El perdón y la salud
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El perdón y la salud

Una decisión esencial para el bienestar físico y emocional

Ana Cristina Morales

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El perdón y la salud

Una decisión esencial para el bienestar físico y emocional

Ana Cristina Morales

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Todas las personas necesitamos pedir perdón o perdonar en el transcurso de nuestra vida. Perdonar es una necesidad y una expresión de nuestra naturaleza humana y una herramienta para un cambio personal que nos libera de la hostilidad y el odio en nuestro interior, lo cual puede contribuir de manera indirecta a que se produzcan cambios sociales que proclamen la paz y la justicia. Por ello, perdonar se convierte en una destreza psicosocial más. Y también es un evento que permite el ejercicio de nuestra inteligencia espiritual y emocional.El perdón y la salud, sin desdeñar ningún sistema de creencias espirituales y religiosas, narra historias que nos ayudarán a entender cómo la persistencia en el rencor nos lleva a la infelicidad y al empobrecimiento de nuestra existencia, además de ocasionar efectos nocivos para nuestra salud física y emocional. Asimismo, nos enseña que aunque el proceso de perdonar no resulte fácil, puede lograrse, aunque a veces ello les lleve la vida entera.El perdón y la salud invita a examinar la concepción del perdón como algo útil para la vida y expone los hallazgos científicos que ponen de manifiesto la conveniencia de perdonar. Esta obra constituye en definitiva una invitación a convertir el perdón en una práctica que nos oriente a la observancia de una conducta respetuosa ante el mundo.

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Information

Publisher
Plataforma
Year
2020
ISBN
9788417886882

1. Conversar acerca del perdón

Perdonar es una necesidad humana. Todas las personas en algún momento de nuestra vida hemos necesitado solicitar o conceder el perdón a alguien. Si no fuera así, pasaría lo que Mahatma Gandhi advertía: «Ojo por ojo y el mundo se quedará ciego».
El acto de perdonar no es trivial; en realidad no es algo fácil de llevar a cabo, pero en ello puede ir implícita la salud emocional y la física, la plenitud de la vida, la necesidad de confianza en el género humano, el crecimiento como persona o el desarrollo y desenvolvimiento de nuestra capacidad de amar.
Lewis B. Smedes nos dice: «El dolor que el perdonar puede sanar es el dolor de una memoria herida, el enojo frustrado, el alma estrangulada por el odio. Si este dolor del espíritu es sanado, nosotros estaremos en mejores condiciones de resucitar la energía necesaria para recobrarnos de nuestras pérdidas. Y de controlar nuestros impulsos y nuevamente recobrar la confianza en las personas».
Cuando hemos sido heridos, o nos hemos sentido ofendidos por otra persona, se desencadenan mecanismos psicológicos compensatorios que contrarresten la experiencia subjetiva de sentirse en disminución o afectados en nuestra dignidad. Anida en nosotros el deseo de venganza o desquite hacia quien nos causó el mal, dando origen a un círculo obsesivo tormentoso de ideas y sentimientos contra él. Berry lo llamaba «rumiación mental».
Es decir: no solamente sentimos dolor por un acto injusto hacia nuestra persona (la ofensa), sino que este círculo vicioso continúa prolongando ese dolor, alimentando sentimientos y pensamientos que no nos pertenecen, que son ajenos al individuo que deseamos ser. La ofensa, posiblemente en compañía de nuestros miedos y odios, circula en nuestra mente de manera insistente; una y otra vez se repiten pensamientos que nos invaden de resentimiento, enojo, deseo de venganza y odio. Éstos nos roban nuestra serenidad, nuestra tranquilidad; nos alejan de la alegría, de la esperanza y de la capacidad de confiar y creer. Con esto se oscurece la percepción de lo humano, propio y ajeno, hiriendo nuestra autoestima y nuestro sentido de la vida.
Las manifestaciones de violencia en una sociedad conllevan actos injustos hacia sus miembros y, posiblemente, generen más violencia. Se da con mayor frecuencia en sociedades en las cuales la población ha sufrido las consecuencias de una guerra prolongada, la corrupción de sus gobernantes, la pobreza, la ignorancia, el abandono y la indiferencia.
A este tipo de sociedades se les ha enseñado a callar y a no manifestar sus pensamientos y emociones; a veces bajo la amenaza de perder la vida. Esto conduce a la sensación de impotencia, a la impresión de estar atrapados sin perspectivas futuras, generando la percepción de aniquilamiento individual y social, la pérdida de libertad y el contacto con el interior y la realidad externa.
La impotencia que todo lo anterior produce se transforma en enojo y resentimiento crónicos, que no siempre logramos identificar. Si estamos enojados y sentimos rencor es natural que se genere violencia y exista un aprendizaje de conductas que la manifiesten. Así, nos encontramos ante un modelo de reproducción de relaciones de poder injustas, que se extienden a todos los niveles del trato humano. Relaciones que no dan cabida a la armonía en la convivencia humana y que se constituyen en excluyentes y discriminatorias para las personas. Se trata de ejercer un poder para destruir y no para afirmar.
Esto tiene como resultado la observación de mayores índices de violencia social, intrafamiliar, contra la mujer, delincuencia, manifestaciones racistas, homofóbicas y en general discriminatorias. También se incrementan las acciones corruptas y que quedan impunes. La violencia tiene un origen multicausal, pero cada uno puede contribuir de manera personal con cambios que conduzcan a una mejor sociedad.
La deformación de nuestro ser individual y social deviene en una falta de sentido de identidad y de orgullo por pertenecer a nuestra sociedad, lo que va en detrimento de la autoestima, produce manifestaciones de desconfianza acompañadas de sentimientos paranoides y, en consecuencia, dificultades en la interrelación social y en el encuentro con una perspectiva esperanzadora.
Todo lo anterior tiene repercusiones importantes en nuestra salud física y emocional, dando origen a la aparición de enfermedades psicosomáticas, trastornos de somatización (causando, por ejemplo, dolores crónicos) y trastornos psicológicos, que van desde la simple imposibilidad de conectar con nuestras emociones hasta el desarrollo de conductas psicóticas.
En una cultura de violencia es necesario abordar un reaprendizaje de habilidades que conduzca a nuevas maneras de relacionarnos los unos con los otros. El perdón se considera una alternativa para aquellos que deseamos construir una vida serena y una sociedad pacífica, dignificando nuestra humanidad, sin que perdonar equivalga a ausencia de justicia.
El perdón es un acto de amor enfocado hacia los demás pero con mayor sentido hacia nosotros mismos. Es un acto que busca paz. La sociedad no es más que una extensión de nuestro ser. Por lo tanto, expresándolo según la idea de Jiddu Krishnamurti: mientras no comprendamos la relación individual y el compromiso personal de cambio no vamos a poder obtener la sociedad que anhelamos.
Una incongruencia observada con frecuencia es la de quien se pronuncia en busca de paz y justicia social pero, por su actuar, se disocia de ello. Predica el bien común y la necesidad de cambios sociales, pero sus ideas chocan con la práctica personal en su vida cotidiana. De tal modo, alguien puede estar promulgando los derechos de la humanidad y al mismo tiempo transgrediéndolos; incluso, desde una posición de autoridad, infligiendo malos tratos a quienes se encuentran en un nivel de subordinación. Este tipo de conductas carecen de honestidad y de veracidad.
Aprendiendo a perdonar una persona tiene la posibilidad de librarse de un pasado tormentoso que le impide vivir su presente y enfocarse hacia un futuro esperanzador y prometedor. No implica la renuncia a nuestros recuerdos. Nos brinda la posibilidad de transformación de una vida cargada de odio y rencor para afrontar la existencia con una expectativa más limpia en la cual la búsqueda de la paz social se inicie desde lo interno.
Para fijar estas ideas considero ilustrativo citar los siguientes refranes de Ogamisama, conformadora de un movimiento religioso y espiritual en Japón con raíces budistas y cristianas:
«Aquellos que se consagran al logro de la paz mundial deben tener primero paz dentro de ellos y dentro de sus familias.»
«Antes de pedir o exigir a otros cambiar, cámbiese a sí mismo primero, entonces ellos cambiarán.»

2. La ofensa y lo que nos ofende

Miguel de Unamuno dice: «El que perdona todo, perdona nada.»
Esto quiere decir que no todo lo que nos ofende merece el perdón. Debemos considerar cuál es la ofensa y la razón por la que nos sentimos ofendidos. Hemos de ser objetivos acerca de nuestra realidad para evaluar correctamente aquello que consideramos una ofensa.
El perdón es una acción dirigida a aquellas personas que nos han infligido un dolor intenso e injusto y, lo más probable, de forma intencionada; es decir: sabiendo que nos iba a causar un grave daño.
Algunas veces hemos podido ser lastimados por actos no intencionados, pero han sido percibidos como ofensas, ya que por ellos hemos encontrado el infortunio. Si estos actos nos han hecho sentirnos gravemente lesionados es lógico que los consideremos así. La intencionalidad se enmarca en el concepto de violencia, pero no solamente los actos surgidos de esta manera violentan nuestra vida. Así que esta última reflexión también puede servir para brindarnos mayor objetividad a la hora de definir un acto ofensor. Es indudable que tendrá más peso en esta conceptualización el valor que le demos al componente intencional de producirnos daño y sufrimiento que a su consecuencia.
En la evaluación de la ofensa existen implicaciones subjetivas, ya que cada cual conceptualiza la situación de acuerdo con el grado de dolor que sufre. Una misma ofensa no produce el mismo dolor en todas las personas. Sin embargo, si tratamos de situar esto en un plano más realista y objetivo, deberíamos considerar la ofensa como un acto carente de justicia, evaluado de forma consensual por los demás.
Es decir: que algo percibido como una ofensa por una persona en particular debe ser confirmado como tal al producir el mismo efecto en otras personas al enfrentarse a una experiencia similar. Del mismo modo, es necesario considerar la posibilidad de una magnificación de la supuesta ofensa, por condiciones subjetivas. Una particular sensibilidad personal bien pudiera conducir a una reacción exagerada.
Ser «seriamente perjudicado» es un concepto que también necesita ser bien definido. Tratando de aclarar el mismo, se considera una ofensa cuando el evento tuvo como resultado una pérdida irreparable, tal como la de nuestra salud o la vida de un ser querido, o bien trajo consigo cambios drásticos en la vida de quien la padeció: alteración en su calidad de vida, discapacidades físicas o psicológicas, ruptura de una relación personal significativa, privación de un empleo, pérdida o escasez de dinero. También han de incluirse en la definición de «seriamente perjudicado» sucesos en los cuales la persona ofendida se sienta avasallada y/o con pocos recursos para responder o contrarrestar la acción.
Una mujer me explicó que se había sentido muy ofendida por haber sido difamada en su ambiente laboral por una compañera de trabajo. Analizando una situación como ésta, hemos de considerar lo siguiente: ¿hasta dónde esta murmuración ha perjudicado su situación laboral?, ¿qué verdad subyace en la difamación que la haga sentirse ofendida? Si no todo es mentira, ¿por qué se siente así? La reflexión sobre estas preguntas le podrá servir a ella para evaluar la ofensa como un hecho digno de perdonar o considerarlo solamente un tropiezo en su vida.
Otra cuestión que merece la pena plantear es la siguiente: ¿tiene el concepto de ofensa acepciones distintas a lo largo de la historia o según las distintas sociedades?
En mi opinión estimo que la ofensa ha de tratarse como tal indistintamente de tales circunstancias; debe observarse esencialmente como producto de un menosprecio a la dignidad y a los derechos de las personas.
Pongamos un ejemplo: un hombre que maltrata a su pareja.
La mujer cuenta que durante el transcurso de una noche lluviosa y fría, cuando menos se lo esperaba, su pareja comenzó a discutir con ella. No le gustaba que utilizara unos tejanos que, según él, le quedaban demasiado ajustados. Ella, como una mujer «decente», debía tener en cuenta su opinión y no contrariarle.
El hombre hizo que la mujer y sus tres hijos se arrodillasen ante él y le adorasen como un dios; que, como tal, lo habían de tratar y pedirle perdón por su mala conducta. La mujer y sus hijos accedieron a su demanda. Sin embargo, pese a haberla cumplido, él decidió echarlos de la casa en aquellas duras condiciones climáticas.
La mujer y sus hijos sintieron dolor, ansiedad, miedo, angustia, desolación e impotencia. No entendían el proceder de aquel hombre empeñado en humillarlos. Castigó a la mujer, y también a sus hijos, por una causa que, a ojos de ellos, no merecía tan desproporcionada reacción. Fueron ofendidos, lesionados en su integridad como seres humanos y, pese a desear buscarle un sentido a todo aquello, no le encontraron ninguna justificación.
Una historia como ésta no siempre ha sido vista como una ofensa. Castigar y maltratar a la esposa era un derecho otorgado en algunas sociedades al esposo. Para algunas personas este hecho sigue siendo aceptado socialmente y no se interpreta como una ofensa, sino como producto de la aprobación de la violencia dirigida contra la mujer dentro de una cultura patriarcal.
No obstante, toda acción realizada de manera intencionada con la finalidad de perjudicar seriamente a alguien constituye una ofensa. Aunque en un momento histórico concreto o en determinada sociedad no se hayan considerado de esta manera. La cultura y las normas sociales pueden modificar la percepción o la interpretación del significado de una ofensa, pero no la sensación de la persona cuando ha sido ofendida.
Otro aspecto que debe comprenderse es que la ofensa no necesariamente tiene la misma dimensión de correspondencia con lo que nos ofende. Algunas veces podemos tener un frágil sentido de eficacia, o sentirnos más vulnerables a ser heridos, por lo que interpretamos como ofensas conductas de otros cosas que quizá no lo son. En sentido opuesto, si la percepción de nuestra dignidad personal se encuentra en horas bajas, podemos tener puntos ciegos que nos impidan reconocer las ofensas.
También es oportuno considerar que dentro de las relaciones interpersonales existen personas con mayor aptitud para establecer relaciones adecuadas, y que hay otras que no han desarrollado habilidades específicas que simplifiquen su comunicación con los otros y que se comportan con cierto grado de impericia en su desempeño social.
Estas personas son torpes en sus destrezas psicosociales y, de alguna manera, causan heridas sin intención de hacerlo. Aunque lo más probable es que ellos no interpreten sus actos como ofensas, sus agravios pueden fomentar el rencor en algunas personas, que en periodos de baja autoestima sí los experimentan como tales.
Tenemos el derecho y la capacidad de decidir con quiénes mantenemos relaciones interpersonales íntimas. En esto tendrá que verse el grado de comodidad, el respeto y la posibilidad de intercambio que ofrece una relación humana específica. Recordemos que una ofensa ha de ser un serio daño en nuestras vidas propiciado por otra persona. Hemos de subrayar ...

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