Los años rotos
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Los años rotos

Emir Andrés Ibañez

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  1. 297 pages
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Los años rotos

Emir Andrés Ibañez

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El fallecimiento de su abuela despierta en Pablo la necesidad de volver a sus años de infancia y adolescencia para resolver un par de conflictos internos y así poder seguir adelante: una familia con un secreto a voces, sombras que lo atormentan por la noche, la relación tan cercana con Mauricio, su mejor amigo; La Guarida detrás de la casa de la abuela, las vicisitudes de la adolescencia y cómo afecta todo esto a un niño que está creciendo e identificándose como homosexual en un pueblo pequeño del interior de la Provincia del Chaco.

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Information

ISBN
9789878702018
Edition
1
CAPITULO I

1

Los motivos por los cuales decidí contar esta historia son muchos y los irás descubriendo con el correr de las páginas, pero el disparador inicial fue el fallecimiento de mi abuela.
El cambio o la destrucción de una estructura que teníamos aprendida de memoria, es decir, ese lugar en el que nos encontrábamos seguros y cómodos, nos genera una desestabilidad tremenda cuando algo —o alguien— viene y lo modifica. La readaptación a esa nueva estructura produce mucha angustia y tiende a sacar lo peor de uno, esa parte con la que no queremos o no estamos acostumbrados a lidiar, ya que en este proceso afloran y quedan al descubierto nuestras debilidades e inseguridades. Uno se siente expuesto y débil ante, inclusive, uno mismo. ¡No queremos que el resto nos haga ver nuestras debilidades, mirá que vamos a reconocerlo nosotros mismos! Por eso queremos seguir aferrados a lo que ya conocíamos. Nos rehusamos a pasar por ese trecho entre lo viejo y lo nuevo. Nos parece un campo minado donde al primer paso en falso volaremos por los aires.
Como quien rebobina un video, viajé por mi mente tratando de encontrar el momento más antiguo donde experimentara algún cambio de estructura y se me materializó un recuerdo a mis cuatro años. Estaba en la habitación de mis padres, probablemente jugando, cuando una voz a mis espaldas anunció que había llegado la hora de “mudarme” a la habitación de mis hermanas. Cuando tenía cuatro años era de complexión pequeña, tanto que podía seguir durmiendo cómodamente en la cuna en la que dormí desde que había nacido. Pero ya no podíamos seguir negando el hecho de que estaba grandecito y tocaba dar el gran paso.
Mis padres estiraron lo más que pudieron el momento del cambio de dormitorio porque tenían pensado refaccionar la casa y agregar un par de habitaciones. Todas las casas de mi barrio, en esencia, eran iguales, porque fueron construidas con los mismos planos —como cualquier barrio de viviendas que entregaba el gobierno— pero con el correr del tiempo el vecindario fue mutando. A no ser que entraras a la casa de algún vecino y prestaras atención a la ubicación de las habitaciones, la cerámica del piso, el machimbre en el techo o las terminaciones pequeñas escondidas en los rincones, apenas te dabas cuenta de que sólo quedaban restos de lo que fueron las casas del barrio en sus orígenes. El vecindario se había convertido en una hecatombe de refacciones, segundos pisos, piezas acopladas y rejas variadas.
En ese entonces hacía muy poco tiempo que nuestro abuelo materno había fallecido, entonces mi hermana mayor decidió ir a vivir con nuestra abuela, para hacerle compañía y para dejarme ese lugar libre en la habitación. Por más grotesco que esto suene, la muerte de mi abuelo les ahorró muchos gastos de albañilería a mis padres.
En fin, estaban pidiéndome que abandone la cama en la que había dormido, literalmente, toda mi vida.
La habitación de mis hermanas estaba al final del único pasillo que tenía toda la casa. Las paredes estaban pintadas de un beige muy pálido que, con la luces encendidas, generaban la sensación de estar atrapado en una película en sepia. Había dos camas de una plaza separadas por una mesita de luz con un velador. Tenía prohibido acercarme a ese aparato porque lo usaba para jugar. Tenía un sistema de encendido y apagado que hipnotizaba: si apoyabas la yema de un dedo sobre la base se encendía una luz tenue; si volvías a tocarlo, la luz se tornaba un poco más clara; y, si volvías a afirmar tu dedo por tercera vez, la luz inundaba la habitación entera. Yo solía pasar mucho rato jugando con las tonalidades de luces una y otra vez hasta que alguien venía y lo desenchufaba. Años más adelante, ese mismo velador jugaría un papel muy importante en un momento crucial de mi vida.
Al otro lado de la habitación había un ropero antiguo de dos puertas que se alzaba desde la base del piso hasta casi llegar al techo. Las puertas tenían espejos con los bordes negros y descascarados por el paso del tiempo. Te devolvían el reflejo de manera distorsionada, como si estuvieras mirándote en las ondulaciones del agua. En su interior, un panel dividía el espacio en dos: el lado izquierdo era de Carolina y el otro lado era el mío, que estaba recién instalado y con la ropa bien ordenada. Junto al ropero había una biblioteca pequeña de cuatro baldas abarrotada de libros y manuales. En un rincón, más allá, otro signo de bienvenida: mi gran caja de juguetes.
Recorrí el lugar lentamente, aprendiendo de memoria la ubicación de los muebles, como quien inspecciona un departamento antes de alquilarlo, pero el veredicto era simple: yo no quería dormir allí. Estaba bien en la pieza de mis padres. ¿Por qué cambiarlo? ¿Por qué alterar algo a lo que ya todos estábamos acostumbrados? ¿Cuál era la necesidad? Carolina tendría la pieza para ella sola y yo seguiría durmiendo con mis padres. Todos ganábamos.
—Dale, mi amor, probá dormir ahí una noche. A ver si te gusta —decía mamá en tono conciliador, utilizando la dulzura y el diálogo para convencerme, ya con ese rasgo de temor escondido que formaba parte de su manera de hablar, como si siempre dudara de sus palabras.
—Ya estás grandote para seguir durmiendo acá. —Papá, en cambio, quería que sintiera vergüenza para ver si así cambiaba de opinión, pero a esa edad uno no tiene filtro y dice lo primero que se le viene a la cabeza. Los borrachos y los niños no mienten decía mi abuela, y cuánta razón tenía.
—Vos también sos grandote y seguís durmiendo con mi mamá —le respondí.
Fue allí cuando papá decidió dejar de lado las tácticas pacíficas y psicológicas y recurrió a las que sí sabía.
—Listo. Te vas a dormir con tu hermana. Dale, dale, dale —decía mientras me llevaba del brazo a la pieza—. ¡Pero che, que ya sos grande!
Ya lo habían decidido, no había vuelta atrás. Pero eso no quería decir que se los iba a dejar muy fácil. Por las noches comencé a llorar mientras pedía cosas innecesarias: mamaderas, vasos de agua, cuentos. También me comportaba de manera distinta: me rehusaba a lavarme los dientes, me levantaba al baño cada hora y media, quería conversar a las dos de la madrugada.
Algunas noches me escabullía a la pieza de mis padres, me metía en mi cama antigua y me dormía pensando que los había burlado, que les había ganado, y que de ahora en adelante las cosas serían como antes. Al día siguiente abría los ojos y no reconocía el lugar en el que estaba. Después de un rato, cuando la mente se despejaba del sueño, me daba cuenta de que me habían trasladado a la habitación nueva durante la madrugada. Me levantaba de mal humor, frustrado porque las cosas no volvían a ser como antes.
Me negué a aceptar ese lugar nuevo que me habían impuesto sin que lo pidiera hasta que, con el correr de las semanas, fui adaptándome y aceptando la realidad. Empecé a verle la parte positiva: tenía más espacio para hacer mis cosas y compartía más tiempo con Caro.
Sin darme cuenta comencé a desarrollar una de las grandes habilidades del ser humano: la de adaptarse física y emocionalmente a los cambios. Uno no pierde esta habilidad, es más, la va perfeccionando con el correr de los años, pero por más que uno crea que ya lo tiene solucionado, el cambio de estructuras siempre angustia, siempre nos toma por sorpresa y cuesta tanto o igual que la primera vez. Pero también aprendí que es necesario atravesarlo para no quedarse estancado en el mismo lugar. Quedarse a dormir en la pieza de los padres de uno, a la larga, no es sano para nadie.

2

En el corazón de la provincia del Chaco, a doscientos kilómetros de la ciudad de Resistencia, está situado el pueblo en el que crecí: Avia Terai.
Si alguna vez viajaste por la Ruta Nacional 16, a la altura del kilómetro 209 seguramente habrás visto el gran cartel luminoso que da la bienvenida. En los años de mi niñez había un arco con una base de material y unas letras destartaladas que te hacían rezar cada vez que cruzabas bajo ese umbral para que no se te cayera una A encima. Una vez atravesado el cartel, hay que recorrer un camino asfaltado de un kilómetro antes de llegar al pueblo. Antaño, ese camino estaba bordeado por una hilera ininterrumpida de eucaliptus gigantes que te daban la bienvenida cuando llegabas y te deseaban buen viaje cuando te ibas. Cuando pasábamos por ese lugar me gustaba subir el volumen de la radio porque la interferencia entre árbol y árbol hacía que la voz del locutor sonara robótica y chistosa. En la actualidad, esos eucaliptus ya no existen porque fueron derribados para dar lugar a los nuevos barrios que parecen materializarse de la nada cada vez que vuelvo. Eso que llamábamos “la entrada del pueblo” ya es prácticamente inexistente. Al final del camino asfaltado te vas a encontrar con una gran avenida cuyos bulevares están repletos de plantas, árboles y bancos, flanqueada por altísimos postes de luz y tiendas que se suceden una tras otra, incluyendo una pequeña estación de servicio. Esta avenida choca con la plaza principal de la que se desprenden ocho avenidas más.
Jamás pensé que me encontraría haciendo comentarios como “che, qué cambiado está el pueblo” ¿Una estación de servicio? ¿Adentro del pueblo? Jamás consideramos siquiera la posibilidad. El paso del tiempo se hace notar cuando sos adulto, en la vorágine de la niñez y la adolescencia uno no le presta demasiada atención. Uno da por sentado muchas cosas. Ya nada queda de las calles principales enripiadas, las calles de tierra llenas de pozos, la plaza principal con sus caminitos de ladrillos, el escenario y los troncos de los árboles que renovaban su color blanco y celeste días antes de los actos patrios.
Solía adueñarme de las calles. Conocía todos sus recovecos y escondrijos, tomaba atajos y sabía por dónde me convenía pasar y cuando no, acorde a la ocasión. Pero lo que se gana en infraestructura no se pierde en costumbre. El pueblo es el pueblo y seguirá siénd...

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