quienes ya están convencidos, para informarlos, orientarlos, abastecerlos de razones que les impidan apartarse de la ortodoxia liberal. Es el gran órgano de la burguesía para la burguesía o para aquel sector de la pequeña burguesía que sigue incondicionalmente los dictados del poder, que piensa como la burguesía”. El regreso a la democracia le devuelve un rol al diario que desde 1909 prometía ser “tribuna de doctrina” y, además, ha ganado la “pelea” con su competidor más directo: La Prensa, que ha perdido prestigio, apoyos políticos...

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