Epigenoma
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Epigenoma

para cuidar tu cuerpo y tu vida

David Bueno i Torrens

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Epigenoma

para cuidar tu cuerpo y tu vida

David Bueno i Torrens

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Cómo el estilo de vida y lo que pensamos alteran el funcionamiento de nuestros genes y los de nuestros hijos y nietosDel mismo modo que no podemos alterar el significado de las palabras de un diccionario, los genes heredados de nuestros padres contienen instrucciones precisas que nuestro cuerpo no puede dejar de obedecer. La gramática, sin embargo, es mucho más versátil y maleable. Dentro de unos límites, podemos manipularla para redactar desde simples manuales de cocina a poesías excelsas llenas de emoción y sentimientos, usando el mismo vocabulario. Todo depende de cómo la usemos. Lo mismo hace la epigenética: una gramática vital que permite integrar el funcionamiento de todos nuestros genes para configurar el curso de nuestras vidas.EnEpigenoma para cuidar tu cuerpo y tu vida, el autor, reconocido divulgador científico y experto en genética, nos invita a descubrir cómo nuestro estilo de vida y la manera en que pensamos y actuamos pueden modificar el funcionamiento de nuestros genes y los de nuestros hijos y nietos.

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Information

Más sorpresas todavía

«La epigenética es lo que explica cómo actúan los estilos de vida sobre los genes.»
MANEL ESTELLER (1968).
Médico e investigador catalán, experto de prestigio mundial por sus investigaciones sobre epigenética y cáncer
«Cada persona está moldeada por una interacción de su entorno, sobre todo de su entorno cultural, con los genes que afectan a su comportamiento social.»
EDWARD O. WILSON (1929).
Entomólogo y biólogo estadounidense, considerado uno de los cien científicos más influyentes de la historia por sus trabajos en evolución y sociobiología

5. La alimentación y los hábitos: quién dirige al director adjunto

Uno de los muchos episodios dramáticos de la Segunda Guerra Mundial se produjo en Holanda, durante el invierno de 1944 y 1945. Las tropas nazis se batían en retirada en toda Europa, pero por motivos estratégicos y simbólicos se aferraban a conservar el noroeste de Holanda. La presión aliada era insostenible, y la lucha en el frente, que se situaba cerca de la población de Arnhem, provocó un embargo total de alimentos a esa zona. Coincidió, además, con un invierno especialmente frío, que heló los canales que solían usarse para transportar mercancías. Además, el ejército alemán, durante su retirada, destruyó las principales vías de comunicación terrestre e inundó aposta la mayor parte de los campos de cultivo. Toda esta combinación de factores propició lo que se ha denominado la gran hambruna holandesa.
A finales de noviembre de 1944, la dieta de la mayor parte de los habitantes de las grandes ciudades holandesas, incluida Ámsterdam, se redujo a unas mil calorías diarias, muy por debajo de lo que sería óptimo: entre unas dos mil trescientas y unas mil novecientas calorías diarias en los adultos activos. A finales de febrero de 1945, la disponibilidad de alimento había disminuido hasta el punto de proporcionar solo quinientas ochenta calorías por día. Y eso gracias a que empezaron a consumir los bulbos de los tulipanes, que no forman parte de una dieta habitual. Los granjeros y los habitantes de otras zonas de Holanda no lo pasaron tan mal, puesto que disponían de sus propios productos, lo que les permitió subsistir algo mejor. Cuando las tropas aliadas liberaron completamente Holanda del horror nazi, en mayo de 1945, más de veintidós mil personas habían muerto de hambre.
Uno de los parámetros habituales para medir el impacto de una hambruna es a través del número de víctimas. Pero los efectos son mucho más variados a medio y a largo plazo. Por suerte, tras este episodio, el Gobierno holandés empezó a recopilar meticulosamente datos sobre la salud de todos los holandeses, tanto de los que habían sufrido la hambruna con toda su crudeza como de los que vivían en zonas donde esta había sido menos severa. No solo recopilaron datos de las personas directamente afectadas, sino también de los niños y niñas que nacieron poco tiempo después y que, por lo tanto, la habían sufrido indirectamente a través de sus madres gestantes. E incluso recogieron todos los datos de los que nacieron a partir de esa época, de padres que por aquel entonces eran solo niños y adolescentes. La hambruna que habían padecido durante ese invierno, ¿iba a afectar también de algún modo a sus descendientes concebidos, gestados y nacidos tiempo después?
Cuando se analizaron todos estos datos durante los años setenta, se observó que las personas que habían sufrido la hambruna indirectamente a través de sus madres durante su segundo mes de gestación manifestaban una incidencia de obesidad que duplicaba los niveles de los que habían nacido antes o después de esa época. De algún modo, la falta de alimento mientras sus madres los estaban gestando condicionó su metabolismo durante el resto de su vida. No solo eso, sino que el porcentaje de los holandeses que nacieron poco después de la hambruna y que manifestaban trastornos psiquiátricos como esquizofrenia y depresión era significativamente más alto que en el resto de la población. A medida que pasaba el tiempo, cuando estas personas alcanzaron los cincuenta años de edad, alrededor de 1995, también se hizo evidente que eran mucho más propensas a padecer otras patologías, como hipertensión, enfermedades coronarias y diabetes de tipo 2. ¿A qué se deben estos efectos, muchos de los cuales diferidos en el tiempo, puesto que empezaron a manifestarse muchas décadas después? Como se deben estar imaginando, la respuesta es la epigenética.
Vamos a hablar, pues, de qué manera la alimentación y los hábitos de vida condicionan la manera como funcionan los genes a través de modificaciones epigenéticas específicas, y de cuál es su significado adaptativo. Vamos a ver quién dirige al director adjunto. Recuerden la comparación a la que me voy refiriendo periódicamente: el ADN es la orquesta, el director serían los elementos reguladores del propio ADN, el papel de director adjunto le correspondería a las modificaciones epigenéticas, y ahora vamos a ver quién dirige a estas modificaciones epigenéticas –quién dirige al director adjunto.
Una advertencia, sin embargo, antes de continuar. Como ya les advertí en capítulos precedentes, la «moda epigenética» ha llevado a algunas personas a hacer propuestas sobre alimentaciones alternativas que se supone que «favorecen» el epigenoma. Mucho de lo que hay sobre el tema no se sustenta en evidencias científicas, así que no esperen recetas de cocina para mejorar su epigenoma. Lo que voy a hacer en este capítulo y en los dos siguientes es hablar de algunos de los muchos artículos científicos que permiten relacionar algunos aspectos concretos de la alimentación, como el consumo excesivo de grasas o la malnutrición debida a trastornos alimentarios como la anorexia, con la gestión epigenética de la función de determinados genes, y de otros muchos aspectos vitales como el consumo de drogas, la práctica deportiva, el estrés y la meditación, entre otros.
No olviden, sin embargo, que es todavía una ciencia muy joven, por lo que todo lo que les voy a explicar proviene de estudios recientes. Esto implica que todavía son necesariamente parciales y que, con el tiempo, a medida que se vayan acumulando nuevos datos, sin duda se irán perfilando mejor y se completarán. E incluso, como es propio del método científico, se reformularán si se demuestra que en algún aspecto no eran del todo correctos.

Comer

A pesar de que todas las personas compartimos el mismo genoma, los mismos veinte mil trescientos genes que nos hacen humanos, nadie tiene exactamente la misma secuencia de ADN a todo lo largo de sus cromosomas –a excepción hecha de los gemelos idénticos–. Se calcula que, de media, entre una persona y otra cualquiera hay más de tres millones de variaciones en el ADN. Puede parecer mucho, pero solo representa el 0,1 % de los nucleótidos que conforman el genoma humano. Comparados con la mayor parte de las otras especies de animales, la diversidad genética de nuestra especie es muy baja. Si solo hubiese unos pocos millares de personas en todo el mundo, esta diversidad tan baja nos conduciría fácilmente a la extinción. Por suerte, no es así. Volvamos a las diferencias existentes entre genomas humanos. Muchas de ellas no afectan a ningún proceso, pero otras tienen influencia en la manera como nuestro cuerpo y nuestro metabolismo responden al medioambiente. A finales del siglo XX nació una nueva disciplina científica: la nutrigenómica, que combina los conocimientos genéticos con el metabolismo y la nutrición.
Por poner un ejemplo muy conocido: hay personas que son intolerantes a la lactosa. Esto significa que su sistema digestivo no puede digerirla. La lactosa es un tipo de azúcar que se encuentra en la leche, y para digerirlo hace falta una enzima específica, denominada lactasa. Todos los niños pequeños producen lactasa, puesto que durante un tiempo la única fuente de alimento de que disponen es la leche materna –o leche maternizada–. Sin embargo, al crecer hay personas que pierden esta capacidad, mientras que otras la conservan toda la vida. La única diferencia entre unas y otras es una mutación en la zona que regula la expresión del gen de la lactasa. Las personas que sí pueden digerir la lactosa durante toda la vida contienen una mutación que hace que este gen funcione para siempre, mientras que, en las personas intolerantes, el gen se desactiva automáticamente en general tras superar el período de lactancia. La lactosa no es, en ningún caso, tóxica, como a veces he oído decir. Simplemente, debido a un cambio genético azaroso, hay personas que pueden digerirla durante toda la vida, mientras que otras solo pueden hacerlo durante su infancia.
Esta misma diferencia genética puede aplicarse a cualquier otro gen implicado en el metabolismo. Por ejemplo, se sabe que nuestras células tienen un receptor encargado de incorporar la vitamina D, que es necesaria para muchos procesos fisiológicos. El gen responsable, denominado VDR (del inglés vitamin D receptor), puede presentar diversas variantes génicas, cada una de las cuales permite incorporar vitamina D con una eficiencia diferente. Por eso hay personas que aprovechan muy bien la vitamina D que ingieren y con pocas cantidades tienen más que suficiente, mientras que otras necesitan consumir mucha más, e incluso tomar suplementos vitamínicos, por el hecho de tener unos receptores menos eficientes.
Puesto que las modificaciones epigenéticas condicionan la manera como funcionan los genes, no es de extrañar que el epigenoma también condicione nuestro metabolismo a través de los genes correspondientes, haciendo que sean más eficientes en algunos aspectos que en otros. Aproximadamente el 7,5 % de los genes de nuestro genoma están implicados en el metabolismo. Lo que no parece tan lógico es que sea la misma comida, los nutrientes que ingerimos, la que contribuya a establecer el epigenoma que debe regular su propio metabolismo. Pero así es exactamente como sucede. Y el motivo es sencillo. La nutrición es uno de los aspectos más importantes para la supervivencia de los individuos, por lo que adaptar el funcionamiento de los genes a la alimentación que uno encuentra sin duda contribuye a aprovechar mejor sus nutrientes. Como he dicho en diversas ocasiones en capítulos precedentes, las modificaciones epigenéticas se establecen para adaptarnos mejor a nuestro entorno, y ello incluye los aspectos nutricionales. Lo que sucede, sin embargo, es que muchos de nuestros genes realizan diversas funciones en diversos momentos o en distintas células (hablé de ello en el capítulo 2), por lo que las modificaciones epigenéticas que pueden ser beneficiosas para unas funciones concretas no tienen por qué serlo para otras. Y esto sucede muy a menudo, especialmente cuando hay desequilibrios nutricionales.
Dicho de otro modo, el epigenoma condiciona nuestro metabolismo nutricional, y los nutrientes que ingerimos condicionan a su vez el epigenoma, lo que establece un círculo que se autoajusta y se autorregula y que afecta de forma diferente a los distintos procesos de nuestro cuerpo. Aunque se desconoce la relación exacta y precisa de la mayor parte de los nutrientes con aspectos específicos del epigenoma, los datos se van acumulando incesantemente en la literatura científica.
La primera prueba de la importancia que tiene la dieta en el establecimiento de las modificaciones epigenéticas se obtuvo en 1984. Tres investigadores del Instituto Nacional del Cáncer de los Estados Unidos estaban analizando los efectos de diversas dietas sobre la probabilidad de desarrollar cáncer. Dadas las dificultades de trabajar con personas, especialmente por cuestiones éticas, utilizaban ratas. Con las ratas compartimos el 95 % del genoma, en el que se incluye la mayor parte de los genes implicados en el metabolismo. En uno de sus trabajos observaron que cuando alimentaban a las ratas con una dieta pobre en nutrientes que contenían grupos metilo y acetilo, se incrementaba el riesgo de que sufriesen diversas patologías, entre las cuales destacaba el cáncer de hígado. El motivo, como comprobaron, es que no se realizaban todas las modificaciones epigenéticas que deben controlar la proliferación celular. Y este relativo descontrol en la proliferación celular puede conducir a la formación de un tumor. La lógica que se esconde detrás de estos resultados es aplastante: si dos de las principales modificaciones epigenéticas son la metilación del ADN y la acetilación de las histonas, es necesario ingerir cantidades adecuadas de nutrientes con grupos metilo y acetilo para que las células puedan realizarlas. En caso contrario, les faltará la «materia prima».
También se ha visto que una ingesta insuficiente de proteínas disminuye la metilación en diversos genes, lo que altera su funcionalidad. Entre ellos se incluye el gen del receptor de glucocorticoides, una de cuyas funciones es controlar el metabolismo de los hidratos de carbono (los azúcares), los ácidos grasos (las grasas) y las proteínas. También actúa como antiinflamatorio y contribuye a gestionar el estrés. Todo un repertorio de actividades que pueden verse alteradas, en este caso, por un consumo insuficiente de proteínas, que conlleva alteraciones en el patrón de metilación de algunos genes. Lo que cuesta más de entender es por qué la falta de proteínas afecta a las metilaciones de este gen y no de otros. Todavía le queda mucho camino por recorrer a la epigenética.
Un caso mucho más extremo sería el de la anorexia. El déficit nutricional severo provocado por este trastorno alimentario, que afecta a todo tipo de nutrientes, altera el epigenoma de muchos genes. Se ha visto, por ejemplo, que el epigenoma influencia la sensación de hambre y de saciedad a través del gen FTO, implicado en la gestión de la grasa corporal y la obesidad en condiciones de sobrealimentación. También se sabe que la anorexia suele ir asociada a hipermetilaciones en los genes SLC6A3 y DRD2A, implicados en el transporte y la recepción de algunos neurotransmisores como la dopamina. Los neurotransmisores son las sustancias que usan las neuronas para enviarse información entre ellas, y la dopamina está implicada en la gestión de los estados de ánimo, la motivación y el sentimiento de recompensa, entre otras funciones. Es decir, que las personas afectadas suelen tener más grupos metilo de lo que sería habitual en estos genes, lo que tiende a hacerlos menos activos. Sin embargo, todavía no están claras las relaciones de causa y de consecuencia. Pero de lo que no hay ninguna duda es de que la alimentación condiciona el epigenoma, y el epigenoma condiciona las conductas alimentarias.
Más casos todavía. Muchas plantas, como las denominadas crucíferas, entre las que se incluyen la col y el brócoli, forman parte de nuestra dieta. Estas plantas, junto con otras, contienen una molécula denominada isotiocianato que, una vez ingerida con la alimentación, contribuye a establecer acetilaciones en las histonas. Se ha visto, además, que estas acetilaciones favorecidas por el isotiocianato afectan a genes de los denominados supresores de tumores (hablé de ellos en el capítulo anterior), los cuales ayudan a regular la proliferación celular. Recuérdese que una proliferación celular descontrolada puede generar tumores, por lo que el consumo de estos vegetales de la huerta disminuye la probabilidad de padecer cáncer.
También se ha visto que el arroz integral contiene una molécula, denominada oryzanol gamma, que favorece determinadas metilaciones epigenéticas en el gen del receptor D2 de la dopamina, un neurotransmisor, en una región muy concreta del cerebro denominada núcleo estriado, lo que se correlaciona con una menor propensión a padecer obesidad. Mucha atención, sin embargo: no es que comer col o brócoli sirva para evitar –y todavía menos para curar– el cáncer, ni que comer arroz integral prevenga la obesidad. Estos nutrientes contribuyen en cierta medida, junto con otros muchos factores, a disminuir la probabilidad de desarrollar determinados tipos de procesos tumorales u obesidad. Quiero poner énfasis, mucho énfasis, en este concepto. Hay personas que afirman que con una dieta determinada se puede curar el cáncer. Es absolutamente falso. Simplemente, una dieta equilibrada y variada contribuye a disminuir la probabilidad de padecer esta y otras muchas enfermedades a través de modificaciones epigenéticas, entre otros diversos factores. Eso es todo.
También se ha visto que las metilaciones en determinados genes responsables del sentido del gusto, como los denominados T1R, T2R, PKD1L3 y ENaC, que están implicados en la detección de los sabores dulces, amargos, ácidos y salados respectivamente, favorecen en mayor o menor medida el consumo de azúcar, e indirectamente el índice de masa corporal (puesto que un consumo excesivo de azúcar favorece el sobrepeso y la obesidad). Y el consumo de ácidos grasos poliinsaturados, como los omega 3 y omega 6, favorece determinadas modificaciones epigenéticas en genes de actuación cerebral que contribuyen a potenciar la memoria, la cognición y los aprendizajes y ayudan a proteger el cerebro contra enfermedades como el alzhéimer y la esquizofrenia.
Los ejemplos puntuales abundan, entre los centenares de artículos sobre el tema, aunque todavía no se dispone de un mapa completo de cómo los nutrientes afectan al epigenoma y, en consecuencia, a nuestra salud. Y tardaremos en tenerlo, puesto que la cantidad de nutrientes, de genes y de interacciones posibles es enorme. Algunos de los trabajos más recientes a los que he accedido indican, por ejemplo, que el consumo de alimentos ricos en folatos y en grupos metilo en niños afectados de asma mejora su calidad de vida a través de determinadas modificaciones epigenéticas, y que determinadas modificaciones epigenéticas que afectan a genes típicos de las células del sistema inmunitario, especialmente los denominados linfocitos T (véase la figura 11), favorecen el desarrollo de alergias, incluidas las alimentarias. Los efectos del epigenoma parecen ser casi omnipresentes.
Decía en un párrafo anterior que un...

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