Contra la nueva educación
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Contra la nueva educación

Alberto Royo

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Contra la nueva educación

Alberto Royo

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Una crítica razonada de la pedagogía oficial y una reflexión profunda sobre la educación Contra la nueva educación pretende ejercer una crítica racional y razonada a una pedagogía oficial que desprecia el conocimiento y la cultura y apuesta, en opinión del autor, por la felicidad ignorante y la empleabilidad de ocasión. El autor examina de forma mordaz los principales dogmas pedagógicos posmodernos, y elabora una defensa apasionada, pero no pasional, de la instrucción pública como motor de una sociedad avanzada, idealmente meritocrática y con una sólida base ética que ampare el derecho de todos al ascenso social. Desde su condición de músico, profesor y ciudadano, Alberto Royo se muestra decidido a presentar batalla, consciente de que sus planteamientos no discurren con viento a favor sino que suponen, hoy, casi un acto subversivo, una provocación.

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Information

Publisher
Plataforma
Year
2016
ISBN
9788416620081

1. El comienzo del declive

La burbuja new age

No voy a esconder mi postura radicalmente crítica (radical en el sentido de ir a las raíces, no en el de extremista o dogmática) en relación con las teorías del gran líder pedagógico-espiritual sir Ken Robinson y su legión de seguidores, algunos de los cuales (el propio Mr. Robinson en más de una ocasión) se dejarán ver a lo largo de estas páginas. Mis consideraciones sobre sus «pócimas milagrosas» y frases rimbombantes no provienen de prejuicios o animadversión personal, sino del convencimiento de su peligrosidad, más aún en estos tiempos en los que la «filosofía new age» está tan arraigada que quienes nos atrevemos a plantear objeciones nos convertimos de inmediato en agoreros, gruñones o directamente desagradables. Se nos niega, incluso, el derecho a ser optimistas o a considerar positivos valores como la creatividad o la innovación por el hecho de no postrarnos ante ellos y entrar en trance al tiempo que emitimos sonidos guturales y bailamos hasta el frenesí. Lo que reivindico es sencillamente que estos valores no ensombrezcan otros no solo complementarios, sino esenciales, para que aquellos puedan desarrollarse. Es más bien una cuestión de medida y de discernimiento de lo principal y lo accesorio, de mezclar con sentido los ingredientes que pueden, ya que no garantizar, pues esto es imposible, sí al menos aumentar las probabilidades de éxito en la tarea que fuere.
Salgo en auxilio de mi profesión ante los denominados «expertos educativos» y chamanes de la educación, pero no porque rechace lo emocional, lo espontáneo o lo renovador. Lo hago porque me preocupa la sobrevaloración de unos aspectos, como la empatía o la originalidad y la consiguiente subestimación de otros, como el esfuerzo, la constancia o el rigor; la exclusión de los que son objetivamente valorables en favor de otros cuya evaluación es mucho más compleja y, desde luego, más subjetiva. Y, por encima de todo, me inquieta la creencia posmoderna de que el éxito es más asequible de lo que en realidad es. Dice Paulo Coelho, ese «gran pensador» al que dedicaremos con todo merecimiento un espacio propio, que «cuando quieres realmente una cosa, todo el universo conspira para ayudarte a conseguirla». No hay que ser muy despierto para darse cuenta de que esto es una burda mentira urdida para hacer creer al ingenuo que solo con que desee algo, alcanzará el éxito. Es en este sentido y no en otro en el que deben interpretarse mis reproches hacia quienes, como sir Ken, falsean la realidad asegurando que «todos los niños tienen talento». Cualquier profesor sabe que hay alumnos talentosos, pero también «destalentados»; los hay con mucho talento y pocas ganas de trabajar, con poco talento y mucha capacidad de sacrificio, con todo de todo y sin nada de nada. Nadie puede negar que uno trabaja mejor si tiene cierta predisposición hacia una actividad, lo cual le permitirá, sin duda, disfrutar con su ocupación y, desde luego, mejorar su desempeño, pero afirmar que todos los niños tienen talento no deja de ser un engaño. Lo que sí puede decirse, lo que debería decirse, es que muchos de ellos, si perseveran, podrán terminar encontrando algo que hagan razonablemente bien; que es posible descubrir lo que a uno le gusta si se tiene tesón, que nadie descubre su vocación sin ahínco y la mayoría de las veces sin abordar tareas que, a priori, no despiertan en su interior una atracción irrefrenable. Porque ¿de verdad es beneficioso hablar del talento como de algo que prolifera, como si en nuestra sociedad hubiera excedente de talento? ¿Es esto realista? ¿Es sensato? El talento, como el conocimiento, es algo preciado justamente por lo contrario, porque no sobra, porque escasea. Por eso hay que cuidarlo, mimarlo y valorarlo. Afirmar que es corriente significa devaluarlo e intentar convencer de ello a los más jóvenes, una irresponsabilidad. Según Alberto Sánchez Bayo, autor de un libro titulado Arqueología del talento (Madrid, ESIC, 2007), «cuando hacemos con talento nos fundimos en nuestra naturaleza hasta el punto que sentimos que algo dirige nuestra acción». La frase, que a simple vista significa bastante poco, encierra, sin embargo, una idea muy habitual entre los escritores de libros de autoayuda: el embuste de que no somos nosotros los responsables de nuestros actos, que algo dirigirá nuestra acción, da igual si lo llamamos «talento», «creatividad» o «capacidad emprendedora». Son dogmas de fe. Hemos sustituido unos por otros, mientras insistimos en ser una sociedad laica. Toda una paradoja. Ahora rendimos pleitesía a otros dioses, pero dioses al fin y al cabo. Y la sumisión es el primer paso para llegar al fanatismo.
Está bien mirar siempre el lado bueno de la vida, como Brian y el resto de crucificados de los Monty Python («Give a whistle and this’ll help things turn out for the best»), pero la realidad es tozuda y nos indica que no todos los alumnos (tampoco los adultos) tenemos talento, ni lo tenemos para todo, ni tenemos «múltiples inteligencias». Y esto lo corrobora cualquier neurólogo medianamente serio. La capacidad intelectual no es uniforme. Nadie es más que nadie por ser más capaz, pero decir que calibrar la inteligencia es «supremacista» o que no se trata de «cuán inteligente eres», sino del «modo en que lo eres» (sir Ken Robinson dixit), es, discúlpenme, una sandez. Lo que la enseñanza pública debe garantizar es que a nadie se le hurte la oportunidad de aprender. Pero hacerles creer a nuestros jóvenes que el talento abunda y que está equitativamente repartido es lo mismo que timarlos. Ya lo dijo un ilustre psicopedagogo en la «partyconferencia» (el término es suyo) que perpetró durante unas jornadas de innovación educativa: «Todos somos excepcionales». Hombre, una cosa es ser optimista y otra estrambótico. Así que, sin reparo alguno, manifiesto mi más firme insumisión ante esta burbuja new age, tan dañina o más que la burbuja inmobiliaria o la financiera, una burbuja en la que nos aconsejan que nos guarezcamos para ponernos a salvo de las dificultades que podemos encontrar fuera. El problema, como con las otras, es que algún día las burbujas se rompen y es entonces cuando salimos al exterior y comprobamos que lo que parecía fácil no lo es tanto y descubrimos que hemos sido estafados.

Educar en (qué) valores

La «educación en valores» es una de las inflaciones más importantes de los últimos tiempos, determinante, según mi punto de vista, en la mala salud de nuestro sistema educativo y perfectamente integrada en el espíritu economicista y antihumanístico de nuestra época. Hoy, el Objetivo Único es el «crecimiento», aunque este no sea nunca uniforme y se produzca indefectiblemente en beneficio de unos y a costa de otros (véase el magistral cuestionamiento del progreso como progreso exclusivamente económico que lleva a cabo el tristemente desaparecido Rafael Chirbes en su magnífica novela Crematorio [Barcelona, Anagrama, 2007]). Pero esta es otra historia. Lo que ahora viene al caso es que toda concesión de una importancia desmedida a lo no académico, por la vía de los «valores», acostumbra a ir en menoscabo de lo erudito, lo disciplinar, lo docto, que termina abandonado en un rincón y acumulando polvo.
Una de las discusiones más frecuentes entre quienes pertenecemos al mundo de la enseñanza es la que tiene que ver con dilucidar cuál es el término más adecuado para esto que hacemos (o que hacíamos, o que querríamos hacer) los profesores: ¿enseñamos o educamos? Es una controversia un tanto artificial (como tantas otras), pues educar incluye enseñar, pero es cierto que a quien se inclina por «enseñar» (quizás en defensa propia ante la avalancha de dogmatismo cuyos barros se encuentran en la LOGSE y cuyos lodos son de evidente impronta «lomciana») se le suele llamar de todo por el hecho de defender que la principal misión de un profesor (no la única, pero sí la principal) es la transmisión de conocimientos. Tal prejuicio no dista mucho del que lleva a muchos pedagogos y expertos educativos a asegurar que si un docente no es hincha incondicional de la educación emocional y afectiva, es porque está en contra de educar en valores, porque no tiene sentimientos o porque piensa en sus alumnos como si fueran robots (son los mismos que luego apuestan por el software y la robótica con fervor mariano). En este asunto de la educación en valores, el protocolo parece establecer que cuando uno escoge enseñar antes que educar se está ante un tipo sospechoso de no querer nada bueno para sus alumnos. Y no es así. Lo que yo digo es que el conocimiento es un valor en sí mismo, que los valores que se deben infundir en la escuela deben estar en todo momento desprovistos de dogmatismo e ideología para evitar que estén a expensas del partido que gobierna en cada momento (como lo debe ser el funcionario, para que su independencia quede garantizada) y que, además, la educación en valores corresponde esencialmente al tutor.
La mayoría de los programas y proyectos dedicados a la educación en valores fluctúan entre lo doctrinal y lo catequístico. Uno de los pocos ejemplos que he podido encontrar de aproximación a la educación en valores sin perder del todo el norte es el programa pedagógico de Aldeas Infantiles SOS («50 tutorías con sentido. La atención»), enfocado a primaria y secundaria, y destinado, con no poca sensatez, a las tutorías. Aunque sin escapar con rotundidad de las modas pedagógicas (la sola intención de hacerlo ya merece un elogio), lo más novedoso de este programa es su propósito de «trabajar la atención para que los alumnos se apeen del vertiginoso ritmo de sus vidas y pensamientos, y reflexionen atentamente, bajo la coordinación de sus docentes». La atención, sin duda, es un hábito ejercitable e indispensable y en el manual para el profesor de este programa, junto con cosas cuestionables (el inevitable coaching, del que hablaré con detenimiento más adelante), se pueden encontrar otras que casi hacen que a uno se le salten las lágrimas: ¡una actividad para practicar la memorización! Y observen esta emocionante declaración de principios: «La memorización es una técnica para mejorar la concentración y disciplinar la atención». Memorización, concentración, atención… y disciplina. Todo en la misma frase. Un festín de sentido común. Para un charlatán (figura que también recibirá atención en su momento), sería lo mismo que una ristra de ajos para un vampiro. Son 350.000 los estudiantes de toda España que trabajaron la atención con el programa de Aldeas Infantiles SOS durante el pasado curso 2014-2015. Es llamativa la contradicción entre el entusiasmo que ha provocado en las administraciones educativas y la obsesión innovadora y «neotecnológica» de las mismas, obsesión que atenderemos igualmente a su debido tiempo. Si, como se expone en la introducción al programa, «las distracciones tecnológicas y audiovisuales merman la capacidad de concentración», ¿por qué esa ofuscación con la innovación, la tecnología y lo digital? ¿Cuál es el fin: distraer a los alumnos para después trabajar la atención? ¿Inventar la enfermedad para poder vender después el tratamiento?

Medicando el fracaso

El conocido programa de televisión Salvados (La Sexta TV), cuyo tratamiento del tema de la enseñanza en Finlandia (enero de 2013) no fue muy afortunado, dicho sea de paso, dedicó uno de sus episodios a la sobremedicación. Abordaba el tema de la industria farmacéutica y, de todo cuanto vi, me quedé con una frase de un señor llamado Joan-Ramon Laporte:1 «Estamos medicando el fracaso».
El calado de la afirmación del señor Laporte es más relevante de lo que pudiera parecer. En más de una ocasión yo había pensado lo que el catedrático expuso en aquella entrevista, aunque relacionado con un tema educativo que nuestros políticos han descubierto recientemente y que piensan, sospecho, que les proporciona una imagen de «político con servicio público volcado a la sociedad»: el de los niños o jóvenes diagnosticados con TDAH (trastorno por déficit de atención con hiperactividad).
En mi opinión, sería bueno reflexionar sobre cómo estamos educando a nuestros jóvenes, en el sentido más amplio de la palabra, en el del proverbio africano que tanto invoca el filósofo-empresario José Antonio Marina y que reza: «Hace falta la tribu entera para educar a un niño», en el sentido de a qué los estamos acostumbrando. Si antes estos chicos eran «movidos», ahora tienen un diagnóstico que obliga a buscar una medicación, a adaptar los exámenes para que no estén en inferioridad de condiciones, a establecer pautas metodológicas específicas, a tratarlos, en definitiva, de otra forma. ¿Es esto lo adecuado? ¿No estaremos elevando a rango de patología lo que puede ser un rasgo de la personalidad? ¿No llegará un momento en el que no haya característica personal que no tenga su correspondiente diagnóstico y tratamiento diferenciado? ¿Realmente es positivo para estos chicos «movidos», «hiperactivos» o con TDAH diferenciarlos de los demás etiquetándolos? Algo parecido ocurre con el «estrés emocional» de algunos alumnos, que, por lo visto, los exculpa de alguna forma de sus malos resultados académicos. El pediatra Raimon Pèlach se expresaba con meridiana claridad durante un congreso de pediatría cuando negaba que hoy los niños tengan «más problemas psicológicos». Según Pèlach, lo que sucede es que «socialmente asumen menos responsabilidades y están sobreprotegidos». «El niño –explicaba– no quiere frustrarse, le cuesta. La sociedad es blanda con estos niños. Generalizando, se puede decir que hay malos hábitos educativos y poca asunción de responsabilidades. Claro que hay niños desprotegidos, pero eso es otra cosa. Ahora hablamos de estrés emocional; un día es por el cumpleaños y otro por la comunión: qué me regalarán, quién vendrá…». Para este médico, el principal factor de influencia en el aumento del «estrés emocional» es que nuestra sociedad se ha convertido en «una sociedad sobreprotectora, pero no disciplinada», y advierte de que «se están negociando cosas innegociables». Un reciente vídeo grabado por una madre y acogido con fervor por los medios denunciaba «el excesivo tiempo que dedican los niños a los deberes» y terminaba con una pregunta: «¿No es hora de que les devolvamos la infancia?». Terminaré yo con otra pregunta, basándome en algo que decía Sócrates: «Nada resulta demasiado difícil para la juventud». Mi pregunta es: ¿no se lo estaremos poniendo nosotros demasiado fácil?

2. Plasmodium falciparum El totalitarismo innovador.
Tecnología y creatividad

[Plasmodium falciparum. Protozoo parásito del género Plasmodium que causa la malaria en humanos. Invade cualquier tipo de eritrocitos y produce el paludismo terciario maligno.]

El rey Thamus y la rehabilitación de la memoria

«Cuando recordar no pueda, ¿dónde mi recuerdo irá? Una cosa es el recuerdo y otra cosa es recordar.» ANTONIO MACHADO
Dentro del catálogo actualizado de mantras pedagógicos, el de las nuevas tecnologías es uno de los más recurrentes. Del Power Point y la pizarra digital hemos pasado al e-learning (el popular Moodle), las aplicaciones, las redes sociales, etcétera, hasta llegar a la robótica educativa y el software. Porque a nuestros «expertos» les preocupa sobremanera el «analfabetismo digital», mucho menos alarmante, creen ellos, que el funcional (como todos saben, nuestros jóvenes son «nativos digitales»). La obsesión tecnológica, que tiene unas poderosas connotaciones económicas (el objetivo indisimulado de alimentar el consumismo), releva sin vacilación al hombre por la máquina, despreciando aquellas facultades que el ser humano ha venido practicando históricamente y delegándolas en el elemento tecnológico. Así como el uso de la calculadora permite evitar el lacerante ejercicio de la memorización, Internet ha sido elevado a la categoría de «fuente de conocimiento» (lo cual es absolutamente falso, pues en la red uno puede encontrar mucha información –y no toda fiable–, pero no conocimiento, algo que uno debe construir, habitualmente ayudado por alguien que sepa del asunto en cuestión).
La memorización, para la «pedagogía oficial» un recurso trasnochado y detestable, sigue siendo irreemplazable, no solo en la enseñanza, sino en casi cualquier faceta de la vida. La memoria y el ejercicio de la memorización son parte fundamental de cualquier aprendizaje, perfectamente compatibles con el raciocinio o la capacidad para buscar y contrastar información, a pesar de lo que muchas veces se sostiene. La inteligencia va penetrando paulatinamente justo en aquello que la memoria custodia (Shakespeare llamaba a la memoria «el centinela del cerebro»). ¿Cómo aprender latín o griego sin memorizar el vocabulario o las declinaciones; música sin memorizar las notas, las figuras o los compases; literatura sin memorizar el nombre de los autores y las obras literarias; historia sin memorizar el de reyes, héroes, batallas, descubrimientos, inventos, lugares;2 química sin memorizar los símbolos y las valencias de los elementos químicos; ciencias naturales sin memorizar los nombres de los órganos y los tejidos del cuerpo humano; matemáticas sin memorizar tablas y teoremas; física sin memorizar sus leyes…? Si de lo que se trata es de ser novedosos (todo «experto educativo» se jacta de serlo), hay que decir que el desprecio a la memoria, mal que les pese a determinados entendidos (mejor sería decir «enterados»), es muy poco moderno, pues, aunque es verdad que el fervor antimemorístico se acrecentó con la implantación de la LOGSE en 1990, la Ley General de Educación de 1970 (la de Villar Palasí, ministro de Educación y Ciencia en 1968) ya recomendaba «huir de la metodología basada en el mero e inútil aprendizaje memorístico de los temas». Hoy, en sintonía con la ley franquista (por desconocimiento, supongo, en el caso de los pedagogos progres) y olvidando que ningún profesor pretende en la actualidad el «aprendizaje memorístico de los temas», se destierra la memorización con el pretexto (esto sí tiene el sello de la posmodernidad) de que coarta la creatividad y la espontaneidad, cualidades mitificadas por sus defensores, como si la repetición de un concepto hasta su asimilación fuera algo baladí e, incluso, perjudicial. Pongamos como ejemplo una actividad especialmente creativa: la interpretación musical. ¿Alguien que toque o haya intentado aprender a tocar un instrumento diría que la memorización no es necesaria, que la repetición sistemática no forma parte de su práctica instrumental? Y ¿un deportista? Y ¿un actor? Volviendo a las asignaturas escolares, ¿cómo analizar un texto en un idioma extranjero sin haber memorizado su vocabulario, su sintaxis, su gramática…?
Platón cuenta en Fedro la leyenda del dios egipcio Theuth, descubridor del número y el cálculo, la geometría y la astronomía, el juego de las damas y los datos y, sobre todo, las letras. Un día, el sabio mostró a Thamus, rey de Egipto, aquellas artes, exponiéndole su utilidad con la intención de encontrar la aprobación del rey. Cuan...

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