Diario de una sombra
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Diario de una sombra

María García Lliberós

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Diario de una sombra

María García Lliberós

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Gabriel Pradera, licenciado en Derecho, inicia su imparable ascensión social casándose en 1972 con Nuria Ribazo, perteneciente a una de las familias de banqueros más poderosas de España. Actuó guiado por una ambición impaciente que atribuía a la posesión de dinero e influencias la capacidad para conseguir cualquier objetivo. Treinta años más tarde, situado en la cúpula del poder económico del país, la aparición de un tercer personaje, Gonzalo, portador de un mensaje confidencial, lo obligará a enfrentarse con su pasado porque, como acabará confesando, la responsabilidad derivada de ciertos actos no prescribe jamás y solo se extingue con la muerte.Diario de una sombra, es una novela realista que discurre por los paisajes urbanos de Madrid, Londres, Lucerna, Valladolid y Valencia. Profundiza en la psicología de los personajes y nos habla de las oportunidades perdidas, la codicia humana, las traiciones y los miedos. También de la inocencia, el engaño, la soledad, la culpa, el anhelo de justicia, la lucha por la vida y, sobre todo, del papel de la familia y la necesidad de conocer nuestras raíces para situar nuestro lugar en el mundo.

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Information

Year
2016
ISBN
9788494508691

Capítulo 1

Gabriel Pradera se enfrentaba a una situación nueva. Solo en su despacho, con la puerta cerrada por dentro y la orden previa de que nadie le molestara, rodeado de quietud absoluta, urdía una muerte. Al pensarlo, se estremeció. ¿Tanto había cambiado?
Un año antes se creía poderoso e inmune al fracaso. Gustaba definirse como una persona de su tiempo, respetuoso con las leyes y enemigo de la violencia, convencido de que cualquier conflicto puede resolverse a través de la palabra, ese don que nos distingue de los animales y ha permitido el desarrollo de la cultura, y de ahí, de la repugnancia segura con la que iba a juzgar su conducta, procedía la confusión en la que se encontraba envuelto en aquellas horas. Algo extraordinario le hizo caer en la cuenta de que su vida, durante décadas, había transcurrido en una nube de ilusoria felicidad lo que explicaba que, reconcomido por la ira y el remordimiento, estuviera absorto en la tarea de preparar un acto abominable. Era viernes 8 de octubre de 2004, la tarde languidecía y una bruma de otoño se instalaba con mansedumbre en las calles de Madrid. Escuchó el silencio espeso de su despacho insonorizado y tuvo la impresión irreal de estar ya fuera del mundo.
El conflicto moral, clasifiquémoslo así de momento, tuvo su inicio el 20 de marzo de 2003, fecha de su aniversario de bodas, aunque la gestación se situaba más lejos. Esa mañana oyó por primera vez el nombre de Gonzalo Núñez, el sujeto que iba a personificar al cobrador de la factura por unos hechos acaecidos treinta años antes que, en contra de su voluntad, no habían quedado atrás. Somos responsables de nuestra historia y el resultado de nuestro pasado, pensó. El futuro, por el que tanto nos esforzamos, es una nada en constante cambio y siempre inexistente, mientras el pasado constituye nuestra base de datos, el contenedor de los secretos y lo único cierto, siguió meditando, y cada individuo se debe a los acontecimientos vividos y las decisiones tomadas, lo que explica la preeminencia de la memoria sobre cualquier otra facultad del alma, porque es el certificado de nuestra existencia. Su privación nos deja sin identidad y tan desconcertados como un niño dentro de un laberinto. Gabriel Pradera necesitaba repasar los hechos y reflexionar despacio.
Hasta finales de abril de 2003 en que por fin recibió a Gonzalo Núñez en ese mismo despacho, su ignorancia respecto a la existencia de un hijo fue total. ¿Negligencia por su parte, egoísmo, residuo de una juventud alocada? No, él nunca fue un alocado, ni siquiera cuando se le presentó la oportunidad de experimentar una pasión sin límites. La aprovechó, eso sí, conoció el amor y se dijo, ningún humano merece morir sin haber gozado de esa sensación. ¿No fue Stendhal, en alguna de sus novelas, quien apuntó aquello de “quien no ha amado apasionadamente ignora la mitad más hermosa de la vida”? Este pensamiento vino a redimirle, porque nada más cierto que él era joven y amó con locura. Al igual que Elsa, adorable y adorada Elsa, no mereció ese esfumarse, la palabra precisa, admitió, de su mapa existencial, porque otros planes le exigieran sacrificarla. El desconocimiento de Gonzalo fue el resultado de un cálculo inexacto, como lo son los de las probabilidades. Un hecho del que, por error, daba por cierto haber eludido el coste. Ignoraba a cuánto alcanzaría, aunque se sentía capaz de efectuar una aproximación. Expresarlo así en su mente, con lenguaje de financiero, le avergonzó. Le incomodaba la percepción, aún difusa, de un íntimo pudor que hizo que su cuerpo se encogiera en la butaca mediante un movimiento suave, involuntario, un atisbo de la debilidad que le iba a crecer imparable a partir de entonces. Desapareció de la vida de Elsa sin asegurarse de si aquella relación romántica, la única por completo generosa mientras duró, ironías del destino, había tenido consecuencias biológicas, aunque se preocupó de no dejar rastro alguno que permitiera a Elsa dar con él. Se cubrió las espaldas y desapareció por el foro. Tanta alevosía a sus veinticinco años le espantó, como si reconociera, ahora, al astuto monstruo que empezó a desarrollarse en su interior. Ni dominado por el delirio amoroso descuidó las atenciones propias de un estratega. Debió hacerlo bastante bien, se dijo con una media sonrisa torcida, porque habían transcurrido tres décadas sin que nadie le importunara a causa de Elsa. Actuó con una frialdad que, en aquella época, decidió confundir con madurez. De nuevo se removió inquieto en el asiento, encogiéndose otro poco con la impresión de ser pillado en una mentira. ¡Vale!, se confesó al fin, me comporté como un cínico. Reconocerlo le produjo el sabor a derrota del que da el brazo a torcer. Lo conocía de verlo en los rostros de los otros cuando, frente a frente en la oficina, no les quedaba más remedio que avenirse a sus condiciones impuestas en una negociación. Un rol desempeñado numerosas veces de manera perfecta. Por eso pudo imaginarse su cara de pasmado en ese momento y empezar a probar el malestar que produce el desprecio hacia sí mismo.
A Elsa le costó olvidarla más de lo que previó en un principio. Lógico pues, durante aquellos meses, la amó como nunca lo hiciera antes con otra mujer y como nunca después conseguiría Nuria. Con ambas hizo trampas. La pasión por Elsa, un secreto alojado en su corazón, acabó en un desvanecimiento paulatino de la imagen de ella y de cualquier recuerdo que la asociara, impuesto por su voluntad. Gonzalo Núñez, ese muchacho no tan joven, debe rondar los treinta y uno aunque no los aparente, dedujo, lo había removido todo. Un elemento imprevisto, fuera de su control y, en consecuencia, peligroso. El pasado no se acababa de enterrar nunca, somos nuestro pasado, repitió como si esta simple idea explicara cada individuo y al conjunto de la población, y la responsabilidad de algunos actos no caduca, ni prescribe, ni es posible trasladarla, sólo se extingue con nuestro propio final, filosofó. En ocasiones, eludir la responsabilidad conduce a la muerte, apostilló.
Los acontecimientos, a partir de marzo de 2003, sucedieron, desde su desasosegado punto de vista, deprisa. Le cayeron en tromba con intensidad creciente, presionado por un chico ambicioso y, en opinión de Gabriel, lleno de resentimiento, o con el derecho a sentir resentimiento, matizó. No le habían dado resuello hasta el punto de hacerle sentir en peligro. ¿Estaba siendo ecuánime o se trataba de una percepción desequilibrada a causa de su nerviosismo? ¿Peligro de qué? Gabriel levantó la cabeza y mantuvo la mirada al frente cual torero retando al público en la plaza. Tropezó con el tablón luminoso de las cotizaciones de los valores bursátiles en los principales mercados del planeta que ocupaban la pared y con rabia lo desconectó. La habitación se oscureció de pronto. ¿De qué tenía miedo?, se preguntó en voz alta como si confiara en que el sonido de su voz le robusteciera la autoridad. De perder su posición, de ser descubierto y expulsado de la élite, su paraíso en este mundo, el único que tenía por cierto. Se acodó en la mesa de caoba y hundió el rostro entre las manos recuperando un gesto de honda inquietud. ¡Del derrumbe de su impecable imagen! De pasar a ser un ídolo caído, como lo fue su padre don Fernando Pradera, un trance por el que se había jurado que no pasaría. Todo porque, de buenas a primeras, se había colado en su vida un extraño. ¿Podía calificar a Gonzalo Núñez de otra manera? Se sintió vulnerable y no le gustó. Cerró las manos, junto los puños enfrentándolos entre sí hasta que los nudillos se le pusieron blancos de cólera. Temía verse obligado a definirse de nuevo, ahora como canalla, y llegar a repudiarse, él, Gabriel Pradera Blasco, poseedor de una elevada autoestima. No estaba seguro de poder soportarlo. Increíble que nadie hasta entonces hubiera captado lo cobarde que era, se dijo asombrado, ni que esa cobardía no le hubiera impedido ascender hasta la cima. Soy pura fachada, un actor fantástico, un ídolo con pies de barro, expresó en voz alta. Claro que en su trabajo asumía riesgos, ¡faltaría más!, estaba acostumbrado a ello, siempre con el dinero de los demás, por supuesto, que encima le pagaban. Hemos construido un mundo galimatías que favorece a los pillos, concluyó incluyéndose en este grupo. ¿Acaso le había ofrecido alguna oportunidad al chico?, se preguntó. Le ayudó a conseguir uno de los puestos de redactor en la cadena de televisión del grupo, poca cosa en comparación con lo que podría obtener si se decidiera a actuar por la vía judicial. Acabará haciéndolo, sentenció el señor Pradera, porque nada tiene que perder y mucho por ganar. Si no lo hiciera, me defraudaría, añadió expeditivo. Él, en su lugar lo habría hecho ya. Demasiada paciencia estaba mostrando Gonzalo, quizás fuera un pusilánime. Hasta el momento se había limitado a presentarse y hacerle llegar documentos emotivos que forzaran una reacción por su parte. Emotivos y coactivos. El diario y la última carta de Elsa no admiten dudas, se dijo, y Gonzalo, antes o después, ejecutará los planes de su madre. Estaba a tiempo de intentar cerrar algún pacto conveniente para ambos e impedir la debacle. Cada individuo tiene su precio, lo sabía bien, ¿cuál sería el del silencio de su hijo? ¿Cuánto pediría Gonzalo Núñez y hasta cuánto estaba él dispuesto a dar? Alcanzado este punto, prefirió no seguir con sus meditaciones, convencido de que lo mejor era poner obstáculos a la invasión de cualquier elemento que pudiera minar más su ánimo. Barruntó que su hijo, si había heredado algo del carácter de Elsa, exigiría lo que en justicia le corresponde, de lo que el dinero era sólo una parte. ¿Por qué iba a renunciar a unos derechos que le abrirían las puertas a todo?
Solo con sus pensamientos, convino en dejar en la inopia total de esta historia a Nuria, su mujer. Ignoraba la reacción que podría adoptar si la pusiera al corriente. En el peor de los casos, aunque no el menos improbable, ni lo entendería ni lo perdonaría y Nuria era la piedra angular sobre la que sustentaba su éxito. La prudencia le aconsejó no arriesgarse a un enojo de consecuencias imprevisibles. La absoluta sinceridad no suele ser beneficiosa en ninguna relación. Quién sabe si le daba por pedir el divorcio, no por tener un hijo de otra que, al fin y al cabo, a estas alturas era lo de menos, sino por negarle a ella la posibilidad de ser madre y porque al conocer la edad de Gonzalo –imposible eludir cálculos, indagar, atar cabos, querer saber más– acabaría desenmascarándolo. Un desliz que debía haber prescrito en lugar de amenazar su matrimonio y su familia. Tranquilo, se aconsejó, estoy sacando las cosas de quicio. Nuria jamás le había exigido fidelidad, una cuestión ajena en sus conversaciones y que daban por supuesta. Quería evitar que se quebrara la franja de penumbra compartida entre ellos, asumida sin necesidad de explicarla con palabras y parte intrínseca de la confianza ciega que fortalecía su unión. Según Gabriel, la solidez de un matrimonio exige no iluminar nunca esas zonas de sombra en las que ubicaba la esencia del individuo. Consideraba el secreto, la necesidad de no hacer explícitos los pensamientos, la presunción de inocencia sobre los actos no compartidos, el respeto a los espacios de soledad de cada uno de los cónyuges, como parte de los derechos de la persona. Lo pensaba así y le convenía.
Gabriel Pradera se recostó en el asiento y cerró los ojos. Desde que oyó por primera vez el nombre de Gonzalo Núñez, su escenario vital se había ensombrecido y el nombre de su hijo adquirido poder para perturbarlo. Debería afectarle el influjo de la sangre, consideró, porque no tenía duda de que Gonzalo era su hijo, no sólo por los documentos leídos sino porque se veía a sí mismo reflejado en algunos de sus rasgos –el hoyuelo de la barbilla, por ejemplo, el gesto de atusarse el pelo, el anuncio de una sonrisa en la comisura de los labios, la elegancia al caminar– y, no obstante, continuaba siendo un extraño surgido de repente para desbaratar el orden de su existencia. Durante el último mes se había aficionado al noticiario de Canal 11 por su culpa. Le gustaba seguirlo en la pantalla, examinarlo y comprobar los progresos del muchacho. Incluso Nuria, inocente, comentó su parecido. En varias ocasiones había sentido algo parecido al orgullo. Hasta que llegó el paquete con la fotocopia del diario de Elsa, una sombra al acecho a partir de entonces. Reconocer la letra le infundió un pánico irracional y paralizó cualquier sentimiento hacia Gonzalo. Leerlo, junto con las cartas entregadas antes y que hasta entonces había conseguido mantener fuera de la vista, le provocó el estado en que se encontraba. Por primera vez le remordió la conciencia. Curioso, se dijo, y ¡maldita sea!, tengo un descendiente que no es mi heredero. El pensamiento lo fastidió. Aurora, su hija adoptiva, llevaba su apellido y, a pesar de sus rasgos chinos, ocupaba ese puesto privilegiado. Aurora estaba siendo educada por Nuria y él de común acuerdo. De Gonzalo sabía poco, no había participado en su formación, hasta su manera de hablar le sonaba rara, con un matiz extranjero, apenas audible para quien no se fijara, e incluso grato. Necesitaba que los sentimientos permanecieran controlados. Sin embargo, de su interior se adueñó la guerra: por un lado se negaba a ser reo del pasado, lo que le conducía a indignarse con Gonzalo, el agitador de las aguas de la memoria, y por otro no le quedaba más remedio que admitir que el chico no era culpable de haber nacido, aunque lo responsabilizara de alguna manera. Si pudiera volver a ver a Elsa, hablar con ella, acariciar su pelo, interpretar su mirada, tomarla de la mano, explicarle su conducta, disculparse, ayudarle de forma discreta, con una pensión económica, una casa, lo que pidiera..., pensó. Perdonado por Elsa, respiraría aliviado. Pero Elsa estaba muerta, el perdón inalcanzable y no había manera humana de compensarla. Jamás podría ahogar su culpa. Se lo dijo Gonzalo cuando le entregó las malditas cartas cuya lectura, demorada al máximo, le fue helando la sangre, hasta el punto de que su conciencia, no tan dormida como le hubiera gustado, le exigiera un proceso de expiación. Desde entonces ni descansaba a gusto ni dejaba de pensar en Elsa. Lo creyó porque no se miente sobre la muerte de una madre y porque su rostro reflejó un dolor que tampoco se improvisa o se finge. Gonzalo esa mañana demostró poseer determinación y dominio, además de una presencia notable. De Elsa conservaba una foto, o quizás dos, una del día que fueron a jugar al tenis aprovechando los carnets de socios del club de unos amigos, entonces todavía las bolas eran blancas y las raquetas de madera, recordó, pero la importante era la otra. Sí, estaba seguro, destruyó las demás y se quedó con ésas. Un foco alumbró de pronto su memoria. ¿Dónde las puso? ¿Qué hizo con ellas? Gabriel volvió a cerrar los ojos y se dispuso a revivir algo de aquel ayer. Otra versión de una escena que Elsa relata en su diario. La que le interesaba volver a ver era una foto del tamaño de una postal en blanco y negro de Elsa bellísima, desnuda de cintura para arriba. La luz tenue del amanecer se colaba por la ventana entreabierta e iluminaba su torso de una blancura perfecta mientras la mitad de su cara permanecía en la penumbra de la habitación. Fue una foto robada mientras ella se mantenía, ajena a la observación de la que era objeto, en un estado de ensimismamiento impasible atenta sólo a recrear su goce recientísimo con la intención de grabarlo en su cerebro para, como explica en su cuaderno, echar mano de él cuando le alcanzara la nostalgia. Estaba sentada en la cama, el cuerpo ligeramente echado hacia atrás, apoyado en uno de sus brazos, el derecho, sobre el colchón, la palma de la mano abierta y hacia abajo, el otro se mantenía en su regazo, parecía que había detenido el movimiento de levantarse subyugada por el deseo de alargar el placer. La sábana, blanca y arrugada, cubría su cintura cuando los pies ya estaban en el suelo. Mostraba la mirada perdida en un horizonte que podía vislumbrar a través de unos visillos movidos por la brisa de la aurora, y en los labios una sonrisa que delataba la satisfacción de una amante feliz y confiada en el hombre que compartía su lecho. Una sonrisa que delataba un sentimiento de triunfo. Gabriel se asombró de la inocencia de Elsa, lo que incrementó sin pretenderlo la percepción de sí mismo como traidor, de su irresistible ingenuidad, de poder recomponer en su mente esa escena con nitidez y de que el recuerdo, en contra de lo temido, le insuflara aires de vanidad e incluso de deseo, un deseo lacerante sugerido por el cuerpo de una mujer muerta. Él no aparecía en la instantánea, ejercía de ladrón de ese segundo sublime, pero le constaba que era la causa esencial de la dicha de Elsa. Le pareció suficiente. Lo supo entonces y cada vez que contempló la foto hasta depositarla en una caja de cartón con tapa rojiza, en otro tiempo de zapatos, junto a otros objetos significativos que no se llevaría a su domicilio de casado.
En aquella madrugada londinense de mediados de septiembre de 1972, en una pequeña alcoba de la tercera planta de un hotel modesto llamado Down the River, frente al Támesis –no tenía duda ni del sitio, ni del nombre, ni de la fecha– era feliz a su manera y, mientras estuviera con ella, estaba decidido a que lo fuera Elsa a toda costa. Contrapesaba con esta medida su conciencia de embaucador que le indujo a ocultarle la decisión de no volver a verla nunca más, a pesar de admitir su condición de enamorado, una circunstancia de la que estaba seguro que el tiempo se encargaría de extinguir. Acababan de hacer el amor y fue, podría certificarlo, en esa madrugada en que los abrazos despedían el aroma de la inminente separación, cuando debió de ser concebido Gonzalo. Gabriel sabía que no le quedaban preservativos y Elsa, enterada de ese detalle en un momento de creciente exaltación sexual, le animó a seguir. Lo hizo en silencio o, mejor, para ser sincero, no le conminó a retirarse, lo que habría hecho de notar un mínimo gesto por su parte, pues Gabriel continuaba considerándose un caballero. Ni un minuto se detuvo a pensar que con este razonamiento hacía única responsable a Elsa del nacimiento de Gonzalo, a pesar de la obviedad de que tales cuestiones son cosa de dos. En su fuero interno, y como jurista, anotó que el argumento carecía de validez. El anhelo por culminar el placer triunfó sobre cualquier atisbo de prudencia. Pudo ocurrir que Elsa quedara embarazada, desde luego, y él, como tantos otros han hecho desde que el mundo es mundo, prefirió ignorar el final de esa posibilidad. Cortó con Elsa y sus proyectos de futuro, susurrados por ella al calor de la noche, otorgados por él desde el silencio amoroso, y se desentendió de las consecuencias de su conducta sexual. Indagar le hubiera acarreado problemas cuando sólo se trató de un descuido pues Gabriel, tan precavido, se había quedado corto en la provisión de preservativos. Elsa surgió en su memoria como una mujer fogosa y pura, lo que enardecía la pasión. Al fin y al cabo, su conducta era comprensible, algo común y corriente que seguiría pasando mientras la humanidad existiera, insistió. Gabriel Pradera tomó la decisión de recuperar esa foto, necesitaba volver a verla, tocarla, convencerse de nuevo de que la belleza de Elsa constituía un atenuante a su estado de presunto culpable. Deseaba incluso llorar por ella porque, si viviera, tras el perdón que daba por hecho, podrían volver a amarse con el mismo ardor de aquella noche irrepetible. Hasta ese punto, y de esa manera, interpretó la buena fe de su arrepentimiento. Casi con seguridad la foto permanecería en casa de su madre tal como la dejó la víspera de su boda. ¿Por qué no la destruyó entonces, al igual que otras de recuerdos londinenses? El hecho cobró un nuevo significado. La foto se convirtió en el hilo que lo ataba al ayer, la prueba de que lo hermoso y lo sublime tuvieron un instante en su vida y de que aquella aventura no era un engaño de la memoria, ni su paternidad un invento de un chico avispado deseoso de llevar aguas a su molino. Notó que su ánimo se relajaba, había ganado un tiempo precioso, descartó precipitar un final. Con tranquilidad debía arreglar algunos asuntos que concernían a Gonzalo, a Nuria y a Aurora. Atisbó una solución salomónica, propia de un equilibrista. Recuperó entereza e hizo algo más antes de levantarse para abandonar su encierro. Tiró del cajón superior izquierdo de su escritorio, rebuscó al fondo y encontró una llave. Con ella abrió el último del mismo lado y comprobó que una pistola automática algo mayor que la palma de su mano, comprada por capricho en una armería de la Quinta Avenida de Nueva York en la que ni siquiera le pidieron el pasaporte, aunque registrada después en la aduana española, pues no era hombre propenso a buscarse problemas con la policía, jamás utilizada, seguía allí, junto a una caja de balas, a su disposición. Al lado de la pistola encontró una pequeña cartera y dentro, entre otras cosas, una llave que tomó y se metió en uno de los bolsillos del chaleco. Luego, cerró el cajón. Le apremió la necesidad de visitar la casa de su anciana madre, hablar con ella y recuperar la foto. Siempre fue su aliada y confidente. Miró el reloj, iban a dar las ocho. Si se apresuraba, con suerte, la encontraría despierta. Apretó una tecla del teléfono y pidió que avisaran al chofer.

Capítulo 2

Londres, sábado 3 de junio de 1972
Estoy en Londres, en casa de Mr y Mrs Binneman, y abro el cuaderno nuevo de tapas verdes en el que quiero dejar constancia de esta experiencia. ¡Cuánto me gusta escribir sobre la primera página! El bolígrafo, de punta fina y tinta negra, se desliza con suavidad. La pulcritud de la letra sugiere buenas intenciones. Intuyo que este confidente pasivo se lo va a pasar bien conmigo y las estupendas aventuras que voy a vivir. Se trata de mi primer viaje al extranjero sola. Llegué ayer de madrugada en un vuelo chárter al aeropuerto de Gatwick donde tomé un tren hasta Victoria Station. Allí permanecí un tiempo compartiendo bancada con otros estudiantes y sus enormes mochilas hasta que los relojes marcaron una hora razonable para tomar un taxi y presentarme, molida, en casa de los Binneman. Mi residencia londinense (¡qué bien suena!) se encuentra en una travesía de Baker Street, cerca de Regent’s Park, en un piso de unos bloques señoriales con el bonito nombre de Bickenhall Mansions que, calculo, debieron construirse a principios de siglo. Muy cerca, según el plano, de Saint George’s School, en el barrio de Marylebone (me encanta este nombre), la academia a la que acudiré cada mañana para mejorar mi inglés. Cuatro horas de clases de lunes a viernes que he pagado por adelantado desde Valladolid. La casa es grande, amueblada con sencillez, enmoquetada por completo de azul intenso, incluso el cuarto de baño y la cocina. Mamá no se lo creerá cuando se lo cuente, ¡una cocina enmoquetada!, vaya una idiotez, diría, ella que friega la nuestra todos los días. Me recuerda una casa de muñecas de tamaño natural. No deben cocinar de verdad, lo que me ha puesto en guardia pues en el precio está incluido el desayuno y la cena. Los Binneman viven de los estudiantes que acuden a esta ciudad para aprender inglés y son, a primera vista, una pareja curiosa. Rentabilizan su piso, ubicado en el mismísimo centro, con mucha cabeza. Él parece más joven que ella. Cerca de los sesenta le supongo. Es bajito, regordete y con pinta de abuelo cebolleta. Debió ser pelirrojo en su juventud. Ahora le queda poco pelo y ha derivado hacia un tono grisáceo. Tiene ojos pequeños con mirada de pillo –seguro que lo es– y voz cantarina. Ella, cuando la conocí, echada en una tumbona, tenía el aspecto de una frágil dama victoriana, con su toquilla de punto de ganchillo sobre los hombros y una taza de té a mano. Más tarde la he visto levantada y es alta, le saca a su marido la cabeza, y delgada. En una novela británica la describirían como enjuta. Mari, una italiana de veinte años que, como yo, se propone pasar el verano aquí y ocupa la habitación contigua a la mía, me ha dicho, en un inglés fluido, que está enferma, de artrosis o algo similar, de ahí su aspecto avejentado, y sólo por las mañanas ayuda a prepararnos el desayuno. Mr Binneman ejerce de auténtica ama de casa con alegría...

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