El libro de Steve Jobs
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El libro de Steve Jobs

Luces y sombras de un genio

Brent Schlender, Rick Tetzeli, Gabriela Bustelo, Alex Gibert, Manuel Manzano, Luis Murillo, Víctor Obiols

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Luces y sombras de un genio

Brent Schlender, Rick Tetzeli, Gabriela Bustelo, Alex Gibert, Manuel Manzano, Luis Murillo, Víctor Obiols

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¿Quién era realmente aquel insensato que decidió inventar el futuro? No han faltado respuestas a esa pregunta desde su muerte en 2011. Todas parciales. Para unos fue un visionario que alcanzó la gloria a pesar de sus molestas asperezas. Para otros, un tirano engreído con un toque de talento y una montaña de suerte. Para la gran mayoría, una insólita combinación de perspicacia e ineptitud, de encanto y soberbia. Fue, según el tópico, mitad genio y mitad cretino desde la cuna a la mortaja. En estos juicios, sin embargo, siempre falta algo, algo básico. Eso que a tantos escapa (la irreducible complejidad de un personaje furtivo) lo contienen estas páginas.

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Information

Publisher
MALPASO
Year
2015
ISBN
9788416420575

Capítulo 1

Steve Jobs en el Jardín de Alá

Una fría tarde de diciembre de 1979, Steve Jobs detuvo su coche en el aparcamiento del Jardín de Alá, retiro y centro de conferencias situado en la ladera del Monte Tamalpais, en el condado de Marin, al norte de San Francisco. Estaba exhausto, frustrado y colérico. Además llegaba tarde. El tráfico en la 280 y la 101 estuvo prácticamente paralizado durante casi todo el trayecto desde Cupertino, allá en Silicon Valley, donde la empresa que había fundado, Apple Computer, tenía su sede y donde acababa de padecer una reunión del consejo presidida por el venerable Arthur Rock. Él y Rock no coincidían en casi nada. Rock lo trataba como a un niño. Rock amaba el orden y los procedimientos metódicos, creía que las empresas tecnológicas crecen de acuerdo con ciertas reglas y defendía esas ideas porque había visto cómo funcionaban, sobre todo en Intel, el gran fabricante de chips de Santa Clara al que había respaldado desde sus inicios. Rock era quizá el inversor tecnológico más importante de su tiempo, pero al principio había sido muy reacio a patrocinar Apple, en buena parte debido a que Jobs y su socio Steve Wozniak le resultaban más bien antipáticos. No veía Apple a la manera de Jobs, como una empresa extraordinaria que humanizaría la informática y que conseguiría esto con una desafiante organización no jerárquica. Para Rock era simplemente una inversión más. Para Steve, las reuniones del consejo con Rock eran agotadoras, nada estimulantes. Había saboreado la perspectiva de un largo y veloz viaje a Marin con la capota del coche bajada para eliminar el rancio olor de aquellas interminables controversias.
Sin embargo, el Área de la Bahía estaba envuelta en niebla y llovizna, de modo que la capota se quedó puesta. Las carreteras resbaladizas adormecieron el tráfico y le arrebataron el placer de conducir su nuevo Mercedes-Benz 450SL. Steve adoraba aquel coche como adoraba su tocadiscos Linn Sondek de alta fidelidad y sus fotos de Ansel Adams impresas en platino. El auto, de hecho, era en su opinión un modelo a seguir para los ordenadores: poderoso, bello, sobrio, práctico y eficiente, un objeto sin desperdicio. Pero el tiempo y el tráfico vencieron al coche aquella tarde: Steve llegó media hora tarde a la primera reunión de la Fundación Seva, creación de su amigo Larry Brilliant, un hombre que parecía un pequeño buda con zapatillas deportivas. El objetivo de Seva era extremadamente ambicioso: erradicar un tipo de ceguera que afecta a millones de personas en la India.
Steve aparcó y salió del coche. Con su metro ochenta y cinco de estatura y sus setenta y cuatro kilos de peso, con el pelo castaño hasta los hombros y aquellos ojos penetrantes, era una figura llamativa allí donde fuera, pero vistiendo el traje de tres piezas que había llevado al consejo tenía un aspecto deslumbrante. Jobs, en cualquier caso, no se sentía del todo cómodo con aquella ropa. En Apple la gente llevaba lo que quería. Steve aparecía a menudo descalzo.
El Jardín de Alá era una pintoresca mansión construida sobre un altozano en la falda del Tamalpais, la frondosa montaña que preside la Bahía de San Francisco. Ubicada en un bosquecillo de secoyas y cipreses, aunaba el clásico estilo arts & crafts de California con el aire de un chalé suizo. Construida en 1916 por un millonario californiano llamado Ralston Love White, desde 1957 era empleada por la Iglesia Unida de Cristo como espacio para encuentros y ejercicios espirituales. Steve cruzó el césped en forma de corazón que había frente a la entrada, subió las escaleras de un amplio porche y entró en el edificio.
En el interior, un rápido vistazo a los reunidos en torno a la mesa de conferencias le habría indicado a cualquier espectador ocasional que aquello no era una típica reunión eclesiástica. En un lado de la mesa estaba Ram Dass, el yogui hinduista de origen judío que en 1971 había publicado uno de los libros favoritos de Steve, Aquí y ahora, una guía de meditación, yoga y búsqueda interior que se había vendido como la espuma. Junto a él se sentaba Bob Weir, cantante y guitarrista de los Grateful Dead (el grupo recaudaría fondos para Seva con un concierto benéfico en el Coliseo de Oakland el 26 de diciembre). También estaban presentes Stephen Jones, epidemiólogo del Centro de Control de Enfermedades de Estados Unidos, y Nicole Grasset. Brilliant y Jones habían trabajado para Grasset en la India y Bangladesh como parte del audaz y exitoso programa de la Organización Mundial de la Salud para erradicar la viruela. Wavy Gravy, el filósofo bufón favorito de la contracultura, estaba allí con su esposa cerca del doctor Govindappa Venkataswamy, fundador del India’s Aravind Eye Hospital, quien con el tiempo ayudaría a millones de personas mediante una operación que elimina la ceguera causada por las cataratas, una enfermedad que entonces infestaba el Indostán. Brilliant esperaba lograr algo casi tan audaz como acabar con la viruela. Su cometido en Seva era apoyar la labor de personas como el doctor Uve (así llamaba Brilliant a Venkataswamy) montando campamentos de cirugía ocular en el Asia meridional para devolver la vista a los ciegos de las zonas rurales más pobres.
Steve reconoció a algunos de los presentes. Robert Friedland, el hombre que lo había convencido de peregrinar a la India en 1974, se acercó a saludarlo. Y reconoció a Weir, por supuesto; admiraba a los Grateful Dead, aunque pensaba que no tenían la hondura emocional o intelectual de Bob Dylan. A Steve lo había invitado Brilliant, a quien había conocido en la India cinco años antes. Cuando Friedland le envió un artículo de 1978 donde se explicaba tanto el éxito del programa contra la viruela como el siguiente proyecto de Brilliant, Steve le envió a éste cinco mil dólares para ayudarlo a poner en marcha Seva.
El elenco era muy variopinto: hinduistas, roqueros, budistas y médicos, todos prestigiosos, reunidos en el Jardín de Alá de la Iglesia Unida. Estaba claro que aquél no era el sitio adecuado para un tiburón de los negocios, pero Steve no desentonaba en aquel medio. Practicaba la meditación con frecuencia y entendía la búsqueda de la plenitud espiritual; de hecho, había ido a la India para estudiar con el gurú de Brilliant, Neem Karoli Baba, también conocido como Maharaj-ji, que murió unos días antes de que Steve llegase. Jobs tenía el anhelo de cambiar el mundo, no sólo el de construir un imperio mundano. La heterodoxia, el cruce de disciplinas y la humanidad presentes en aquella habitación apelaban a los ideales de Steve. Y sin embargo no se sentía a gusto.
Allí había al menos veinte personas a las que no conocía; la conversación ni se detuvo ni bajó de ritmo cuando él apareció. Tuvo la sensación de que muchos ni siquiera sabían quién era, algo un poco sorprendente, sobre todo en el Área de la Bahía. Apple ya era un fenómeno social: estaba vendiendo más de 3000 ordenadores al mes en vez de los 70 que vendía a finales de 1977. Nunca una compañía informática había crecido de esa forma y Steve estaba seguro de que el año siguiente sería aún más explosivo.
Se sentó y comenzó a escuchar. Ya se había decidido crear una fundación y ahora se analizaban las fórmulas para explicarle al mundo qué era Seva, cuáles eran sus planes y quiénes eran los hombres y mujeres que los llevarían a cabo. Steve pensó que la mayoría de las ideas allí expuestas eran lastimosamente ingenuas. Aquello parecía una reunión de padres para discutir asuntos escolares. Todos menos Steve debatían acaloradamente las sutilezas de un folleto que querían editar. ¿Un folleto? ¿Era ésa la aportación más original? Puede que aquellos «expertos» hubieran hecho auténticas proezas en sus respectivos países, pero era indudable que en Estados Unidos estaban fuera de juego. Una meta loable y audaz era estéril si no tenías la capacidad de contar una historia convincente sobre cómo habías llegado hasta allí. Eso parecía obvio.
Mientras la discusión serpenteaba por esos derroteros, los pensamientos de Jobs vagaban en otras direcciones. «Había entrado en aquel cuarto encarnando al personaje que había asistido al consejo de Apple —recordaría Brilliant—, pero los criterios que rigen la lucha contra la ceguera o la viruela son muy diferentes.» De vez en cuando abría la boca, sobre todo para incrustar comentarios sarcásticos sobre por qué tal o cual idea nunca podría levantar el vuelo. «Se estaba poniendo muy pesado», señaló Brilliant. Finalmente, Steve no pudo aguantar más y se levantó:
Escuchad: os digo esto como alguien que sabe una cosa o dos sobre márquetin —empezó—. Apple Computer ha vendido casi cien mil máquinas, pero cuando empezamos nadie sabía nada de nosotros. Seva está en la misma situación que Apple hace un par de años. La diferencia es que vosotros no tenéis ni puñetera idea de márquetin. Así que si realmente queréis hacer algo, si de verdad queréis dejar vuestra huella en el mundo, si no os resignáis a ir tirando como cualquier ONG de la que nadie ha oído hablar, debéis contratar a un tipo llamado Regis McKenna. Es el rey del márquetin. Puedo conseguir que venga si queréis. Necesitáis al mejor. No os conforméis con el segundo.
La sala se quedó atónita unos instantes. «¿Quién es este joven?», le susurró Venkataswamy a Brilliant. Varias personas comenzaron a rebatir su argumento desde diferentes puntos de la mesa. Steve no se amilanó: devolvió los golpes y convirtió la educada charla en una verdadera trifulca ignorando que aquellas personas habían ayudado a erradicar la viruela del planeta, curaban a los ciegos de la India o negociaban tratados internacionales para realizar sus buenas obras en muchos países, incluso algunos en guerra. En otras palabras, eran individuos que también sabían un par de cosas sobre misiones cumplidas. A Steve le daban igual los logros de aquella gente. Siempre estaba cómodo en una pelea. Retos, disputas: en su limitada experiencia, así se conseguía todo, así se abrían paso los grandes proyectos. Cuando la conversación se calentó demasiado, Brilliant intervino: «Steve, por favor». E inmediatamente después gritó: «¡Steve!».
Steve lo miró claramente irritado por la interrupción y ansioso por volver a sus razonamientos.
—Steve —dijo Brilliant—, estamos muy contentos de que hayas venido, pero déjalo ya.
—No pienso callarme —dijo—. Me habéis pedido ayuda y voy a dárosla. ¿Queréis resolver el problema? Debéis llamar a Regis McKenna. Dejadme explicar algo sobre Regis McKenna. Él...
—¡Steve! —gritó Brilliant de nuevo—. ¡Basta!
Pero Steve no iba a callarse. Sólo tenía que explicar su argumento. Así que retomó el hilo yendo y viniendo de un lado a otro como si hubiera comprado aquel escenario con su donación de cinco mil dólares, señalando a la gente para acentuar sus palabras. Mientras los epidemiólogos, los médicos y Bob Weir de los Grateful Dead lo miraban estupefactos, Brilliant finalmente cortó por lo sano:
—Steve —le dijo en voz baja tratando de mantener la calma, pero perdiéndola al final—. Ya es hora de que te vayas.
Y acompañó a Steve hasta la puerta.
Quince minutos después salió Friedland. Regresó enseguida y discretamente se acercó al oído de Brilliant.
—Has de ir a verlo —le susurró—. Está llorando en el aparcamiento.
—¿Sigue aquí? —preguntó Brilliant.
—Sí, y te digo que está llorando en el aparcamiento.
Brilliant, que presidía la reunión, se excusó y corrió en busca de su joven amigo, que sollozaba inclinado sobre el volante del Mercedes descapotable. Ya no llovía y comenzaba a clarear. Había bajado la capota.
—Steve —dijo Brilliant apoyándose en la puerta y abrazando a aquel joven de veinticuatro años—. Steve. No pasa nada.
—Lo siento, estoy destrozado —dijo Steve—. Vivo en dos mundos.
—No pasa nada. Deberías volver adentro.
—Me voy. He sido un impertinente. Sólo quería que me escucharan.
—Tranquilízate y vuelve adentro.
—Entro, les pido disculpas y luego me voy —dijo.
Y eso hizo.
Esta pequeña anécdota de 1979 es tan buena como cualquier otra para comenzar la historia de cómo Steve Jobs dio la vuelta a su vida para convertirse en el líder más visionario de nuestro tiempo. El joven que provocó tamaño desastre durante su visita al Jardín de Alá aquella tarde de diciembre era un mar de contradicciones. La empresa que había fundado tres años antes había tenido uno de los éxitos más fulgurantes de la historia, pero no quería ser visto como un hombre de negocios. Buscaba el asesoramiento de expertos o mentores, pero no soportaba a quienes ocupaban el poder. Tomaba ácido, caminaba descalzo, llevaba vaqueros astrosos e incluso acariciaba la idea de vivir en una comuna, pero nada le gustaba más que conducir a todo trapo un lujoso deportivo alemán. Tenía un vago deseo de apoyar las buenas causas, pero odiaba la ineficacia de las organizaciones benéficas. Era más impaciente que nadie, pero sabía que tardamos años en resolver los problemas realmente importantes. Practicaba el budismo, pero apoyaba el capitalismo sin reservas. Era un sabelotodo despótico que increpaba a personas inmensamente más sabias y experimentadas que él, pero tenía toda la razón con respecto a la pasmosa ingenuidad de esas lumbreras en el campo del márquetin. Podía ser brutalmente grosero, pero se arrepentía sinceramente de sus exabruptos. Tenía convicciones inamovibles, pero no se cansaba de aprender. Se marchó, pero volvió a entrar para pedir disculpas. En el Jardín de Alá desplegó la fastidiosa agresividad que se convertiría en una parte muy arraigada de su mito, pero también una faceta más mansa que sería menos reconocida en años posteriores. Para entender verdaderamente a Steve y el increíble viaje que estaba a punto de emprender, para comprender la radical transformación que experimentaría a lo largo de su vida, debemos aceptar y reconciliar las dos caras del personaje.
Era el líder y la imagen pública de la nueva industria informática, mas no dejaba de ser un chiquillo de veinticuatro años que dab...

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