Capítulo séptimo
FORMACIONES CLÍNICAS EN EL TRÍPODE PSICOANALÍTICO
A través de los tiempos y más allá de las incertidumbres que impregnen la cotidianidad, el vivir va sedimentando un repertorio, entre empírico e ilusorio, de lo esperable de la conducta de los otros.
Esta masa de experiencias es de continuo sacudida y reelaborada en un arco variable de elasticidad según culturas, edades, circunstancias, valores y prejuicios.
Nace allí el juego de reconocimientos que encara de modo oscilante lo raro, loco o simplemente idiosincrásico, según encaje o no, y de qué modo, dentro de aquellos parámetros.
Las psicopatologías surgen del mismo lecho ideológico, cuando actitudes, modos de ser o de construir sentidos lo exceden, como esfuerzo tendiente a incluirlos en un discurso compartible y, en la modernidad, científico.
E intentando superar de este modo el reflejo espontáneo segregatorio.
La fenomenología psiquiátrica ha recogido de manera refinada tal actitud, diferenciando entre motivacionalidad psíquica y causalidad orgánica según la posibilidad o no de comprensión por parte del observador del encadenamiento de razones del paciente.
Lo cual se funda en una extensión al límite de la empatía.
De ahí que las nosografías sean, de hecho, un subtipo de las tipologías culturales explícitas o espontáneas, hallándose estas últimas cercanas a la esfera de los prejuicios.
Y teniendo, como cualquier captación de los otros, renuencia a los cambios, las transiciones y las situaciones ambiguas y arduas de clasificar.
Penetrar los hermetismos de las estereotipias neuróticas o psicóticas es heurístico en este modo del saber, pero también intento de aprehensión del punto de fuga indescifrable de toda singularidad.
Que es hacia donde vamos, psicoanalíticamente hablando, poniéndole el nombre que sea: inconsciente reprimido, núcleos escindidos, verdadero Self…
La clave está en renovar la apuesta, dando cabida a la exploración de las distintas formas de realización con la finísima semiología que el psicoanálisis implica, pero aceptando el resto enigmático como circulante dinamizador del campo.
Y sabiendo que la singularidad puede mostrarse en un amplio abanico, sea como pérdida de sí adaptativa en diferentes niveles o, al contrario, como excedencia que lo desborda e interpela.
RELATIVIZACIÓN PRODUCTIVA Y TENTACIONES
Definir un repertorio de anormalidades configuradas supone un alivio frente a la extrema variedad de las formas de ser y padecer.
Ahora bien, en el proceso analítico no buscamos la consistencia de estructuras, sino que nos topamos con ellas, y si bien descansar en el remanso de estereotipias legibles es entendible en aprendices, puede constituirse en la anulación del sentido mismo del psicoanálisis.
Pues los esquemas y prototipos permiten construir marcos de referencia y sirven de apoyo, pero también se incluyen en el conjunto de pensamientos contratransferenciales a ser atravesados en el transcurrir del análisis.
Luego de cierta composición de lugar necesaria en los comienzos, el surgimiento de una preocupación diagnóstica en el curso del proceso nace por lo común ante dificultades, impasses o agravamientos preocupantes.
Claro está que no se trata de abogar por una perpetua apoteosis de la singularidad, sino del hallazgo de sus versiones en las tramas transferenciales, desprendiéndolas de transacciones limitativas.
Por su parte, los cambios de época inclinan hacia posturas relativistas y al desprestigio de la sistematicidad, los que suelen luego pendular hacia esquematismos, por cansancio ante la incertidumbre como mera errancia.
De ahí que debamos responder con instrumentos conceptuales adecuados tanto al operacionalismo elemental cuanto a las huidas filosofantes hacia las alturas.
Entre otras cosas, porque la escasa paciencia que signa la convivencia y la escasez ambiente de piedad recíproca, conduce rápidamente, como una suerte de retorno de lo reprimido, a dispositivos de clasificación – acción – segregación.
Todo lo cual nos lleva a retomar la actitud epistémica freudiana de relativización productiva.
Freud, en efecto, no anuló las diferencias entre las distintas maneras de enfermar y las vivencias y conductas consideradas normales, con una suerte de gesto antipsiquiátrico “avant la lettre”, sino que estableció sus semejanzas estructurales –elaborando el concepto de formaciones de compromiso– para señalar luego rasgos diferenciales a partir de parámetros propios.
Y es bueno tener presente que el concepto de neurosis de transferencia, construido en un campo definido de operaciones clínicas y en oposición con el de neurosis narcisistas, ha servido, más allá de la posibilidad concreta de realización de un análisis, para modelizar configuraciones y grados de resistencia a las transformaciones.
De este forma se vuelve concreta la fecundidad del psicoanálisis en tanto contexto de descubrimiento y hallazgos exportables a otros espacios.
La tentación nosografista tiende a ratificar la codificación de identidades con el atractivo de así instaurar un verdadero discurso científico e implica, como decíamos, acciones potenciales; y a ello no están inmunes nuestras clasificaciones.
Por lo que es bueno acentuar que las nosografías de campo y proceso dan cuenta de estructuras y subestructuras parangonables entre diferentes sujetos, pero también de sus condiciones de relativización, cuando los círculos viciosos o virtuosos las exceden.
Esto no supone idealización alguna, puesto que la excedencia que rompe con lo previsible puede darse tanto “hacia arriba” como “hacia abajo”, esto es, derrapando hacia turbulencias pulsionales, aceleraciones maníacas, expansiones narcisistas inconsistentes y así de seguido.
Y otro aspecto a tener presente es que la continencia de las formas propias dentro de límites obedece a movimientos de autoorganización en los cuales hay que discernir lo que está del lado de la buena preservación (conservación, en el sentido clásico) y lo que procede de reflejos de especie usufructuados por objetos primarios sofocantes o envidiosos, y envasados en recipientes caracteriales forzados por la convivencia.
FORMACIONES CLÍNICAS
El nombre mismo de psicoanálisis induce a pensar en una secuencia de simplificaciones reductivas en busca de elementos últimos.
Recordemos el derrotero señalado por Freud en los comienzos con la metáfora del análisis químico, lo cual es un costado de la verdad, pues apunta a un momento en una deriva que vuelve a situar lo hallado en planos más vastos y en un proceso de “ascenso a lo concreto”.
Pues a lo concreto, efectivamente, se asciende, en tanto conjuga múltiples determinaciones en un orden más rico de complejidad, de donde lo trabajoso de su discernimiento y la posibilidad de quedar a medio camino.
Siendo el desentrañamiento de los síntomas en la singularidad de lo actual lo que nos permite transformarlos.
Ahora bien, desde sus comienzos el psicoanálisis ha trabajado con unidades de magnitud dispar.
El síntoma adquirió en Freud valor estratégico al permitirle ubicar sentido y energía patológicamente anudados en el contexto de las formaciones transaccionales, es decir de significación desentrañable y afectos liberables.
Para desde allí indagar configuraciones de otra magnitud, por estratificación y coalescencia.
La intrincación de pulsión y defensa estabiliza la angustia producida por la regresión, que activa niveles inmanejables para los recursos previamente existentes.
Al desarrollarse la teoría, el síntoma, unidad molecular, se concebirá inscripto en la dramática de versiones de Self y relaciones de objeto, jugando en niveles intersubjetivos de gran complejidad.
Y no al modo mecánico de inclusión como cajas chinas, pues la versión de Self portadora y atrapada por el síntoma se manifiesta desde sus perentoriedades y según la proporción con que aquél impregne sus estrategias vitales.
El núcleo del síntoma, por otra parte, se sobredetermina por la convergencia de corrientes psíquicas diversas y las ansiedades primarias.
Lo que lleva a afirmar que el transcurrir del análisis va siempre desde lo complejo a lo complejo, aunque transite por unidades de distinto orden de complejidad.
La idea de simplicidad suele nacer de la claridad circunstancial de un “insight” logrado, en el que diversos materiales adquieren sentido a la luz de las representaciones reprimidas y emociones apartadas que liberan de la opacidad inherente a la angustia.
Pues esta, en efecto, genera elusividad –nivel fóbico de toda neurosis– al ser amenazado el tronco del ser por la pendiente en la que el síntoma abre hacia aspectos disociados.
Y ese evitar se vuelve a su vez ansiógeno, pues registra la propia insuficiencia y la de objetos continentes para estabilizar el mundo que se habita.
La aceptación paulatina de la complejidad de los materiales que el proceso genera ha conducido a acentuar la imposibilidad de asignación de un sentido excluyente.
Y en este punto previene del deslizamiento hacia los acertijos o juegos de palabras como paradigma del desentrañamiento psicoanalítico.
Claro está que pueden ser útiles clínicamente y refuerzan convicciones respecto de la condición lenguajera del ser que somos, pero no constituyen el eje modelizante de nuestra labor.
La interpretación va entonces en busca de emergentes nuevos, buscados pero aleatorios, a partir del trabajo de contención, observación, señalamiento, recolección y construcción, y es de este modo que pueden desentrañarse los dispositivos de ser-estructuras, al dislocar defensas compactas.
Tenemos así trazado el sentido primero de Formación Clínica, que nos permite inteligir las relaciones de implicación y reequilibramiento de los conjuntos sintomáticos que surgen desde fantasmáticas distintas.
Consiste en la totalización de una vida singular, tal como se manifiesta a través de un análisis, pero sin pretender abarcar la totalidad de una vida.
Esta concepción de la arquitectónica de una neurosis recoge el rico legado del psicoanálisis clásico, y su reconstrucción junto al establecimiento de lazos explicativos y de exposición, culmina en “el todo complejo estructurado” de una Formación Clínica.
Las que constituyen totalidades determinadas, pues no son abstractas o insondables; sí incompletas, dado que en ellas la subjetividad se cierra en estabilizaciones que al ser desmontadas se muestran como versiones de sí.
Y desde allí el proceso analítico se define como el examen de las corrientes de la vida psíquica, que lo recentran alternativamente en una u otra de las mismas, con sus diferentes premisas pulsionales, fantasmáticas y simbólicas.
Las corrientes tienen vocación hegemónica: tienden a representar el todo del sujeto y para ello ofrecen sus estereotipias para que los otros ratifiquen esa parcialidad.
La unicidad subjetiva es un fantasma útil para la tensión con la que el Yo debe lidiar frente a la diversidad que contiene y el miedo a la desagregación, más profundo que los inconvenientes o dolores que surgen de andar por el mundo con versiones mutiladas de uno mismo.
Ahora bien, la centración en una versión de sí (y correlativamente de las relaciones de objeto), obedece no sólo a razones de autopreservación narcisista, de búsqueda de unicidad a toda costa, sino a la adecuación tanto a imagos como a figuras e instituciones que exigen ser de un modo y una pieza.
Si, en cambio, expandimos la indicación freudiana, la diversidad queda situada como irreductible pero explorable, siempre que demos espacio y tiempo transferenciales para que se muestre la imbricación de regímenes de realización fantasmáti...