El olvidado
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Elie Wiesel

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El olvidado

Elie Wiesel

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Una reflexión sobre la memoria por un autor Nobel de la Paz. Afectado por una enfermedad incurable, Elhanan Rosenbaum ve cómo poco a poco se le borra la memoria. Muy pronto no será nada más que un olvidado, un hombre sin raíces, desposeído de su propia historia: su infancia rumana, la guerra, el amor de Talia, el descubrimiento de Palestina, los combates en Jerusalén en 1948… En el relato que inicia para legar su memoria a Malkiel, su hijo, se mezcla la investigación de este en la población rumana de sus antepasados. Viaje extraño que le permitirá aceptar su propia identidad, forjada por una historia de la que no ha sido consciente durante demasiado tiempo. Un vasto fresco de cincuenta años de historia, al mismo tiempo que el destino de un padre y un hijo a los que alejan tantas cosas pero que son, a pesar de ello, indisociables. "Elie Wiesel es uno de los intelectuales y pensadores más importantes de nuestro tiempo. Es un testigo del pasado y un guía para el futuro. Sus libros extienden el mensaje de la paz, de la reconciliación y de la dignidad humana." Comité Noruego del Nobel, 1986

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Information

Publisher
Plataforma
Year
2015
ISBN
9788416429028

Palabras de Malkiel

Me llamo Malkiel. Malkiel Rosenbaum, para ser más exactos. Creo que debo recalcarlo. ¿Por superstición? ¿Para conjurar el destino? Es posible que lo único que pretenda es demostrarme a mí mismo que aún no he olvidado mi nombre. ¿Es posible que eso también llegue a ocurrirme? ¿Por qué no? Una mañana tomaré la pluma y ella no me obedecerá; se negará a ejecutar mis órdenes por la sencilla razón de que ya no estaré en disposición de dictárselas. Malkiel Rosenbaum seguirá existiendo, pero su identidad ya no le pertenecerá.
Tengo cuarenta años. Malkiel Rosenbaum tiene cuarenta años. Esto también es importante que me lo repita. Nací en 1948 en Jerusalén. Tengo la edad del Estado de Israel. Fácil de recordar. Soy tan viejo, soy tan joven como Israel. Cuarenta años. Más tres mil.
Qué importa. Solo cuenta la memoria. La mía se desborda a veces. Pesa más que mis recuerdos. Envuelve y protege también los de mi padre. La memoria de mi padre es un colador. No, un colador no. Una hoja de otoño. Marchita. Agujereada. No, más bien un fantasma. No la veo más que a medianoche. Ya sé: no se puede ver una memoria. Yo puedo. La veo como la sombra que se retira sin descanso, que se repliega sobre sí misma. Apenas la percibo, se pierde en su abismo. Después la oigo gritar, la oigo gemir con suavidad. Ya no está allí, pero yo la veo como me veo a mí mismo. Ella llama: Malkiel, Malkiel. Yo respondo: No tengas miedo, no te abandonaré.
Un día, ya no me llamará.

La emoción fue tan fulminante que perdió el equilibrio y cayó sobre la tierra húmeda y sucia: delante de él, el nombre sobre la lápida ligeramente inclinada, como si soportara el peso de la fatiga, era el suyo. Malkiel ben Elhanan Rosenbaum.
Una idea loca le cruzó por la mente: ¿estaría ya muerto? No se acuerda de haber vivido su muerte. ¿Y después? Eso no significa nada. ¿Quién ha dicho que los muertos se llevan su memoria al otro mundo? A su pesar, se inclinó para descifrar la fecha: el mes de Iyyar de 5704. Mayo de 1944. Soy idiota: aún no había nacido. ¿Cómo se puede morir antes de nacer? No me digas que te has olvidado. El olvido no es —aún— tu problema, sino el de tu padre, ¿de acuerdo? Yo estoy aquí para acordarme de lo que ha olvidado mi padre. Pero ¿estoy vivo solo para recordar? ¿Y si la vida no fuera más que la imaginación de los ancestros o el sueño de los muertos?
Al apoyarse en la tumba de ese abuelo que llevaba su nombre, sintió una angustia oscura, casi animal, que lo inundaba, un río negro y amenazante que anunciaba una desgracia. Por encima de los árboles vislumbró los tejados gris rojizo del ayuntamiento y del instituto. Por encima de las tumbas contempló la sangre del día que declinaba y oyó sorprendido la queja del crepúsculo. Vivir, pensó con un escalofrío. A esto se llama vivir.
Esto es como el amor. Se dice: si dejo de amarte, moriré. Pero un día el amor cesa. Y se sigue viviendo. A eso se llama amar. A esas elecciones se las llama vida. Dios lo ordena. Como ordena la fe. Así gana siempre: lo contrario de Dios sigue siendo Dios. Huir de Dios es como acercarse a él. No se puede escapar de él. ¿No es verdad que no se puede escapar de él, abuelo Malkiel?
Contéstame. Ayúdame. Ven a socorrernos. Tu hijo te necesita; y yo también. Mi padre ya no comprende a nadie ni nadie lo entiende. Como si se hubiera vuelto loco. Pero no es así. Se dice que, como el animal destinado al sacrificio, el loco posee una inteligencia diferente de la nuestra, o al menos una forma primitiva de inteligencia. Pero en su caso es la propia inteligencia la que se está apagando. Está enfermo, abuelo, y yo me desvivo para ayudarlo.
Su enfermedad tiene un nombre, pero él se niega a conocerlo. Se niega a que se pronuncie en su presencia. Se diría que le da miedo. Como si trajese consigo un cortejo de fantasmas sin alma y sin rostro. Su reticencia resulta extraña. ¿Es posible que se deba a que en vuestra patria, en su patria, en la pequeña ciudad de su infancia, se evitaba nombrar ciertas enfermedades, ciertas catástrofes, por temor a que estas pudieran fijarse en uno? ¿Y ahora cree que podría evitarse el mal si no se lo nombra? Sea cual sea su motivo, debo respetarlo hasta el final.
La presión de sus manos sobre la piedra fría se hace más fuerte. Se podría decir que intentaba incrustarse en ella o, al menos, dejar una huella visible y duradera.
Una voz gangosa a lo lejos le llama la atención:
—¡Eh, señor extranjero! ¿Por dónde has pasado?
Se trata de Hershel, el vigilante-enterrador, un gigante macizo con cabeza de granito y el rostro como corteza agrietada, resquebrajada y ennegrecida; parecía que se había quedado sin aliento.
—Te he perdido de vista, señor extranjero; tienes que perdonarme porque ya no soy joven, ¿sabes? Mis piernas, ah, mis piernas, si estuviera casado diría que ya no corren detrás de mi esposa… Ya no me llevan como antes, mis piernas… No es culpa suya… Por aquí se dice que los años también nos hacen envejecer… Ah, si tuviera tu edad…
—Yo tampoco soy demasiado joven —replica Malkiel.
—¡No me digas! Te burlas de mí… Yo podría ser tu bisabuelo.
Mira por dónde, piensa Malkiel. La tumba de mi bisabuelo también está aquí; debería buscarla.
—Pero parloteo, parloteo, tienes que irte… Vamos a cerrar… Y ten cuidado. Un cementerio judío, aunque esté abandonado, es un lugar peligroso, ¿no lo sabías?
—¿Peligroso para quién? ¿Para los muertos? —pregunta Malkiel ligeramente irritado.
—Para todo el mundo. Excepto para mí. El enterrador no tiene nada que temer. Pero los demás… La gente no se da cuenta. Un cementerio, un cementerio viejo para ser más exactos, es un lugar muy especial. Mira este mismo, mira cómo todo está en calma… ¿Y si te dijese que todo eso no es más que apariencia? ¿Y que resulta engañosa? Ah, sí, los muertos son como tú y como yo: los farsantes se cuelan entre los héroes, y todos juntos nos vuelven locos. Son capaces de jugarte malas pasadas, de agarrarte del abrigo y desgarrarlo, también de capturar tu mirada y destrozarla de igual modo… Ah, señor extranjero, tienes suerte de no saber nada de todo eso…
El enterrador se dejó caer sobre una piedra baja, de cara a Malkiel. Limpiándose la frente con un pañuelo inmenso y remendado que se sacó de un bolsillo interior, continuó:
—Escucha, señor extranjero. Un día llegó un visitante de un pueblo vecino, de eso hace mucho tiempo, antes de la guerra, y me pidió que le mostrase la tumba de un pariente; yo se la enseñé. De repente, se vuelve hacia mí y me pregunta: ¿Y esa tumba abierta para quién es? Pero yo, el enterrador, no recordaba que hubiera abierto una tumba, por la sencilla razón de que no se había producido ningún fallecimiento aquella semana. Es posible que conozcas la costumbre de no cavar una tumba antes de la muerte de una persona, para no despertar la ira de la Muerte. Entonces, ¿quién ha podido cavar esa tumba abierta? Escucha, amigo mío, le respondo al visitante, si fuese tú, me iría rápido, muy rápido, lejos, lo más lejos posible. Él se niega. Yo no creo en esas supersticiones, replica con actitud de disgusto. Se va, regresa al hostal y le cae encima una viga. Lo enterramos ese mismo día. En la tumba que estaba esperándolo…
El enterrador se mueve al hablar. Se divierte. Le daré una buena propina, piensa Malkiel. Se la merece. Cualquiera que pase su existencia entre los muertos se merece una buena propina. ¿Los muertos aprecian las historias?
—Bueno —comenta Hershel el enterrador al levantarse—. Aquí la tarde cae con rapidez a causa de las montañas.
Malkiel lo sigue al exterior del cementerio. Ante el portón tiene a su disposición un cubo de agua. Se lava las manos según la costumbre y le tiende a Hershel dos paquetes de cigarrillos americanos. El enterrador se dobla por la mitad.
—Esto bien vale cuatro botellas de tzuika —comenta mientras se da golpecitos en la barriga—. Verás, un día te explicaré la Gran Reunión, te lo debo. ¿Hasta mañana?
—Hasta mañana —saluda Malkiel.
Con las manos en los bolsillos y la garganta seca, Malkiel se va por la orilla del río. La noche ya se dispone a invadir la ciudad.

Al llegar a la pequeña ciudad dos semanas antes, durante una hermosa mañana de agosto —o del mes de Ellul, según el calendario judío—, Malkiel solo tenía prevista una estancia de unos pocos días: inspeccionar el cementerio, callejear por todas partes, visitar la casa ancestral, impregnarse del clima, del ambiente de los lugares, reencontrar el rastro de cierta mujer de la que no conocía el nombre ni la dirección. Después pensaba regresar. Volver a ver a su padre, retomar su relación con Tamar. No podía prever que su estancia se mediría en semanas.
Aquel jueves hacía buen tiempo. La jornada se anunciaba suave, casi cálida. El cielo despejado, la brisa revigorizante. A lo lejos, los pinos se inclinaban como para escuchar un cuento. Los campos, segregando el rocío, exhalaban sus aromas, sus riquezas renovadas. Imágenes y ruidos familiares de una ciudad que se despierta: el cubo que se tira al pozo, los animales que se conducen al abrevadero. En apariencia, uno de esos pueblos que el peregrino atraviesa entre el Dniéper y los Cárpatos. Canto del gallo por la mañana, flauta de los pastores por la tarde. Caballeros altivos con los cabellos al viento; labradores encorvados y preocupados. Viudas de rostro duro, viejos con la mirada vacía o suspicaz.
Malkiel busca a alguien para preguntarle por el nuevo nombre del pueblo. Elige a un campesino jorobado y desdentado. Desgraciadamente, no entiende la pregunta. Malkiel lo intenta en alemán: nada. ¿Una palabra en rumano? El hombre se encoge de hombros, pronuncia una frase ininteligible y se va. Malkiel prosigue su camino. Pasa delante de la estación y descubre, emocionado, el letrero: «Bozhkoi». Se trata del pueblo de su bisabuelo.
A un lado, el v...

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