La sociedad gaseosa
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Alberto Royo

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La sociedad gaseosa

Alberto Royo

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Cuando no queda espacio para lo sólido, solo que lo superficial, lo efímero, lo gaseoso.La inmediatez, la búsqueda de la rentabilidad, la falta de exigencia y autoexigencia, el desprecio de la tradición, la obsesión innovadora, el consumismo, la educación placebo, el arrinconamiento de las humanidades y de la filosofía, la autoayuda, la mediocridad asumida y la ignorancia satisfecha hacen tambalearse aquello que pensábamos que era más consistente.Todo surge, se propaga, se vende, se compra, se usa tan rápido como se esfuma. Más que en una sociedad líquida –como describió el pensador Zygmunt Bauman–, vivimos en una sociedad gaseosa.Del triunfo de lo ligero, lo efímero y lo volátil, todos tenemos nuestra parte de responsabilidad –"algunos más que otros", sostiene el autor–. Este ensayo se cimenta en la esperanza de que aún podemos cambiar las cosas, y por eso propone una reflexión lúcida, e incómoda tal vez, sobre las variadas y sutiles maneras en que aquello que más sustancia debería tener –la educación, las relaciones, la cultura, el conocimiento– se vuelve gaseoso.Retomando algunas de las ideas expuestas en "Contra la nueva educación", Alberto Royo nos invita a pensar, imaginar y construir entre todos un mundo más sólido.

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Information

Publisher
Plataforma
Year
2017
ISBN
9788417002091

1. Los clásicos

Un clásico es un libro que nunca ha cesado de contar lo que tiene que contar.
ITALO CALVINO
El musicólogo y especialista en música antigua Gerardo Arriaga9 alertaba sobre el peligro de «quedarnos sin tiempo para guardar memoria de las cosas memorables» debido a la inmediatez de la información que nos procura internet, un «torbellino de datos» que, pese a sus beneficios, puede «llevarnos fácilmente a lo efímero, incluso a lo insustancial». Esta insustancialidad de la que habla Arriaga la encontramos en el recurrente desprecio por los clásicos. Hasta José Antonio Marina, reconocido gurú de la educación, ha llegado a sugerir (y no es el único) que leer a los clásicos en la escuela no es apropiado porque se encuentran alejados de los intereses de los alumnos. Yo prefiero quedarme con el planteamiento de Italo Calvino,10 quien decía, entre otras cosas, que los clásicos son «libros que ejercen una influencia particular, ya sea cuando se imponen por inolvidables, ya sea cuando se esconden en los pliegues de la memoria, mimetizándose con el inconsciente colectivo o individual». Y sobre todo me quedo con la que para Calvino es la razón más consistente que se puede aducir para defender la lectura de los clásicos: «Leer a los clásicos es mejor que no leer a los clásicos». Los clásicos, que por supuesto han de dosificarse (tiene poco sentido hacer escuchar a un niño la tetralogía wagneriana), siguen siendo atractivos porque han superado las modas, porque parecen haber sido escritos, compuestos o pintados para cada uno de nosotros, porque nos emocionan, porque cada vez nos dicen cosas distintas, renovando su mensaje, porque nos estimulan a saber más del contexto y el mundo que evocan para disfrutarlos más hondamente, porque, nos cuesten más o menos esfuerzo,11 siempre dejan poso, nos enriquecen, nos dan perspectiva, nos permiten fantasear y alientan nuestro gusto por vivir. «Homero, Virgilio, Platón son mucho más cercanos de lo que se pudiera imaginar. Se han salvado del gran enemigo de toda cultura: el olvido», aseguró el escritor Carlos García Gual.12 Por todas estas razones estoy seguro de que mi responsabilidad como profesor de música consiste precisamente en que mis alumnos escuchen, entre otros, a los clásicos, estén más lejos o más cerca de «sus intereses» (o precisamente por estar más lejos). La escucha atenta es, como Pedro Salinas dijo de la lectura atenta, «un arte». Y requiere tiempo, silencio y cierta disposición interior, actitudes que inexcusablemente tenemos que reivindicar.

2. Padres modernos.
Los «expertos» contra los
cuentos de siempre

Lo políticamente correcto casi nunca es literario.
ANA MARÍA MATUTE
El cuento clásico no se salva de la caza de brujas posmoderna. El diario ABC titulaba un reportaje al respecto de la siguiente forma: «Por qué los cuentos de princesas no son aconsejables para tus hijos».13 Cuando uno lee algo así no puede evitar pararse a pensar acerca del papel de los padres en la sociedad actual. Dicen que nos preocupamos más que nunca por nuestros hijos. Puede ser. No tengo tan claro que nos ocupemos de ellos lo suficiente o que nos preocupemos de una forma sensata. Cuando se considera apropiado aleccionar a los padres sobre los hijos es porque se entiende que hay padres que necesitan encontrar fuera las respuestas que ellos no saben dar, que demandan orientación sobre algo que solo a ellos compete. ¿Tan mal lo hacemos como para necesitar que nos digan qué es y qué no es aconsejable para nuestros hijos? ¿Tanto han cambiado las cosas que lo que antes era bueno ha pasado a ser inadecuado?
Confieso haberle hablado a mi hija de princesas (con faldas y todo, aunque no a lo loco, vaya esta declaración en mi descargo), como reconozco haber permitido a mi hijo jugar con coches y hasta visitar un taller mecánico, sin ser consciente de que podía estar atentando contra la igualdad. Y lo peor del caso es que no tengo el menor remordimiento. Pero nos dicen «los expertos» que «los cuentos de princesas no son aconsejables». Parece que si mi hija ve la película Frozen, que, maldita sea, le encanta, o Blancanieves o Cenicienta (y todas le gustan), puede desarrollar el «síndrome de la princesa», un «trastorno» diagnosticado por la doctora Jennifer L. Hardstein y generado, dice ella, por el impacto «negativo y peligroso» sobre los más pequeños de «ciertos cuentos y personajes de ficción». Deduce Hardstein que las niñas que vean estas películas o lean estos cuentos podrían desarrollar una «idea estereotipada» de la mujer y pensar que «tan solo si son guapas y visten a la moda lograrán encontrar al ansiado príncipe azul». La tesis la corrobora Rebeca Cordero, directora académica de Educación y profesora de Sociología Aplicada en la privadísima Universidad Europea, quien tiene claro que estos contenidos perversos influirán «de manera decisiva en el comportamiento de nuestros hijos».
Así que el mayor riesgo de los cuentos y las películas de princesas tiene que ver con que estas son guapas y van bien vestidas y no las hay «lesbianas» o «discapacitadas» y también con que el hombre (el «príncipe azul») suele mostrarse como «el salvador» y el que «transmite seguridad a la mujer, la cuida y la protege». «Los niños —aseguran— aprenden por imitación» y «la visualización de este tipo de productos hará que los más pequeños tiendan a pensar que esos estereotipos y comportamientos son normales. Las niñas creerán que tienen que estar siempre guapas, los niños asumirán que deben proteger a la mujer».
Si hay una crisis contemporánea, es la de la confianza. No confiamos en los adultos. No confiamos en los profesores. No confiamos en los padres. No confiamos en los clásicos. No confiamos en el saber. Pero tampoco confiamos en los niños. Estos, por lo general, saben qué está bien y qué está mal. Lo que los adultos debemos hacer, opino, no es evitarles que piensen, analicen, tomen postura y decidan, sino aconsejarles, recriminarles si hacen mal y reconocerles si bien.14 ¿De verdad pensamos que si una niña lee un cuento de princesas en el que la protagonista es una muchacha poco agraciada, la pequeña lectora dejará de soñar con un príncipe azul guapo y apuesto? ¿Que si la protagonista del cuento es pobre y no puede permitirse un bonito vestido la pequeña lectora no fantaseará con asistir a un baile como las otras princesas, las de largos y hermosos vestidos? ¿Quién fantasearía con lo contrario? ¿Por qué se han de condicionar las ilusiones de los niños? ¿Por qué presuponer que estas lecturas los convertirán en seres egoístas, narcisistas y poco solidarios? ¿En serio puede alguien presagiar que si la princesa del cuento no es discapacitada la niña no será capaz de respetar y ayudar a quien lo sea, de empatizar con esa persona, de ser solidaria? ¿Debe ser lesbiana Blancanieves para evitar que las «víctimas» de su lectura se conviertan en homófobas? No hay que considerar «normal», avisan, que un hombre «proteja» o «transmita seguridad» a una mujer. No quiero ni pensar qué opinarán de que la deje pasar primero por la puerta. Porque para mí es algo natural y que no debería incomodar. También lo contrario, que conste: que una mujer transmita seguridad a un hombre, que lo proteja. Hay tantos modelos de relación como personas. Pero si esto no es malo (o no es «anormal»), no entiendo por qué lo otro sí. Ambos comportamientos, vayan en una u otra dirección, son perfectamente admisibles; es más, son positivos. Y quien quiera buscar intenciones discriminatorias o sexistas desde luego puede hacerlo, pero no debería imponer a los demás sus conclusiones. Si los niños aprenden «por imitación», basta que encuentren en su casa un ambiente de respeto, tolerancia, honradez y cultura (enseguida me extenderé sobre este último concepto) para evitar que se conviertan, por culpa de los «pérfidos» cuentos tradicionales, en malas personas.
¿Por qué incluyo, además del respeto, la tolerancia o la honradez, la cultura como uno de los valores imprescindibles que los padres debemos tratar de inculcar a nuestros hijos? Porque estoy convencido de que muchas de las espantosas amenazas que algunos quieren ver en todo lo que exceda su credo particular, en todo lo que rebase el molde políticamente correcto que defienden a capa y espada, no proceden más que de la ignorancia. Solo desde la ignorancia se puede dejar de ver cómo la Cenicienta fue capaz de rebelarse ante su tiránica madrastra y sus envidiosas hermanastras y cómo su matrimonio con el príncipe de un reino europeo representa un claro ejemplo de ascenso social.
Solo desde la ignorancia se puede ser tan simple como para descartar por machista la historia de Blancanieves por el hecho de que esta ponga cierto orden en casa de los enanitos (que buena falta hacía debido a su escaso interés por las tareas domésticas) sin tener en cuenta que se publicó por primera vez en 1812 y que, de haber asignado a Blancanieves el papel de minera, como los enanitos, muy probablemente habría provocado que se hablara de explotación laboral y de la falta de conciliación familiar y laboral. Por otro lado, afirmar que el hecho de que una alumna admita que su novio «le diga que no lleve tanto escote» puede asociarse, como sugería la doctora Hardstein, con la perniciosa influencia de los cuentos tradicionales me parece tan ridículo como pensar que la lectura de cuentos posmodernos políticamente correctos propiciaría una generación de grandes personas, respetuosas, tolerantes, honradas y solidarias.
Sinceramente, creo que en no pocos recorridos educativos y vitales estamos perdiendo el rumbo. Encuentro descabellado que se denuncien estereotipos pero no se combata la desigualdad real y de hechos consumados (por ejemplo, que una mujer cobre menos que un hombre realizando el mismo trabajo), que se quiera condicionar la tendencia natural de un niño hacia los juegos de «polis y cacos», hacia el color azul o hacia los oficios «de chicos» o la de la niña hacia los juegos con muñecas, el rosa o las profesiones tradicionalmente femeninas. Lo rechazable es que un niño quiera ir de rosa y alguien se mofe o se lo recrimine. O que no se le deje ir de rosa, pero no que quiera ir de azul. Se ha de luchar por que la niña que quiera ser pirata y no princesa pueda serlo y por que el niño que quiera jugar «a cocinitas» pueda hacerlo. Esto es razonable. Lo otro, con todos los respetos, para mí no lo es.

3. Tiempos cambiantes.
Delenda est paedagogia

Primero aprende y después enseña.
QUINTILIANO
Uno de los argumentos de moda en el mundo educativo es el que nos habla de una sociedad cambiante, en continua evolución, que requiere saberes y herramientas distintas a las tradicionales y que ha modificado la manera en que uno aprende, por lo que ha de cambiarse, en consecuencia, la forma de enseñar. Diría que, en estas circunstancias tan mudables, es más importante si cabe tener convicciones y aferrarnos a los saberes permanentes y a las evidencias en los procesos de aprendizaje, en lugar de querer ser tan modernos y dejarnos seducir por los cantos de sirena de la neuropedagogía. En relación con la tendencia a aceptar como válido todo lo que venga antecedido por la frase «la neurociencia ha demostrado», quiero destacar algo que dijo el neurocientífico argentino Mariano Sigman:15 «No hay ninguna transformación importante en el cerebro humano que no sea con esfuerzo. Muchos adolescentes o padres se preguntan para qué estudiar los ríos de España si luego se van a olvidar. Y es importante no por el mero hecho de recordarlos para siempre, sino para ejercitar la memoria. Creo que el esfuerzo mental en el colegio es fundamental, y mucha gente olvida que la razón de ser en el colegio no tiene tanto que ver con el conocimiento posterior, sino con aprender el procedimiento para adquirir ese conocimiento. Lo importante no es el final del camino, sino el camino mismo. Es una responsabilidad de la sociedad entender esto. Ahora hay un montón de métodos educativos que proponen una educación mucho más lúdica. Valoro alguna de estas cosas, porque la motivación es importante para el aprendizaje, pero delegarlo todo en lo lúdico y pensar que no hay que esforzarse para acceder a un mundo mejor, como aprender a desenvolverse por uno mismo, aprender a no sufrir, a hacer algo por otra persona, etcétera. Creo que no estamos valorando las consecuencias de chicos que crecen sin haber entrenado esa facultad para el esfuerzo». Las palabras de Sigman corroboran una realidad, hoy, como tantas otras, discutida: el esfuerzo, también en el siglo XXI, sigue siendo esencial para el aprendizaje.
¿Quién negaría que los avances tecnológicos son beneficiosos? Nos permiten, por ejemplo, acceder a una versión interactiva de la primera edición de El Quijote (que me perdone Mercedes Milá) conservada en la Biblioteca Nacional, con la primera y segunda partes completas, grabados, contenidos multimedia, música de la época, etcétera; una verdadera maravilla. Pero lo es porque la obra de Cervantes, como la música de nuestro Siglo de Oro, es excepcional. Y aunque el acceso a todo este legado literario y musical sea ahora más fácil, su asimilación requiere el mismo esfuerzo de siempre y continúa siendo tan enriquecedora como lo ha sido siempre. Los saberes, por mucho que algunos digan, no prescriben. Ni siquiera todos necesitan una actualización o puesta al día. Por lo general, se superponen los unos a los otros y forman una cadena histórica de conocimiento. Cervantes conserva plena vigencia. Los problemas y las preocupaciones vitales, existenciales, del ser humano, que nuestros clásicos han abordado en tantas ocasiones en la literatura, la música, el cine y en otras manifestaciones artísticas, también son muy similares. Somos lo que somos por lo que otros han sido. Los saberes y la forma de aprenderlos no cambian ni se extinguen, aunque puedan variar los instrumentos que utilicemos: el punzón, el rollo de papiro, la pluma de ave, el pergamino, el ordenador. Y lo fundamental para que alguien aprenda es que alguien que sabe enseñe y transmita con pasión lo que sabe, estimulando al lego a saber cada vez más, despertando entusiasmo por la materia… Y el que aprende no puede hacerlo sin atención, esfuerzo, constancia y memoria. Por muchos medios técnicos de que disponga, dudo que se pueda aprender solo desde el principio.
Hay que mirar al futuro, claro, pero para hacerlo con ciertas garantías hemos de conocer el pasado y vivir el presente. No ha habido en la especie humana ninguna mutación genética que nos lleve a pensar que se aprende de diferente forma ahora que antes. No hay motivos para pensar que lo que antes encontrábamos estimable ya no lo es. Para apreciar lo valioso son imprescindibles, como siempre lo han sido, el tesón y el trabajo individual. Decía el escritor Álvaro Mutis que «cualquier relación, sobre todo al comienzo, está hecha de extrañezas. Con los libros pasa igual que con las mujeres y con los amigos: hay que tener paciencia para llegar a entenderlos y a quererlos. Ninguna relación es fácil al principio».16 No se ha descubierto todavía mejor estrategia para tener éxito en los estudios que estudiar. Y así como la mejor técnica de estudio se llama «hincar los codos», la forma más eficaz de enseñar tiene que ver, como requisito previo e imprescindible, con el dominio de la materia por parte del docente, como siempre ha sido. Lo demuestra un informe de la Universidad de Durham («What makes great teaching?»)17 cuyo fin era identificar, según las evidencias empíricas acumuladas, el factor que mayor incidencia tiene en la eficacia del profesor. Se concluyó que este f...

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