¿Hay tranquilidad en casa? ¿Sabemos generar sosiego a nuestro alrededor y gozamos del silencio? ¿Escucho a mis hijos? ¿Los acompaño o los dirijo? ¿Sé transmitirles paz? ¿Hacemos algún ritual? ¿Qué lugar ocupa la belleza en nuestra familia? ¿Y la solidaridad? ¿Educamos la interioridad de nuestros hijos? ¿Es un tabú? ¿Seguimos alguna tendencia concreta?
1. ¿Qué nos está pasando?
Hace unos años, mientras estaba de profesor de guardia en un instituto público en el que trabajaba, oí gritar a una chica de 15 años por los pasillos: «Lo maaaatoooo, como lo pille lo mato. Ese no vuelve a respirar en su p… vida». Finalmente la atendí lo más serenamente que pude y la acompañé a dar un paseo por el patio. El gran problema de Isa, así se llamaba la alumna, es que no encontraba su móvil.
El mismo año, un tutorando de 4º de ESO me dijo que su madre le había prometido un tatoo para el hombro si en vez de suspender 8 asignaturas, como en la primera evaluación, suspendía solo 4 en la segunda. «¿Cuánto cuesta el tatoo?», le pregunté. «Unos 300 euros, profe, porque es especial», respondió Raúl. «Pero si tu madre está en paro», añadí. «Sí, pero mi padre no, profe», dijo él. (¡Cobraba 900 euros al mes!)
Vivimos en una sociedad consumista y consumida, que entroniza lo efímero y no parece tener necesidad de encontrar un sentido, sino que está empeñada en acumular objetos y experiencias. Todos somos vulnerables a este materialismo irreflexivo, pero, sobre todo, los niños y los jóvenes, porque se encuentran en pleno proceso madurativo.
En los últimos cinco años se ha quintuplicado el número de agresiones filio-parentales (hijos a padres),1 las cuales son más frecuentes en familias de clase media-alta. Más del 3 % de los adolescentes de entre 13 y 17 años han agredido físicamente a sus padres más de seis veces en el último año, y el 14 % admite haberlo hecho verbalmente. Tan solo en Cataluña 10 docentes en promedio piden ayuda al Departamento de Educación por ser víctimas de insultos o maltratos por parte de los alumnos. Por otra parte, en el último decenio se han identificado decenas de trastornos psicológicos infantiles, los cuales proliferan en nuestro entorno más inmediato. Algunos tienen relación con la adicción a alguna sustancia o con trastornos de orden emocional (drogadicción, bulimia, anorexia, SAN o síndrome de alimentación nocturna); otros, con la adicción a alguna actividad (ludopatía, vigorexia, nomofobia), o suponen el desorden de algún hábito (el estrés temprano, los «niños llave» –niños que llevan la llave colgada del cuello y se encuentran la casa vacía cuando llegan del colegio–, o los «llave cerrada», que no salen de la habitación). Otros presentan trastornos conductuales (Peter Pan o sobreprotección, el niño emperador –son el centro de atención–, agresivos…). Y otros son víctimas de la puerta giratoria (novios que salen y entran en casa tras las separación de los padres).2
Por otra parte, es lamentable la medicalización a la que están siendo sometidos nuestros infantes y adolescentes. No se tolera ni el mínimo malestar y se recurre al medicamento con ligereza, lo cual está disminuyendo los niveles de adaptación y trasformación del dolor (resiliencia), algo tan necesario para la supervivencia de la especie humana. Cualquier problema cotidiano se enfoca como un trastorno mental y se consumen psicofármacos de manera abusiva y desordenada,3 incluso se permite su consumo arbitrario para la famosa «semana de exámenes». Esto se añade al consumo abusivo de drogas. De hecho, ya hay más muertes por abuso de medicamentos que por consumo de drogas. En este sentido, la directora de un colegio de un barrio acomodado de Barcelona me confesaba que un 40 % de los alumnos de bachillerato tomaba Concerta (metilfelinato) para dichos períodos. Se trata de un estimulante del sistema nervioso indicado en algunos casos de trastornos por déficit de atención e hiperactividad. Lo peor de ello es que ese medicamento, para el cual se necesita receta, era prescrito con demostrable ligereza por algún neurólogo.
¿Qué nos está pasando? ¿Adónde queremos llegar?
2. ¿Qué obstáculos encontramos para educar la interioridad?
Cada época de nuestra historia ha tenido sus peculiaridades respecto al cultivo de la interioridad. En este sentido, la etapa preindustrial reunía tres características singulares: la escasez económica, la dominancia religiosa y el trabajo corporal-artesano. En cambio, en el siglo XXI, en el que nos está tocando vivir, se produce todo lo contrario, a pesar de la actual crisis económica: 1) el bienestar general es mucho mayor; 2) la laicidad se ha establecido en contra de la religión, y 3) no utilizamos prácticamente nuestro cuerpo ni para movernos ni para producir. Es evidente que en nuestra época se están sedimentando una serie de inercias que obstaculizan nuestra vida interior, la mayoría de las cuales son fruto de un desarrollo y crecimiento desmesurado, a veces malentendido y, muy frecuentemente, poco digerido. Prueba de ello son los excesos de producción o la obsolescencia programada, es decir, la premeditación y programación para que la vida útil de un producto sea corta, no funcional, inútil o inservible.
Para facilitar nuestro análisis, podríamos agrupar estos obstáculos que nos alienan en siete: prisa, exceso tecnológico, virtualidad, infoxicación, hacer en vez de saber, los nuevos mitos y la falta de valores, aunque muy bien la tecnología, la virtualidad y la infoxicación –dígase intoxicación informativa– se podrían agrupar en uno solo y estar muy relacionados con la prisa.
2.1. Viviendo la fast-life
El tiempo es el nuevo oro. El mundo presuntamente civilizado se caracteriza por hacer las cosas cada vez en menos tiempo. Es la época fast, leemos libros que prometen aprendizajes o autoayudas ¡en una semana! Adelgazamientos ¡en quince días! Servicios al instante. No sé si a los lectores les suena eso de ¡lo quiero para ya! «¡Lo quiero para ayer!» corre por nuestras empresas.
Los niños son víctimas del uso adulto del tiempo: tienen una clase diferente por hora, hacen actividades predeterminadas, disponen de veinte minutos para comer, solo treinta para el recreo, deben irse rápido a la cama… ¿Les resulta familiar eso de meter prisa por las mañanas a sus hijos para que se beban la leche? ¿Han salido a trompicones con los niños de casa alguna vez? ¿Nunca han tenido que «frustrar» el asombro con que sus hijos miraban o jugaban con algo para no llegar tarde?
Estrés, estrés y más estrés. Esta palabra viene de dos vocablos latinos, stringere, que quiere decir estrecho o estrangulado (espacial y temporalmente habla...