El paso siguiente en el baile
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El paso siguiente en el baile

Tim Gautreaux

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El paso siguiente en el baile

Tim Gautreaux

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Del autor de la colección de relatos El mismo sitio, las mismas cosas, llega esta novela impregnada de un extraño y marcado sentido de la tradición y las nuevas oportunidades. Paul Thibodeaux es un atractivo joven casado con Colette, la mujer más hermosa del pequeño pueblo de Luisiana en el que crecieron.Para Paul, la vida es plena, con una mujer a la que ama, máquinas que reparar, y un bullicioso local al que ir a bailar. Pero Colette aspira a más. Y cuando se desplaza a California en busca de una vida mejor, Paul la sigue para luego volver, a la es pera de que ella se replantee su vida junto a él.Cómo llegan a darse cuenta de la importancia de su hogar y de su matrimonio hace de esta novela una aventura durante la cual tomará forma una historia de amor. Un retrato viviente de un lugar y una cultura poco explorados por la ficción contemporánea. Tim Gautreaux escribe con ingenio y compasión, pero también con un ojo clínico para los detalles de una vida al más puro estilo sureño.

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Information

Year
2019
ISBN
9788417118600

Dieciséis

La señora Fontenot se acercó para quejarse de la cuncunilla de sus tomates y Colette consiguió convencerla para que se quedara con su padre y con Matthew cosa de una hora. Enfiló River Street y se fijó en que el reloj del ayuntamiento marcaba las siete. Iba a ver a Nelson Shapley, un viejo yanqui que se dedicaba a los motores fueraborda. A pesar de que se había trasladado de Cleveland a Tiger Island hacía cuarenta años, todavía era conocido como «el yanqui». Vivía en una casa de líneas muy rectas que parecía una caja, cubierta de grasientas placas de amianto. En el jardín delantero había una lancha Lafitte colocada boca abajo sobre varios motores intraborda desmontados. La tierra del jardín había absorbido aceite y combustible durante años y no crecía ni una brizna de hierba.
Ella tocó en la puerta y tuvo que esperar cinco minutos, mientras escuchaba gruñidos, ruido de latas que caían y una televisión que se apagaba. El hombre apareció detrás de la puerta mosquitera como una nube tóxica. Ella vio sus enormes pies descalzos, su camiseta teñida de mugre y los pantalones cubiertos de lamparones.
—¿Qué hay?
—¿Tiene algún motor fueraborda reconstruido en venta? De unos veinte caballos...
Él abrió la puerta una rendija y sacudió la ceniza de su cigarrillo sobre el zapato de ella.
—Tengo en el cobertizo uno grande, de setenta y cinco caballos, muy apañado. Y un nueve nueve.
—Demasiado grande y demasiado pequeño —dijo ella mirándolo a los ojos.
—Bueno, ya sabes que esos motores medianos consumen poco y me los quitan de las manos. Por uno de esos tendría que cobrarte bien. —Parpadeó para quitarse algo del ojo y volvió la vista lentamente hacia ella.
—Vamos a ver uno de esos que llama usted medianos.
—No te he dicho que tuviera uno.
—Pues entonces, adiós. Me voy a ver a Bobby Lodrigue.
Él salió bajo el voladizo en el que aparcaba el coche y se rascó la tela de araña que tenía tatuada en el bíceps izquierdo.
—Espera un minuto. Lodrigue no vende más que chatarra. Yo garantizo mis motores.
—¿Tiene el motor que necesito? —Uno de sus pies estaba girado hacia afuera, en ademán de seguirlo.
Él sacudió la ceniza de su cigarrillo sobre su jardín pelado y buscó en el bolsillo un llavero. En un cobertizo de metal había una colección de motores fueraborda usados, colocados sobre bidones de doscientos litros llenos de agua anaranjada. Se acercó a un Johnson veinte.
—Este motor es cojonudo. Pesado y con un buen carenado. Tiene más potencia que los de veinte modernos.
—Arránquelo.
Él la miró y se acarició la barba de tres días.
—Tú eres la que echó a T-Bub Thibodeaux de casa de una patada en el culo...
—Ya veo que soy famosa. Arranque el motor —dijo ella, como si fuera algo sencillo.
—Era buen chaval.
Ella hizo caso omiso del pasado del tiempo verbal.
—¿Bueno para qué?
Él cogió la manguera de gasolina de un depósito de veinte litros, introdujo el boquerel en el motor y apretó la palanca que regulaba el paso del combustible. Sacó el estárter y le hizo un gesto burlón a Colette, señalando el tirador de arranque y sonriendo con el cigarrillo en la boca, como convencido de que ella no tendría la fuerza suficiente. Ella se dio cuenta de que estaba tratando con un tipo que jamás había vendido nada a una mujer y quería romperle los esquemas.
Colette hizo fuerza con la espalda y los hombros al tirar y el motor arrancó a la primera. Ella escuchó el ruido que hacía durante un minuto, metió el avance y el retroceso, observó cómo lanzaba el agua y lo apagó. El pequeño cobertizo se llenó de un humo azul irrespirable y ella salió fuera.
—¿Lo garantiza?
—Ya te he dicho que sí.
—¿Cuánto?
—Quinientos.
Ella giró sobre sí misma.
—Eso es demasiado. Por muy bien que esté, ese motor tiene veinte años, mínimo.
—Eso es lo que vale —dijo Shapley, cogiendo otro cigarrillo y mirándola con detenimiento.
—¿Tiene encendido transistorizado? —Paul le había dicho que preguntara eso.
—Ah, no. Va por platinos.
—Ya, pero arreglar eso cuando el motor se estropea en medio del agua es una puñeta.
Él se giró y miró hacia el cobertizo.
—Bueno, igual podemos bajarle un poco...
—La pintura está hecha un asco y el mando de control de la mezcla está roto.
—¿Cuánto dinero tienes para gastarte?
—Tengo.
—¿Tienes cuatrocientos cincuenta?
—Venga, hombre. —Estiró el brazo y golpeó a Shapley en el hombro con el dedo corazón—. Eso no vale cuatrocientos cincuenta. Uno de ese tamaño me lo deja Lodrigue en trescientos.
Nelson Shapley forzó una carcajada.
—Pero no te va a durar ni un año.
—A lo mejor me basta con que me dure eso —dijo ella, dando dos pasos hacia atrás en dirección a la acera y metiendo las manos en los bolsillos traseros de sus vaqueros.
Los ojos de Shapley desaparecieron un momento tras una nube de humo de cigarrillo.
—Ese de veinte es un motor muy codiciado.
—¡Anda ya! No tiene tamaño para pescadores profesionales.
—¿Cuánto dinero tienes? —Dio una profunda calada y se fijó en los vaqueros de Colette.
—Decírselo sería una estupidez por mi parte. —Le dio la espalda y ladeó las caderas, pero no empezó a andar.
Shapley se pasó los dedos sucios por el pelo canoso.
—Oye, aquí todos necesitamos dinero, y yo tengo que comer.
Algo en la voz de Shapley la hizo sonreír, y se dio la vuelta.
—Le doy trescientos cincuenta por su viejo Johnson. Con eso tendría que poder comer una temporada.
—Ni hablar —dijo él haciendo un gesto de rechazo con la mano.
Ella bajó la vista hacia el suelo y vio las bujías y aros de émbolo incrustados en la tierra delante de la casa. ¿Qué le había dicho Paul que preguntara?
—¿Tiene el motor ese el sistema antiguo de pasadores de seguridad?
—Sí. Tiene el puñetero sistema antiguo de pasadores de seguridad.
—Contante y sonante. Trescientos cincuenta dólares. Nada de «Ya le pago la semana que viene», ni «Veinte dólares a la semana», ni «Le pago cuando pesque». Aquí y ahora, señor Shapley.
Él dio una calada interminable a su cigarrillo. Colette creía que los pulmones le iban empezar a arder. Ella dio otros dos pasos hacia atrás.
—No puedo —dijo él finalmente.
Ella sacó lentamente el dinero de su bolsillo delantero: tres billetes de cien nuevos y uno de cincuenta. Puso los billetes hacia arriba para que el pudiera ver el número cien en las esquinas abarquilladas.
—Cójalo, ponga el motor en su camioneta y nos lleva al motor y a mí a unas manzanas de aquí en River Street.
—No. No, no... Creo que no —dijo él tartamudeando.
—Muy bien —dijo ella dándose la vuelta y empezando a caminar hacia la acera por la tierra sembrada de bultos.
Cuando puso el pie en la acera, oyó la ahumada voz de Shapley detrás de ella.
—Tres sesenta y cinco —gritó él.
Ella hizo una mueca y se volvió hacia él.
—¿Qué me diría a tres sesenta?
Él asintió y tiró el cigarrillo al suelo.
—Te diría que Paul Thibodeaux es más afortunado de lo que yo pensaba.
* * *
Colette puso el motor al bote de aluminio y recorrió la ribera del Chieftan al norte del pueblo, con Abadie agarrado a la bancada de en medio para que le dijera cuáles eran los mejores sitios donde poner los sedales y sumergir las nasas para los cangrejos. «Colette», gritaba él por encima del ruido del motor, «no vayas tan rápido. Esta cosa no pesa nada y me siento como si fuera en un molde de bizcocho». Durante una semana, Colette fue a sentarse todos los días al corral de Abadie para que este le explicara cómo poner el cebo en las nasas, cómo amarrar estas a botellas vacías de Clorox, cómo hacer los nudos para montar sedales. Él fue con ella una mañana, cuando el cielo no era más que una plancha de plomo batido. Pusieron los primeros sedales en línea y echaron al agua las primeras nasas, pero a eso de las once, el grand-père de Paul empezó a encontrarse mal y ella lo llevó a casa y le ayudó a pasar por encima del dique, del que bajó con sus manos cubiertas de lunares recogidas sobre el corazón.
Ella se fijó un ritmo de trabajo: poner los cebos a las nasas y sedales, recoger la pesca dos veces al día, arreglar continuamente la cuerda de la que colgaban las nasas y llevar lo pescado a Oudry’s para que le pagaran. Cuando vio que estaba sacando cincuenta dólares al día, construyó más nasas con alambre y puso más sedales. Entre tanto, el último taller que sobrevivía en aquella pequeña esquina de la zona de explotación petrolífera cerró, y Paul perdió toda esperanza de encontrar trabajo en algún sitio. Aunque todas las mañanas se tumbaba en el suelo del porche y hacía los ejercicios que le habían prescrito, recuperaba sus fuerzas en muy pequeñas dosis. Una vez a la semana se quedaba con el bebé, el día que la tía Nellie no podía hacerlo. Otro día, se encargaba de vigilar al padre de Colette, siguiéndole alrededor de la casa y evitando que se acercara a la calle. Un día a la semana, Colette se acercaba a su casa y estaba con él unos minutos para darle la mitad de lo que ganaba. Ella le entregaba un sobre, le preguntaba por su salud y se iba: para ella aquel pago era un latido más de su nuevo ritmo. La madre de Paul consiguió un trabajo para sacar la carne de los cangrejos en Oudry’s, y su padre se dedicaba a pasear por el pueblo, iba a ver algún partido de béisbol de la liga infantil o se acercaba al Little Palace a ver si alguien le invitaba a una cerveza..., cualquier cosa que lo mantuviera ocupado.
Cuando Colette tenía la tentación de comprarse algo innecesario, pensaba en todo el siluro que había tenido que cargar en el bote para conseguir el dinero que costaba aquello. En su economía, una blusa barata equivalía a veintiocho siluros, un fular, a dos docenas de cangrejos.
Empezó a pescar con mucha más intensidad y mucha más cabeza que todos los demás. Hacía preguntas, estudiaba las mareas y cambiaba de sitios todos los días, y así conseguía pescar tanto como los pescadores de mediana edad que llevaban toda la vida. En los sofocantes meses de agosto y septiembre empezó a ganar bastante dinero, pero el calor era como un mazazo en la espalda. Aunque llevaba un sombrero de paja, la piel se le tostó como la corteza del pan y en sus largos dedos empezaron a aparecer gruesos lunares sonrosados en los sitios por los que tiraba de la cuerda para sacar las nasas. Llevaba amplías camisas de manga larga que había comprado en la tienda de excedentes militares, porque mantenían sobre su cuerpo el sudor, lo cual la aliviaba un poco cuando subía el pescado al bote bajo el sol abrasador. Todas las noches se duchaba y examinaba después en el espejo desazogado del baño las patas de gallo que se le estaban empezando a formar. También veía cómo el sol le estaba quemando el brillo de su pelo negro. Cuanto más trabajaba, más arriba se cortaba el pelo; hasta que, a principios de octubre, sus rizos empezaron a asomar por debajo de la mandíbula como ganchos de hierro.
Decidió ahorrar y empezó a darle a Paul mucho menos de la mitad de sus ganancias. La primera vez que lo hizo ...

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