La fórmula del talento y MAHLER
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La fórmula del talento y MAHLER

Luis Conde

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La fórmula del talento y MAHLER

Luis Conde

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Este libro aborda la importancia de los retos en nuestras vidas, y cómo realizar lo que nos propongamos por más dificultades que entrañe. Luis Conde, fundador de Amrop Seeliger y Conde, nos cuenta algunos de los desafíos que se ha planteado en su vida y lo que ha aprendido con ellos, al tiempo que nos revela el secreto de su éxito: la fórmula del talento. El último reto fue nada menos que dirigir una orquesta sinfónica sin poseer conocimientos de solfeo. Para ello eligió la Segunda Sinfonía de Gustav Mahler, "Resurrección", interpretada por la Orquestra Simfònica del Vallès en el Palau de la Música Catalana. Y es que a base de mucha dedicación y pasión es posible llevar a buen puerto incluso un desafío tan complejo como ese, en cuya consecución el autor, en su papel de director de orquesta, dio con la armonía necesaria hasta el punto de conseguir que orquesta y público fuesen uno. Así como Mahler fue un mártir que se consumió en las llamas del esfuerzo, Luis Conde puso en ese reto todo el empeño para llevarlo a cabo. Un empeño que nos alienta a perseguir nuestros sueños.

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Information

Publisher
Plataforma
Year
2015
ISBN
9788416429905

La semilla de tres retos

En nuestras vidas siempre hay un «primer día» cuando llevamos a cabo algo realmente singular, y ese día lo recordamos de un modo muy especial.
El vértigo, la inseguridad e, incluso, el temor al ridículo que sentimos, se mezcla con la certeza de que nos hemos preparado bien y que de esa vamos a salir victoriosos.
Desde aquel primer día en el que nos encontramos frente a un micrófono para impartir una conferencia ante un público numeroso. O aquel otro en que, con nuestra corbata recién estrenada, franqueamos la puerta de la oficina de un banco, con su impertérrito jefe sentado al fondo… ese día en que iba a empezar nuestra carrera profesional: éramos universitarios, pensábamos que nos íbamos a comer el mundo, pero estábamos muy lejos de saber lo que nos iba a deparar el futuro.
Así empezó para muchos nuestra vida en la empresa.
Al terminar la universidad, ¿cuántos de vosotros pensasteis que ibais a ser el director de una gran compañía? ¿A cuántos os enseñaron qué es lo que hacía falta para ello? ¿Cuántos habéis soñado en algún momento llegar a ser, por ejemplo, el director de una orquesta sinfónica? ¿Cuántos envidiabais a aquel joven que, en un buen inglés, se dirigía con implacable seguridad a un selecto auditorio?
Por lo menos yo, desde mis inicios, pensé en todas estas cosas.
Pero si en cada «primera vez» me invadieron el pánico, el vértigo y el temor al ridículo, también he podido percibir la enorme satisfacción que se siente al lograr franquear esa barrera tan imaginaria como real, y más aún si la puedes compartir con las personas más allegadas.
Esa gran satisfacción que provoca la consecución de un reto a base de pasión y esfuerzo, junto con la aún más importante de poder compartirla con tus amigos, es lo que me ha llevado toda la vida a encontrarme ante muchas «primeras veces» y a ser capaz de plantear una serie de desafíos no siempre fáciles de conseguir. El constante afán de superación, la lucha por conseguir metas variopintas, la seguridad en uno mismo, el esfuerzo permanente y una gran dosis de optimismo y esperanza pueden explicar el porqué de una vida, la mía, vivida con intensidad y pasión.
Dicen que en la vida hay que tener un hijo, haber plantado un árbol y escrito un libro. Una vez habiendo cumplido con todo ello –ocho hijos, cuatrocientos árboles y un libro–, y dado que aún tenía vida por delante, pensé que sería bueno fijarme otros tres nuevos desafíos que aportasen valor a mi trayectoria vital. Tres nuevos retos que pudieran enseñar desde la experiencia, alguna de las aptitudes que los libros no nos muestran. Entonces decidí que serían los siguientes:
  1. Cruzar el Atlántico a vela;
  2. Elaborar un buen vino;
  3. Dirigir una orquesta.
Estos tres retos, como suele ocurrir con los desafíos personales, con los retos, tienen su origen en algún momento concreto de nuestras vidas.
Navegar a vela fue siempre uno de mis hobbies, y poder alcanzar esa línea lejana que es el horizonte parecía algo reservado solo a unos pocos privilegiados. Durante las vacaciones escolares, pasaba horas en la playa esperando que algún bondadoso vecino me invitase a dar un paseo a bordo de su barco.
Un año, mi padre, en recompensa por el resultado final del curso, nos sorprendió a todos los hermanos con una pequeña neumática de remos que tenía instalada en su base un cristal para ver el fondo marino. Jamás la pudimos estrenar, ya que el primer día se quedó dentro de su bolsa olvidada en la acera de la calle mientras el coche partía sin ella. Nunca más se supo de nuestra primera embarcación; eso sí, tuvimos tema de conversación para todas las vacaciones.
En mi mente siempre ha estado presente la libertad que el mar brinda a los navegantes. ¡Qué difícil es para ellos vivir en una ciudad sin mar y qué difícil es prescindir de una embarcación que te deslice sobre el agua!
En aquella edad temprana no podía entender que estaba plantando una semilla que me permitiría adquirir un barco con el que cruzar los mares con mi familia a bordo.
Desde pequeño me gustó el vino. Al igual que mi madre, he desayunado con vino todos los días de mi vida. No recuerdo haber probado jamás la leche. Incluso cuando al atardecer llegaba del colegio, solía tomar pan con vino y azúcar para merendar.
Una vez casado, cada vez que teníamos un hijo, adquiría sesenta botellas de Rioja del año en que había nacido el retoño. Alguna de las añadas fueron un total acierto; un Viña Pomal de 1982 fue el elegido cuando vino al mundo nuestra cuarta hija Andrea. Es el vino que se sirvió el día de su boda, 25 años después.
Una vez más, la semilla estaba allí, dispuesta a crecer para convertirla en la elaboración de mi propio vino.
De muy joven, recuerdo a mi padre obsesionado por la música de Wagner y Händel. No había domingo que su música no resonase en todas las habitaciones de nuestra casa. Al escucharla, intentaba dirigirla con la mano en el bolsillo y marcando el compás. Además, mis dos abuelas tocaban el piano y, una de ellas, el arpa; asimismo, mi tío Ramón tocaba el violín y era crítico de música clásica.
Pero la semilla que realmente comenzó a florecer fue cuando, en numerosas ocasiones, empecé a organizar conciertos en los lugares más recónditos del mundo, desde un concierto de piano en Yutajé (Territorio Federal Amazonas, en Venezuela), mientras observábamos el cometa Halley, hasta un concierto con la Joven Orquesta Sinfónica de Múnich en la playa de la Cala S’Alguer, en el corazón de la Costa Brava catalana.
Pero de ahí a dirigir una orquesta sinfónica había mucha distancia.
La semilla de los tres retos, como seguramente de tantos otros, estaba plantada, pero la distancia existente entre la semilla y el fruto es la que cuesta recorrer. Quizás el reto principal sea este: conseguir recorrer una distancia que parece imposible, lograr alcanzar el fruto y, no menos importante, poderlo compartir con los tuyos.
Las satisfacciones, si se comparten, adquieren una mayor dimensión.
Lo primero que hace falta para llevar a cabo cualquier reto es querer hacerlo y poner toda la imaginación posible al servicio de la causa. No se trata tanto de un tema económico como de dedicación.
Para cruzar el Atlántico adquirimos una goleta un tanto abandonada que poco a poco fuimos restaurando. Económicamente, parecía algo asumible.
Para hacer un buen vino, plantamos las cepas en un terreno en el que ya existía una viña centenaria de garnacha en bastante mal estado. Tuvimos que arrancar las cepas una a una y sanear el terreno. Lo que hizo falta no fue tanto el dinero como dedicar los fines de semana, mañana, tarde y noche, un viejo tractor y alguien conocedor del métier para que nos guiara adecuadamente.
Para dirigir una orquesta también es necesario un esfuerzo descomunal. Son muchas las horas de trabajo con una partitura delante, escuchando la obra en un CD y atendiendo a las clases de un buen profesor. Para organizar el evento y contratar la orquesta (los dos días de ensayo y el día del concierto) se pueden encontrar patrocinadores que te ayuden económicamente si el objetivo del acto así lo merece, pero para el resto del proceso se necesita mucha dedicación.
Con esto quiero decir que la mayoría de los retos son posibles si crees en ellos y les dedicas imaginación, pasión y, sobre todo, tiempo.

Primer reto:
cruzar el Atlántico en un velero

El primer reto lo alcancé en 1999 a bordo de nuestra embarcación, el Tolimen, una goleta de madera con vela cangreja, de 60 pies de eslora y construida en la población italiana de Carrara treinta años atrás.
A bordo del Tolimen mi familia y yo navegamos por distintos mares hasta plantearnos cruzar el océano Atlántico; un océano en el que, al navegar por sus aguas, tu embarcación se torna minúscula.
En esa singladura me acompañaba mi hijo Luis, un gran aficionado a la mar.
Cada uno tenía su responsabilidad a bordo. Unos estaban al mando del timón o de las velas, otro coordinaba los cambios de guardia, yo procuraba nuestra alimentación diaria con la pesca, otro de mis grandes hobbies, el complemento perfecto, y el cocinero, pieza esencial en una travesía. Nuestro cocinero era Luis Roger, por aquel entonces un joven recién egresado de la escuela de cocina Hofmann de Barcelona y hoy, tras quince años de profesión, chef del prestigioso restaurante BCN de Houston. Aquel ilusionado e incipiente cocinero, con su pasión y su exquisita cocina, nos hizo mucho más placentera nuestra estancia en la mar.
A bordo llevábamos escasos víveres y dependíamos bastante de lo que nos ofreciera el mar mediante la pesca. Cada mañana nos levantábamos con la ilusión de ver en cubierta algunos peces voladores que durante la noche chocaban contra las velas. Un desayuno perfecto. Los atunes eran el plato principal del menú, ya que es un manjar que puede cocinarse de múltiples maneras. Incluso un dorado de 23 kilos cayó en nuestras manos. Solo devolvíamos al mar las barracudas que pescábamos, mutiladas por los tiburones que iban tras ellas.
A los que nos gusta el mar, no solo sabemos que la naturaleza es capaz de hablarnos, sino que también vemos la tierra desde otros ángulos. Tenemos la sensación de disponer de más recursos.
Por eso, cuando te encuentras en medio de una tormenta, nunca piensas en quién te puede ayudar; simplemente actúas sin perder jamás la esperanza.
Ya lo dijo Séneca: «No pierdas nunca la esperanza porque más vale caminar con ella que llegar».
Durante la travesía del Atlántico te acompañan grandes olas, siempre en la misma dirección –de oriente a occidente–, y tú bailas a su compás mientras observas el espectáculo tan particular que produce otro baile, el de los delfines que van jugueteando entre las crestas blancas y espumosas que te rodean.
El 31 de diciembre de 1999 cambió el siglo y, para celebrar esa significada fecha a bordo del Tolimen, la familia eligió la isla de Mustique, en el archipiélago de las Granadinas.
Después navegamos por el Caribe, especialmente por Cuba, la «Perla de las Antillas», ese lugar paradisíaco donde los sentidos despiertan en sinfonías que creíamos olvidadas y todo el secreto consiste en «sentir» y esperar que todo suceda, hasta que te das cuenta de que realmente todo acaba sucediendo sin haber dado el más mínimo valor al tiempo.
Cuba es esa isla que, cuando te ha atrapado y llega el momento de regresar, sabes que dejas allí un pedazo de tu alma y el recuerdo de haber navegado por aguas cristalinas con el viento constante de los alisios que empujan la embarcación hacia Cayo Paraíso: el islote solitario donde Hemingway pasó tantas y tantas horas fondeado con su barco El Pilar y escribiendo El viejo y el mar o Por ...

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