Los placeres ocultos de la vida
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Los placeres ocultos de la vida

Theodore Zeldin

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Los placeres ocultos de la vida

Theodore Zeldin

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Los viejos ideales parecen en nuestra época más agotados que nunca. Por ello el autor se propone en esta sugerente obra encontrar otros, ocultos, inexpresados u olvidados, a partir de cuestiones de muy diversa índole: ¿qué hacer ante la escasez de almas gemelas? ¿Cómo puede uno librarse de compañeros de trabajo que son un fastidio y de organizaciones que prosperan a base de generar estrés? ¿Cómo podrían hallar formas menos convencionales de expresar su desaliento los despreciados, los rechazados, los traicionados? ¿De qué modo las disputas entre –y dentro de– países, religiones y temperamentos podrían dar paso a una nueva actitud frente al desacuerdo? ¿Cómo puede el humor erosionar más e cazmente la hipocresía? ¿Cómo puede el anhelo de belleza ayudar a convertir cada vida en una obra de arte? ¿Cómo conseguir vivir en plenitud? Zeldin nos invita a mantener una conversación pausada y fecunda con el contenido de cada capítulo. Porque, como sostiene el propio autor, el hallazgo de vínculos insospechados entre individuos diferentes, entre opiniones aparentemente incompatibles y entre el pasado y el presente constituye uno de los primeros pasos en la senda que conduce a los placeres ocultos.

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Information

Publisher
Plataforma
Year
2015
ISBN
9788416429691

1. ¿Cuál es la gran aventura
de nuestro tiempo?

En 1859, un estudiante iraní de veintitrés años abandonó su hogar en Sultanabad porque sus padres le presionaban para que se casara y él no quería. Consideraba que si sentaba cabeza cuando todavía era joven, pasaría «toda la vida en el mismo lugar y no conocería nada sobre el mundo». De modo que cogió tres hogazas de pan y se marchó en dirección al norte solo con lo puesto. No sabía bien a dónde se dirigía, pero llegó a Rusia. Durante los siguientes dieciocho años estuvo viajando y recorrió gran parte de Europa, Estados Unidos, Japón, China y Egipto. Hizo el peregrinaje a la Meca en nueve ocasiones. «No hay nada en el mundo peor que la ignorancia», escribió en su diario.
Puede que haya habido viajeros que hayan visto tanto mundo como Hajj Sayyah, pero seguramente ninguno que aprendiera la lengua de casi todos los países que visitó, hasta el punto de ganarse el sustento como traductor. Aunque no tenía dinero, ni cartas de recomendación ni una familia influyente que lo ayudara, Hajj Sayyah consiguió audiencia con el zar de Rusia, el papa, los reyes de Grecia y de Bélgica, el mariscal Bismarck y Garibaldi, y se reunió en más de una ocasión con el presidente de Estados Unidos, Ulysses Grant. Fue el primer iraní en obtener la ciudadanía estadounidense. Demostró que se podían conseguir muchas cosas con amabilidad, cortesía y humildad. En todas partes era bienvenido. Solo le atracaron en una ocasión, en Nápoles; solo en una ocasión le insultaron. Fue el cónsul otomano de Nápoles, que dijo: «Es un iraní, ¿cómo vamos a creerle?». Más tarde, cuando lo conoció mejor, el cónsul se disculpó. Incluso los ladronzuelos de Nápoles se hicieron amigos suyos y lo invitaban a quedarse a dormir en la misma casa donde enseñaban a robar a los novatos. Hajj Sayyah no se enfadaba con nadie, se limitaba a preguntarse: «¿Cómo puede haber tantas diferencias entre las personas? ¿Cómo es posible que el hombre sea en ocasiones tan malvado y tan noble en otras?».
Guiado por una insaciable curiosidad, visitaba no solo los museos de las ciudades a las que llegaba, sino también escuelas, bibliotecas, iglesias, fábricas, zoos, jardines botánicos, prisiones, teatros. Cuando le preguntaban quién era, respondía: «Soy una criatura de Dios y un extranjero en la ciudad». Su proverbio favorito era: «Mantén en secreto tu riqueza, tu destino y tu religión». Le gustaba ser un «hombre corriente» para descubrir lo que había de extraordinario en cada hombre corriente. «Si yo fuera un rey no vería las cosas así, porque los reyes no entran en contacto con los pobres. El rey tiene que exhibirse ante su pueblo, pero el propósito del pobre es ver a la gente tal como es. Los pobres pueden moverse sin miedo. Nadie los ve, pero ellos lo ven todo».
Como él mostraba interés por todo el mundo, la gente era amable con él y lo invitaba a su casa, al teatro o a participar en actividades sociales. Eso no significaba que Hajj Sayyah careciera de espíritu crítico. En su encuentro con el rey de Bélgica criticó abiertamente la fabricación de armas. Tomaba nota de las amargas quejas que oía sobre la pobreza y la opresión. Sin embargo, en París escribió: «Aquí las personas disfrutan de libertad. Pueden decir lo que piensan. Nadie se entromete en las vidas de los demás… La tristeza acorta la vida, pero estas personas no tienen motivos de tristeza. Nunca morirán».
A su regreso a Irán inició una aventura muy distinta: la política; es decir, la búsqueda de soluciones políticas para los males de la humanidad. Hajj Sayyah denunció que en Persia «los ciudadanos pobres e ignorantes como yo sufren injustamente privaciones y atrocidades indignas hasta de una bestia» y se unió al movimiento contra la corrupción y el mal gobierno que llevó a su país a la revolución de 1905. Tomó parte en las sociedades secretas que conspiraban para conseguir el cambio, fue encarcelado y enviado al exilio en el campo. En un momento dado, como sintió que su vida corría peligro, se refugió durante unos meses en la embajada de Estados Unidos. Después de la revolución, Hajj Sayyah, al que todos admiraban por su humildad y sabiduría, fue bautizado como el Heraldo Secreto del Movimiento Humanista. La palabra persa para «humanista» es adamiyat. Hajj Sayyah era uno de los protagonistas de la «hermandad del género humano» (ashab-e adamiyat). Pero la política estaba demasiado repleta de rivalidades y enemistades para alcanzar sus ideales, y todavía no los ha alcanzado. Por otra parte, los espíritus viajeros solo buscan soluciones temporales y van aplazando el día en que tengan que vestir la rígida chaqueta del poder institucional. Entonces, ¿qué camino les queda?
El viaje de Hajj Sayyah duró dieciocho años y fue una aventura, lo contrario de una carrera. No fue una aventura movida por la ambición –como la de Hernán Cortés, que empleó la violencia y las armas para ir en busca de un reino– ni por la codicia –como la de Cristóbal Colón, que anhelaba dar con el legendario oro de la India–. La aventura de Hajj Sayyah no tenía que ver con piratas ni cortesanos, con los soldados mercenarios o con los buscadores de oro de California, arquetipo de los aventureros. Tampoco puede aplicarse a Hajj Sayyah la definición que dio en 1823 la Academia Francesa de aventurero como una «persona sin posición ni fortuna que vive gracias a las intrigas». La palabra «aventurero», que hasta hace poco tenía un sentido negativo, ha pasado a indicar a una persona idealista que busca lo que la sociedad no puede ofrecerle. Pero esto, en general, se entiende como una vaga búsqueda de exotismo, de nuevas sensaciones o de la simplicidad primitiva, o como un desprecio por las ambiciones mundanas, incluso un rechazo de toda ambición, de acuerdo con la máxima del poeta Rimbaud que afirma la fatuidad de los objetivos. El espíritu aventurero puede interpretarse como una huida o un logro puramente personal, o incluso como un triunfo de la tecnología, como el viaje a la Luna.
Casi exactamente un siglo después de que Hajj Sayyah se embarcara en su largo viaje, un británico de diecinueve años al que la novia había plantado, Simon Murray, abandonó su aburrido trabajo en una fundición de hierro de Manchester y se unió a la Legión Extranjera Francesa. Quería demostrarse a sí mismo que merecía un destino mejor, que sería capaz de aguantar las situaciones más extremas, la crueldad y la guerra. Lo que le dio esta aventura fue confianza en sí mismo. Más adelante escribió, con un estilo admirable, un libro en el que explicaba cómo sobrellevó la dureza y los peligros del desierto. Lo contaba tan bien que lo convirtieron en película. A continuación se metió en el mundo de los negocios, dirigió grandes empresas y se hizo rico. Sin embargo, no tenía suficiente. Ya con sesenta años volvió a proponerse un reto parecido al de su juventud y emprendió una marcha en solitario a la Antártida. Las aventuras de Simon Murray se inscriben en la tradición de hacer cosas por el simple hecho de que son difíciles y representan un reto. Lo mismo que el deporte, sirven para escapar de la rutina de la vida cotidiana, pero no cambian la vida. Aunque eran importantes para él, la vida de los demás seguía igual. Existe otro tipo de aventuras, sin embargo.
Si usted y yo nos hubiéramos conocido en el siglo XVI, yo le habría dicho que la gran aventura de nuestro tiempo es el descubrimiento de nuevos continentes y océanos. Dejemos de protestar por lo que no nos gusta y busquemos una meta más emocionante. Vayamos a América. A continuación, exploremos el mundo entero. No podremos decir que hayamos vivido hasta que veamos la totalidad del mundo que habitamos.
Un siglo más tarde le habría asegurado que la aventura de nuestro tiempo es la ciencia. La investigación científica nos revelará que más allá de lo que podemos ver, oír y tocar existe un mundo mucho más sorprendente. Nada es lo que parece. Emprendamos la aventura de descubrir los secretos de la naturaleza, porque resultarán más fascinantes que los productos de nuestra imaginación.
Una maravillosa aventura del siglo XVIII era la que prometía una nueva era de igualdad entre los hombres. Unámonos a la lucha contra las tiranías, públicas y privadas. Derrocaremos a los déspotas y proclamaremos la libertad para todo el mundo. Aseguraremos los derechos de todos y cada uno de los ciudadanos, por humilde que sea su procedencia.
Hay también aventuras que han existido desde el principio de los tiempos. Una es la búsqueda de una vida con sentido que trascienda al individuo; es lo que prometen las ideologías y las religiones. Otra aventura muy antigua, aunque caída en el olvido hasta tiempos recientes, es la de vivir en armonía con todas las criaturas de la Tierra, con las plantas, el mar y el paisaje que nos rodea, siempre en continuo cambio. Y existe una tercera, que es la búsqueda y el aprecio de la belleza en todas sus formas y manifestaciones, la demostración de que nuestra imaginación no tiene límites.
Cada una de estas aventuras sigue siendo lo bastante atractiva como para ocupar a una persona toda su vida, pero ahora han aparecido, además, nuevos horizontes. Nuestra comprensión del universo, desde lo más grande hasta sus partículas más ínfimas, ha sufrido una completa transformación. Las experiencias y expectativas del ciudadano de hoy son radicalmente distintas a las que tenían sus antecesores, lo mismo que su educación y su acceso a una cantidad de información que hasta hace poco era inimaginable. Empieza a aparecer una nueva especie de ser humano, personas que ya no se contentan con ganarse la vida empleando solamente una parte de sus capacidades con métodos inventados hace mucho tiempo para individuos más serviles. Cada uno se ha especializado en un área concreta, lo que si por un lado puede darles grandes satisfacciones, también los lleva a una visión estrecha y poco imaginativa. El «sentido de la vida» ya no está tan claro como se suponía que tenía que estar. Nunca ha habido tanta gente que se pregunte por el propósito de la existencia, más allá de las pequeñas luchas y los placeres cotidianos. Las viejas creencias se están derrumbando y amenazan con dejarnos desnudos. Muchos son los que ya se sienten desprotegidos, sin ninguna certidumbre personal a la que aferrarse.
Yo me niego a cubrir mi desnudez con ropas gastadas o tomadas prestadas a otro. Quisiera saber qué alternativas existen para llevar una «vida alternativa», una existencia libre de este ajetreo sin sentido. Ni las utopías ni las distopías han funcionado. ¿A dónde podemos ir cuando no nos creemos las promesas de un futuro mejor y estamos cansados de los sombríos profetas que anuncian desastres? Las ideologías que en otro tiempo desprendían destellos de esperanza han perdido su brillo. El tren del progreso ha dejado a muchos en la cuneta; otros que no han podido encontrar su lugar en este tren, y otros ignoran a dónde les conduce. Para estas almas atribuladas proliferan nuevas leyes, nuevas estructuras, nuevas teorías, promesas de remedios instantáneos. Y, sin embargo, son muchos los que se sienten desgraciados.
No faltan, por supuesto, los expertos –acreditados o no– que nos aconsejan sobre cómo navegar evitando las rocas y las corrientes peligrosas, reales o imaginarias. Existe un amplio abanico de remedios para ayudarnos a encontrar la felicidad, el éxito, la riqueza o lo que sea, por confusos o perdidos que estemos. Tenemos a nuestra disposición una inmensa variedad de terapias psicológicas, soluciones de negocio y programas políticos, de modo que no es necesario buscar nuevas fórmulas para encontrar lo que queremos. Por otro lado, es cierto que la mayoría de la gente no encuentra lo que quiere, muchos ni siquiera saben lo que quieren. Tal vez anhelaríamos placeres distintos si supiéramos de su existencia.
Cuando una persona se ve despojada de sus certezas, siempre se apresura a buscar otras que las reemplacen. Es decir, si no podemos seguir haciendo lo que siempre hemos hecho, si ya no es realista esperar un trabajo estable que nos asegure una pensión, nuestra preocupación por la seguridad se torna acuciante. Pero a mí no me interesa dedicar mis esfuerzos a reparar estas instituciones obsoletas que se van parando por el camino como un coche viejo, porque sé que antes o después se desmoronarán.
No quiero vivir en este planeta como un turista en tierra extraña, como quien viene de la nada y no sabe en qué momento volverá a ella y espera pacientemente a que le sirvan algún momento de felicidad para saborearlo como un helado. Soy consciente de que he probado pocas comidas, he experimentado pocas formas de trabajo, he mordisqueado tan solo las montañas de conocimiento que me rodean, he amado a pocas personas, he entendido pocos lugares y naciones. He vivido solo a medias, y si escribo este libro es porque me gustaría entender un poco mejor cómo sería una vida más plena. Me pregunto si estoy plenamente vivo o si me limito a sobrevivir cuando mi vida consiste en repetir a diario los mismos gestos, a seguir un itinerario que otros han trazado para mí, a ir y volver del trabajo. ¿No sería mejor que me renovara, que en lugar de escuchar la música que me ponen escribiera mi propia canción, que en lugar de buscar esparcimiento me convirtiera en inspiración para los demás?
En lugar de buscar un lugar donde sentirme a salvo, en lugar de torturarme con preguntas acerca de cuál pueda ser mi pasión o mi talento, puedo dedicarme a probar, aunque sea brevemente, lo que puede sentirse como ser humano. Lo que no me sea posible experimentar personalmente intentaré imaginarlo a través de aquellos que han estado donde yo no he estado. En lugar de quedarme paralizado por la duda entre las distintas opciones que se me ofrecen, en lugar de desechar todo lo que me parezca demasiado alejado o imposible, empezaré por considerar que me interesa toda experiencia humana. Un alma en pena es aquella para la que los pensamientos de los demás son un misterio, aquella a la que nadie escucha.
La gran aventura de nuestro tiempo es descubrir a nuestros semejantes. Mucho se ha hablado sobre las clases y categorías en que pueden clasificarse los seres humanos, pero seguimos sin saber lo que piensan y sienten íntimamente cada uno de los siete mil millones de individuos que habitan la Tierra. Son precisamente esas pequeñas diferencias en actitudes y experiencias las que nos distinguen a cada uno de nosotros de la «persona tipo» y conforman la esencia de nuestra personalidad. Estos rasgos diferenciales son los que pueden atraernos o repelernos de una persona, los que pueden marcar toda una vida. Solemos decir que nos interesan mucho las personas, pero lo cierto es que no las conocemos a fondo, ni ellas a nosotros. A menudo consideramos que los demás nos malinterpretan y que extraen conclusiones erróneas de lo que decimos o hacemos.
La aventura de conocer a los demás empieza por la exploración de tres lugares muy abandonados, y ante todo de esa parte de la vida que queda más oculta. Tengo la sensación de que la vida privada ha salido de la oscuridad y empieza a ocupar el centro de atención. En lugar de obsesionarme con normas, regulaciones y la jerarquía de las empresas prefiero explorar las consecuencias que tienen en nuestra vida las relaciones personales, que cada vez ocupan un lugar más importante en ella. La propiedad ya no ocupa un lugar central en la familia, las guerras entre distintos clanes ya no son tan sangrientas y, en cambio, nos importa cada vez más encontrar una pareja con la que nos entendamos bien. La vida privada se está convirtiendo en una fuente de un nuevo tipo de energía y de nuevas prioridades. Cada vez más, tenemos contactos más allá del barrio donde vivimos y con gentes de todas las edades y condiciones. Son relaciones a corto o a largo plazo, pero nos ayudan a dibujar otro panorama.
La interacción entre dos personas que desarrollan vínculos emocionales, intelectuales o culturales está creando un nuevo motor de cambio. El dúo o pareja es una influencia tan significativa como el alma solitaria o la multitud irracional. No estamos limitados a elegir entre la lucha comunitaria y la confianza en nosotros mismos. Hoy admitimos el lugar central que ocupan las relaciones personales en la vida de un individuo, reconocemos incluso que son el motor de extraordinarios logros en los campos más diversos. Los chinos acertaron al representar la palabra «humanidad» (ren) con un dibujo que representa a dos personas; así reconocían que la esencia de lo humano es la relación personal. Las relaciones íntimas son el microscopio que nos revela un universo hasta ahora oculto por una cultura jerárquica donde todos representaban su papel. Por más que nos preocupe preservar nuestra privacidad, también queremos que reconozcan nuestra singularidad. El choque entre estos dos deseos, el de protegernos y el de salir de vez en cuando a la palestra y mostrarnos tal como somos, abre una nueva época.
En segundo lugar, atravesaré la barrera que causa la mayor separación entre los seres humanos, la muerte. A mi entender, vivimos con un pie en el pasado y otro en el presente, ya que perpetuamos ideas y costumbres de hace mucho tiempo, incluso de modo inconsciente. Ser pobre no es solamente tener poco dinero, sino carecer de otros recuerdos que los propios. Lo novedoso de nuestro tiempo es que a pesar de que conservamos más recuerdos de los que hemos tenido nunca, apenas hacemos uso de ellos. Hay una inmensa cantidad de recuerdos esperando a ser compartidos. Nunca en la historia de la humanidad han existido tantos estudiosos, museos, libros, archivos y recuerdos capaces de resucitar las antiguas civilizaciones; nunca el pasado ha estado tan vivo. La televisión le ha permitido incluso entrar en nuestra casa, mostrarnos sus torpezas e ilusiones. Hoy podemos conocer la historia de los antepasados de todo el mundo, no solo la de los de nuestra tribu. Por otra parte, aunque se suponía que ser moderno consistía en vivir el presente, liberarse de antiguas tiranías y olvidar el pasado, lo cierto es que las viejas tradiciones han sobrevivido con inesperada tenacidad. Sin embargo, si añadimos los recuerdos de otros a los nuestros puede que nos demos cuenta de que es posible cambiar muchas cosas en el curso de una vida. Dicho de otra manera, una nueva visión del pasado posibilita ver el futuro de otra manera. La historia no es una caja cerrada, sino una forma de liberarse; la historia es la llave que nos abrirá las puertas de lugares que no conocíamos.
A mi modo de ver, cada uno de nosotros tiene una filosofía de la historia –aunque no siempre le demos este nombre– para explicarnos por qué ocurren esos acontecimientos que no controlamos: encontramos la respuesta en los poderes económicos, en los ciclos históricos de acción y reacción, en una fuerza espiritual, la influencia de personas excepcionales o el infortunio de un trauma personal. Casi todos funcionamos con una mezcolanza de filosofías heredadas de otras épocas y colocadas a nuestra manera. Aunque las pruebas a que nos somete la vida nos hagan variar un poco de actitud, casi siempre conservamos algo de nuestra forma de ser básica. Y no hay nada que nos limite más que estas convicciones que hemos heredado sobre lo que podemos hacer y lo que es imposible. Sin embargo, no veamos en la historia una sentencia definitiva sobre lo que hombres, mujeres y niños pueden llegar a hacer. Por el contrario, debemos verla como una serie interminable de experimentos sin acabar, oportunidades perdidas, inventos que han pasado desapercibidos, hechos casuales que a menudo han llevado los acontecimientos a destinos imprevistos. Por otra parte, los recuerdos de nuestra infancia o de los logros de nuestros antepasados no bastan para formarnos un juicio cabal sobre cuál será nuestro destino. También podemos adquirir otros recuerdos.
En tercer lugar, para contemplar al ser humano desde una perspectiva diferente, me aparto de sus ambiciones tradicionales de victoria en la guerra y armonía en la paz. Las guerras tradicionales que siemb...

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