Inteligencia matemática
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Inteligencia matemática

Eduardo Sáenz de Cabezón

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Inteligencia matemática

Eduardo Sáenz de Cabezón

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"¿Quién leería un libro sobre matemáticas sin que le obliguen?", se preguntará el lector de este libro. Porque al leer sobre ellas se corren varios riesgos… Tal vez cambiemos nuestra idea sobre las matemáticas, con las que hemos vivido tan cómodamente todo este tiempo, y es posible que terminen por gustarnos. Este libro te mostrará que las matemáticas no son tan odiosas como aparentan; en ellas interviene la creatividad, la intuición, el cálculo, la imaginación, la técnica. Son una oportunidad de disfrutar de la realidad de una forma distinta. Porque, lo queramos o no, todos llevamos un matemático en nuestro interior, que tal vez se asustó en la escuela y permanece oculto en un rincón. Inteligencia matemática es la oportunidad perfecta de experimentar por nosotros mismos las formas de razonar de los matemáticos. Tomemos lápiz y papel, garabateemos soluciones, dibujemos y emborronemos, y encontraremos la forma perfecta de leer este libro.

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SEGUNDA PARTE De paseo con
tu matemático interior

7. Domar la intuición

Las matemáticas, su abstracción y su generalidad tienen sentido por sí mismas, construyendo ese edificio lógico que es una de las construcciones colectivas más grandes de las que los humanos hemos sido capaces. Pero además las matemáticas y su rigor pueden hacer algo por nosotros que es mucho más útil de lo que parece a primera vista: nos permiten domar la intuición, llevarla por cauces constructivos y evitar sus trampas. Muchas cosas en nuestra vida normal, y también en el progreso científico, funcionan por intuición, que es una de las aliadas de la creatividad. Pero a veces la intuición nos hace ver como imposibles cosas que no lo son, o nos presenta como evidentes cosas que no son ni siquiera ciertas. Para evitar esas pequeñas traiciones tenemos el rigor de las matemáticas, que nos ayudan a aprovechar el impulso, a veces un poco ciego, de la creatividad y la intuición. Ésta es una de las primeras ventajas de tener un matemático interior, inflexible vigilante, que te dice cuándo las cosas no son como parecen a primera vista. Es una buena costumbre volverse de vez en cuando a él para pedirle consejo.
Déjame que te ponga unos ejemplos. Unos problemas sencillos muy conocidos, que ilustran esto que quiero decirte y que nos permiten a los matemáticos tener conversación en las fiestas e incluso atraer por unos instantes el interés de otras personas hacia nuestra fascinante profesión. Y si nos gustara apostar, ganaríamos bastantes apuestas a esa gente que se deja llevar a lo loco por su intuición.
El primer ejemplo lo he titulado «Cumpleaños feliz». Imagínate que estamos en un grupo de, pongamos, 50 personas. Yo qué sé, en un campamento, por ejemplo. El primer día del campamento nos presentamos todos con nuestro nombre, y decimos también la fecha de cumpleaños, para poder felicitarnos los unos a los otros. Y ¡casualidad! Nos encontramos con que hay dos personas que cumplen años exactamente el mismo día. El grupo celebra esa curiosidad, porque es una cosa extraña que entre sólo 50 personas haya dos que cumplan exactamente el mismo día. ¡Si hay 365 días en el año! ¿Cuál es la probabilidad de que pase algo así, 50 entre 365? Eso es más o menos un 13 %. Todos sonríen sorprendidos ante la casualidad, todos menos esa chavalita a la que le gustan las mates, y que sabe que eso no es así, que es perfectamente normal que entre 50 personas haya dos al menos que cumplen años el mismo día. «Lo sorprendente sería que cada una de las 50 personas cumpliera años en un día diferente del año», dice ella repitiendo las palabras que le susurra su matemático interior.
¿Quién lleva razón, la chica que piensa que eso es algo normal o los alegres sorprendidos? Echemos las cuentas, que para eso están las matemáticas. Pongamos que el año tiene 365 días, y que más o menos la probabilidad de que una persona haya nacido en un día o en otro es la misma. Vamos a utilizar el viejo principio de que la probabilidad de un hecho aleatorio se obtiene dividiendo el número de casos «favorables» entre el número de casos «posibles». También utilizaremos el hecho de que la probabilidad de que una persona nazca un determinado día es independiente del hecho de que otra persona cualquiera nazca en otro día cualquiera. Eso hace que podamos multiplicar las probabilidades de esos dos hechos. Muy bien, ya tenemos nuestra situación matemática planteada, nuestras «hipótesis» de partida. Lo que vamos a hacer, porque es más sencillo, es calcular la probabilidad de que cada una de las 50 personas haya nacido en un día diferente. Lo que falte para el 100 % será la probabilidad de que haya algún cumpleaños repetido.
Vamos a empezar con una sola persona, y añadiremos gente calculando la probabilidad de que la persona que añadimos a la lista cumpla años en un día distinto a todas las ya introducidas en la lista. Como al introducir la primera persona no hay nadie en la lista, tenemos que el número de casos «favorables», es decir, los días que tenemos libres sin repetir ninguno, es 365 y el número de casos posibles, o sea, el número de días en que ha podido nacer esa persona, es, como es natural, 365. Así que la probabilidad de que en un conjunto de una sola persona todas hayan nacido en días diferentes es 365/365=1, o sea, el 100 % Nada espectacular de momento, pero sigue leyendo. Metamos la segunda persona: el número de casos favorables es sólo 364. Claro, porque el día en que ha nacido la persona que ya está en la lista ha dejado de ser un caso favorable, porque entonces repetiríamos, y estamos calculando la probabilidad de que hayan nacido en días distintos. Los casos posibles, o sea, los días en que ha podido nacer esta segunda persona, siguen siendo 365, esto no cambia. Vale, calculemos la probabilidad, que es el producto de la probabilidad que nos daba la primera persona por la de la segunda, o sea: 365/365·364/365. Eso es 365·364 dividido entre 365·365, que da 0,997, o sea, que la probabilidad de que en un conjunto de dos personas las dos hayan nacido en días diferentes es del 99,7 %. Ya ves cómo va la cosa: al meter la tercera persona, sólo nos quedan 363 días favorables de 365 posibles; al meter la cuarta persona, nos quedan 362 favorables de 365 posibles… y así todo el rato. Como tenemos 50 personas, la probabilidad de que todas ellas hayan nacido en días diferentes es 365·364·363·…·316 dividido entre 365 cincuenta veces. Y eso da 0,03, un 3 %. Muy poquito. O sea, que la probabilidad de que en un grupo de 50 personas las 50 hayan nacido en día diferentes es del 3 %. Y por tanto, la de que haya algún cumpleaños repetido es del 97 %. Así que la chica (y las mates) llevaban razón en considerarlo algo normal. Lo contrario sí que habría sido excepcional: sólo pasa en tres de cada cien grupos de 50 personas que todas cumplan años en días diferentes.
Éste es un problema muy famoso, el problema del cumpleaños, y si es la primera vez que lo oyes es bastante sorprendente. La enseñanza de este problema es importante para el propósito de este libro: nos muestra que acercarse a la realidad con ojos matemáticos, con rigor, hace más difícil que nuestra intuición, o quien sea, nos engañe.
Más sorprendente quizá es este otro ejemplo, que a mí me encanta y que he titulado «Doblar papel». ¿Has intentado doblar alguna vez un papel por la mitad tantas veces como se pueda? Casi seguro que sí, todo el mundo lo ha intentado alguna vez, y siempre ocurre lo mismo: el papel se puede doblar siete veces y ya está. Después de siete veces es una cosa pequeña, dura y gorda que no se puede doblar más. Hay quien es muy hábil, y con mucho cuidado, doblando bien un papel fino, incluso ayudándose de unos alicates o de los dientes, logra doblarlo ocho veces. Concedámosles ese récord. ¿Es ocho un límite insalvable para la humanidad? ¿Una especie de maldición divina que nunca podremos superar? ¡No! ¡Todo menos rendirse! Toda buena historia tiene una heroína, y la de ésta se llama Britney Gallivan. La buena de Britney, a sus rebeldes 16 años, decidió que quería librarse de la tiranía de los 8 dobleces, que la humanidad debía sacudirse ese yugo. Acudió a un centro comercial, en el que compró un papel de baño muy finito (ya sabes a lo que me refiero) de 1.200 metros de longitud. Y con paciencia y cuidado se puso a doblarlo por la mitad, logrando un récord inhumano, una proeza que rompió los límites de lo posible: lo dobló 12 veces por la mitad. No sólo lo dobló, sino que hizo un trabajo para el instituto estudiando la cantidad de material que formaba la curva de cada doblez, los límites de esa empresa, etc. Me emociono sólo de pensar en ella.
El montoncito de papel con 11 dobleces tiene una altura de más o menos 25 centímetros. Y eso me lleva a una pregunta curiosa. Imagínate que tuviéramos un papel tan largo como quisiéramos, y muy fino, pongamos de 0’01 mm de espesor (mucho más fino que el papel que usamos normalmente en las fotocopiadoras e impresoras). Supongamos que lo pudiéramos doblar 54 veces por la mitad: ¿qué altura tendría después de esos 54 dobleces? Imagínatelo, ¿tendría una altura como la de una persona de un metro ochenta? ¿Sería más alto que el techo de mi habitación, de dos metros y medio? ¿Más que un edificio de 7 pisos (unos 30 metros)? Piensa un poco: ¿qué te imaginas? Si quieres el dato real, te lo doy: resulta que un papel de 0,01 mm de grosor doblado 54 veces cubriría la distancia de la Tierra al Sol. ¡¿Qué?! Es broma, ¿no? ¿De la Tierra al Sol? ¡Eso es imposible! Bueno, sí, la intuición te dice que eso no puede ser. Pero somos matemáticos, echemos las cuentas y comprobémoslo. Tu matemático interior ya está sonriendo y frotándose las manos.
Estarás de acuerdo conmigo en que cuando doblamos el papel una vez, el grosor del montoncito se duplica, es decir, que tras el primer doblez tenemos un grosor de 2·0,01 mm, o sea, 0,02 mm. Y si volvemos a doblar, tras el segundo doblez el grosor vuelve a duplicarse, así que ahora tenemos 0,04 mm, o sea, 2·2·0,01 mm. Tras cada doblez el grosor siempre se duplica. Atención ahora, piénsalo un poco si te hace falta, pero estarás de acuerdo conmigo en que tras n dobleces tendremos 2 multiplicado por sí mismo n veces, y multiplicado después por 0,01 mm. En concreto, al doblar 54 veces tenemos un grosor de 54 doses multiplicados, y el resultado multiplicado por 0,01 mm. En lenguaje matemático diremos que el grosor total es 254·0,01 mm. Bueno, pues veamos cuánto es eso. Resulta que 254 es más o menos igual a 1,8·1016, que quiere decir un 1, un 8 y quince ceros detrás. Y eso, multiplicado por 0,01 mm. Para pasarlo a milímetros, quitamos los dos lugares decimales detrás de la coma, que equivale a quitar dos de los ceros, así que nos queda un 1, un 8 y trece ceros detrás. Como hay mil milímetros en cada metro, para pasar a metros quitamos otros tres ceros, así que de los trece, nos quedan diez. Y para pasar a kilómetros, como en cada kilómetro hay mil metros, quitamos otros tres ceros, y nos quedan siete. Un 1, un 8 y siete ceros detrás. Eso son 180.000.000 de kilómetros, ciento ochenta millones de kilómetros. Y la distancia de la Tierra al Sol son unos 150.000.000 de kilómetros, o sea, que nos sobran 30 millones de kilómetros de papel. Casi nada. ¿Qué están haciendo los de la NASA con el dinero? ¡Que se dejen de naves carísimas que gastan mucho combustible y se pongan a doblar papel y podrán llegar al Sol! Bueno, en realidad, esto nos hace ver que no hay papel en la Tierra que se pueda doblar 54 veces (ya Britney lo había calculado).
El ejemplo del papel nos hace ver de nuevo que echar las cuentas nos permite zafarnos de las trampas de la intuición. Parece evidente que doblando un papel tan fino sólo 54 veces jamás podríamos cubrir una distancia tan grande y tan difícil de imaginar. Es el poder de los números, de las matemáticas, que nos enseñan a no fiarnos de nuestras intuiciones, de lo que «parece evidente». Hacer cálculos y razonamientos rigurosos nos permite evitar incluso el autoengaño, que a veces tan difícil es de detectar siquiera.
No quiero que te quedes con la idea de que la única forma de domar la intuición es hacer las cuentas, por muy potente que sea eso, como hemos visto al aplicar el cálculo simple de probabilidades al problema de los cumpleaños, o la potencia de las exponenciales (lo de elevar el dos a otro número) con el problema de doblar el papel (este problema es conocido en el frikimundo matemático como «el problema de la sábana»).
Vamos a poner otro ejemplo en el que interviene la combinatoria, las probabilidades y, sobre todo, el razonamiento lógico. Monty Hall (que en el momento de escribir estas líneas tiene 94 años) era el presentador de un famoso concurso televisivo en Estados Unidos llamado Let’s make a deal. En ese programa, los concursantes iban eligiendo puertas detrás de las cuales había premios buenos o malos, y haciendo cambios de regalos. En 1975, un estadístico llamado Steve Selvin propuso, en la sección de «cartas al director» de la revista The American Statistician, un problema que ahora es mundialmente conocido como el «problema de Monty Hall». Si haces una búsqueda en internet verás la cantidad de páginas, vídeos, diagramas, etc., que hay explicando esto, es ciertamente famoso.
El problema tiene vagamente que ver con el programa de Monty Hall, y la situación que plantea es la siguiente: supongamos que Monty Hall, el presentador del programa, ofrece al concursante tres cajas, dos de las cuales están vacías y una que contiene las llaves de un coche (un Lincoln Continental del 75, nada menos). El concursante elige una de las cajas, y Monty Hall le ofrece dinero en lugar de abrir la caja. Y así, entre negociaciones, pasan un rato al cabo del cual Monty Hall (que sabe en qué caja están las llaves del coche) decide abrir una de las cajas que el concursante no ha elegido, y que está vacía. Y entonces plantea al concursante la pregunta definitiva: «¿Te quedas con la caja que elegiste al principio o prefieres cambiar de caja?». Suena la música, emoción entre el público y el concursante se queda indeciso. Lo que Steve Selvin planteaba en el problema era si el concursante tenía más probabilidades de llevarse el coche quedándose con la caja que había elegido desde el principio o si era ventajoso cambiarse de caja. O si al final, como sólo quedan dos cajas, las probabilidades de acertar son del 50 % y da igual lo que hagas (en términos de probabilidad). ¿Qué crees? Ésta es un pregunta que genera mucha controversia, y aunque matemáticamente la respuesta es clara y definitiva, hay quien se resiste a creérselo, como si hubiera algo que creerse aquí. Intentaré explicarlo con claridad. Pese a lo que pueda parecer, la respuesta es que es conveniente cambiarse de caja, las probabilidades no están al 50 %. En concreto, si te cambias de caja tienes ⅔ de probabilidades de llevarte las llaves, es decir, casi un 67 %. Mientras que si te quedas con la caja que elegiste al principio, sólo tienes ⅓, o sea, un 33 % más o menos, de probabilidades de acertar. Es verdad que es una cuestión de probabilidades, eh; nadie te asegura que te vas a llevar las llaves, pero vamos, que sí, que es el doble de probable si te cambias de caja. Eso quiere decir que si todo el mundo, automáticamente, sin pensar, se cambiara de caja, dos de cada tres concursantes se llevaría el coche. Y cuanto más grande fuera el número de concursantes más cerca de ⅔ estaría la proporción de los que se llevan el coche. Una ruina para el programa, vamos.
¿Por qué es esto? Vamos a tratar de analizarlo. Piensa que al principio, cuando eliges tu caja, tienes ⅓ de probabilidades de haber acertado, ¿no? Y, por tanto, ⅔ de haber fallado. Ahora Monty Hall abre una caja que él sabe que no contiene el premio (esto ...

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