Lo que aprendí del dolor
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Lo que aprendí del dolor

¿Qué haces cuando el dolor no te deja vivir? Empezar a vivir

Jacobo Parages

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Lo que aprendí del dolor

¿Qué haces cuando el dolor no te deja vivir? Empezar a vivir

Jacobo Parages

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"A todos, al nacer, nos otorgan una doble ciudadanía, la del reino de los sanos y la del reino de los enfermos", escribió Susan Sontag en un ensayo motivado por su experiencia con el cáncer de mama. Cuando al autor de este testimonio, Jacobo Parages, le fue diagnosticada a los 28 años una enfermedad reumatológica crónica incurable, la espondilitis anquilosante, se vio obligado a identificarse como ciudadano de un lugar habitado por el dolor. Pero esto no significó para el empresario madrileño un obstáculo para seguir adelante. Todo lo contrario: la enfermedad produjo en él un cambio positivo."Lo que aprendí del dolor" combina, de forma emotiva y personal, los ingredientes de la resiliencia: la superación, el esfuerzo y la adaptación, y nos invita a seguir los pasos para conseguir lo que nos proponemos: insistir, arriesgar y actuar. La capacidad de Parages de ver más allá de los desafíos lo llevó a entrenar con tenacidad hasta convertirse en el primer hombre con espondilitis en cruzar a nado el estrecho de Gibraltar y los cuarenta kilómetros que separan las islas de Mallorca y Menorca, y a dar la vuelta al mundo con mochila al hombro.Un libro útil no solo para quienes se han visto forzados a vivir con el pasaporte de la enfermedad, sino para todos aquellos interesados en entender la naturaleza humana ante la adversidad.

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1. El punto de inflexión

No es el cambio lo que produce dolor, sino la resistencia a él.
BUDA
Y, de repente, me despertó un dolor. Eran las cuatro de la mañana de una cálida noche de verano londinense. En el momento no le di ninguna importancia, pero tres meses más tarde, ya de vuelta en Madrid, el dolor se había vuelto tan intenso que me impedía andar con normalidad. Una tarde, al entrar en un parking, miré a mi derecha y vi cómo otro coche, con un octogenario en su interior, aparcaba; decidí echarle una carrera y ver quién salía antes de su asiento. Cuando yo todavía no había logrado sacar la mitad de mi cuerpo, escuché el ruido de los pestillos del coche vecino y, ante mi sorpresa, pude ver cómo el señor caminaba fuera del parking con normalidad. El octogenario me había ganado por goleada.
Mientras tanto, yo no podía controlar las piernas. Las ingles me dolían tanto que me era imposible mover mi cuerpo con naturalidad. Una vez que logré salir del coche me di cuenta de que no podía avanzar, perdía fuerza y me daba miedo dar un paso tras otro. Entonces, entendí que se trataba de algo serio. Sin darse cuenta, aquel señor me abrió los ojos a que mi situación no era normal; mi vecino de parking me impulsó a hacer lo que tenía que hacer: ponerme en manos de médicos, dar los pasos necesarios para encontrar una respuesta al extraño dolor que padecía. A partir de ese momento, visité distintos especialistas buscando un diagnóstico que pronto llegaría y que cambiaría mi vida radicalmente y para siempre.
Hasta ese momento no había experimentado nunca una dificultad real, ninguna enfermedad. Mi vida había transcurrido de forma bastante fácil. Al terminar la carrera conseguí hacer realidad un reto que me había planteado unos años atrás, di un paso adelante y cumplí con un objetivo que aportaría mucho a mis primeros pasos en mi vida profesional y que también sumarían en lo personal: me fui a vivir a Londres. Desde el comienzo de la universidad pensé que al licenciarme me apetecería tener una experiencia laboral fuera de España. Y así fue: conseguí trabajo en una multinacional y me trasladé allí durante casi tres años. Me hice a Londres muy bien y, aunque no tenía grandes expectativas dentro de la empresa, me interesaba más bien vivir experiencias nuevas y desenvolverme en un ambiente cultural y profesional distinto al mío.
Es curioso cómo funciona la mente: de todas las veces que me he despertado durante la madrugada a lo largo de mi vida por una razón u otra, solo recuerdo con perfecta claridad aquella que ocurrió en esa cálida noche londinense, la que transformaría mi vida. En ese momento no podía saberlo, pero ahora entiendo que fue un punto de inflexión, la línea de salida a todas las decisiones que he tomado durante los últimos veinte años.

El diagnóstico

La espondilitis anquilosante es una enfermedad reumatológica crónica y muy dolorosa que endurece paulatinamente las articulaciones, de modo que quien la padece va perdiendo movilidad con el paso del tiempo. Yo tengo un gen que me predispone a desarrollar esta enfermedad y que despertó aquel verano de 1995. Aunque no son datos exactos, algunos estudios indican que el cinco por ciento de la población tiene predisposición a desarrollar espondilitis anquilosante, pero solo el cinco por ciento de ese grupo la padece. No hay certeza sobre los factores que pueden desencadenarla, aunque suele estar ligada a procesos de estrés. Para mí, es insignificante qué la ha despertado, lo importante es cómo gestionarla.
En pocos meses, después de muchas pruebas y análisis, me dieron un diagnóstico definitivo y precoz, en comparación con otros que han tardado hasta 15 años en identificar su dolencia. No es lo mismo tener dolor sabiendo cómo se llama que sin saberlo. Ponerle nombre no lo elimina, claro está, pero ayuda; te brinda un nivel mínimo de control y, sobre todo, la información necesaria para intentar entenderlo. Es un cierto tipo de alivio.
Hace 20 años, cuando fui diagnosticado, no existía ningún tratamiento más que antiinflamatorios y a día de hoy siguen sin desarrollar una cura. El diagnóstico fue, por supuesto, una gran sorpresa y un momento definitivo para mí, porque nadie piensa jamás, mientras se hace mayor, que le va a tocar algo así de duro y que no tiene cura. Sin embargo, a los 28 años caí en la cuenta de que mi vida, desde ese momento en adelante, sería otra y que mi única opción era aprender a vivir con la enfermedad.
Durante los primeros años, ese proceso consistió en abrazar el dolor y entenderlo desde dentro. El dolor es parte de mí, no algo externo, sino algo que me va a acompañar el resto de mi vida; es mi compañero de viaje. Esos años los empleé en aceptarlo como parte de lo que soy y en no dejarlo cambiar el orden de mi vida ni mi rutina, sino seguir mi camino junto a él, aceptándolo y admitiéndolo como una nueva parte de mí. Esto es extrapolable a otras enfermedades y a las malas noticias con las que nos encontramos a lo largo de la vida: resistirse a incorporarlas en nuestra existencia puede muchas veces hacer muy doloroso un proceso ya de por sí difícil. Por eso, continué en mi trabajo y jamás, ni un solo día, dejé de ir a la oficina por culpa de la espondilitis anquilosante. Sabía que hacerlo sería solo el primer paso para terminar anclado en un sofá, inmóvil y culpando a la enfermedad. Decidí no dar ese espacio a mi dolor y que este no fuera la excusa para dejar de hacer las cosas que creía que tenía que hacer, para cumplir con mis obligaciones profesionales y seguir con mi vida de la forma más normal posible.
Las noches eran especialmente duras: me acostaba y al cabo de dos o tres horas me despertaba un intenso dolor que me obligaba a pasar el resto de la noche sentado. ¡Pasé más de cinco años durmiendo sentado! Por las mañanas, levantarme de la cama requería de una metodología exacta: debía calcular bien dónde poner cada pie y en qué podía apoyarme para minimizar el dolor. Una acción que durante años hice de manera automática se convirtió en el recuerdo diario de los cambios que debía implementar en mi vida a causa de la espondilitis.
Pero esos cambios fueron también un gran aprendizaje. La vida me estaba presentando la necesidad de gestionar uno grande y hoy puedo decir que he aprendido cientos de cosas que no sabría sin la enfermedad. He desarrollado mis propias herramientas, como la paciencia, la perseverancia y la tolerancia, para poder vivir con mi dificultad y no a pesar de ella. He trazado un camino y mucho de él pertenece al dolor y, en vez de sentir rabia o resignación, he agradecido las oportunidades que esta enfermedad me ha brindado. Porque cuando estás destinado a dormir sentado, a asumir que el simple hecho de estornudar es una tortura o que atarte los cordones de los zapatos te supone durante años una delicada operación que te hace estremecer de dolor, no puedes evitar poner tu vida en perspectiva y dar valor a las cosas que verdaderamente importan.
En mi idea personal de enfrentarme a esta enfermedad tomé una decisión que hoy todavía mantengo: opté por no informarme demasiado sobre ella. No quise saber detalles sobre sus consecuencias, sobre su evolución ni sobre cómo podría afectar a mi movilidad a largo plazo. No quería proyectar un futuro negativo. Es una forma de defensa, una manera de que mi diagnóstico no se convierta en una condena. Cuando escuchas: «Tienes esta enfermedad y estas son sus terribles consecuencias», no puedes evitar hacerte esclavo, e incluso víctima, de esa información.
Si eliminas ese proceso, tienes la oportunidad de defenderte, al menos mentalmente, y romper el círculo del sufrimiento para reconciliarte con tu dolencia. Porque lo que te dices a ti mismo y lo que escuchas de los demás juega un papel mucho más importante de lo que a menudo creemos, y esto se hace todavía más poderoso cuando estás inmerso en un momento tan vulnerable. Hablarme en positivo con respecto a mi enfermedad y al dolor que me causaba fue el camino que empecé a trazar al principio del diagnóstico y es el camino que aún hoy sigo de forma escrupulosa.
Pero no me engaño, sé bien que la espondilitis estará siempre conmigo y que seguirá evolucionando. Decidí gestionarla en positivo y de modo personal, pero no basta con eso; en mi caso, supe que este camino pasaba por apoyarme y confiar en mi médico, por supuesto. Es muy importante confiar en la parte médica, en su conocimiento y en sus prescripciones. En todo caso, en el momento en que me diagnosticaron no había demasiada información al respecto y el único tratamiento que se conocía eran los antiinflamatorios.
La espondilitis causa inflamación en la columna vertebral y en el resto de articulaciones, lo que produce un dolor que, dependiendo del paciente, puede ser más o menos intenso y más o menos duradero. Yo llegué a tomar hasta seis antiinflamatorios diarios. También me mandaron una tabla de gimnasia que debía hacer cada día como única forma de intentar paliar las consecuencias del anquilosamiento que producía mi enfermedad, pero con la que, debo reconocer, nunca cumplí.

La actitud frente al dolor

La única forma de luchar contra tu dolor es tu fuerza mental. Desde el principio he sentido que la ayuda médica era crucial, pero que solo podía llevarme hasta un punto del camino y que para recorrerlo completo es muy importante cuidar, pulir, fomentar y tener la actitud adecuada. Tu actitud para enfrentarte al dolor y avanzar a pesar de él. He aprendido que soy el único responsable de gestionar mi dolor y quizá por eso mismo tomé una ruta muy personal para hacerlo. Nunca he buscado a nadie en quien depositar mi dolor ni su gestión, pocas veces he buscado con quién hablar en profundidad de lo que me estaba ocurriendo. Como forma de evitar recrearme en ese dolor, tampoco me he unido a ninguna asociación de personas con esta dolencia.
Sé que a muchos afectados les ayuda enormemente acudir a asociaciones de espondilitis, pero, en el momento, no sé si de forma acertada o no, creí que esa ruta me llevaría a recrearme en mi dolor. Fue una decisión muy personal, mi propio camino, el que entendí en su momento que sería mejor para mí, pero no el único y necesario para otras personas que pasan por lo mismo que yo he pasado.
Mi intención era construir sobre lo que estaba destinado a ser una ruina: el dolor no paralizaría mi vida, la impulsaría hacia delante. Hoy puedo decir que, tras dos décadas viviendo con esta condición, he tenido la suerte de compartir mis experiencias con otros que también padecen esta u otras enfermedades y que necesitan entenderla como algo que superar y no como una excusa que los limite o les impida cumplir con sus sueños.
Eventualmente, y gracias a esta filosofía, la enfermedad ha dejado de ser un mal al que tenía que sobrevivir y se ha transformado en mi motor de superación. Me impulsó a entrenar durante 21 meses para convertirme en el primer hombre con espondilitis en cruzar a nado el estrecho de Gibraltar, un año más tarde me llevaría a nadar los 40 kilómetros que separan las islas de Mallorca y Menorca y al año siguiente a volver a enfrentarme al Estrecho, pero esta vez para intentar nadarlo de ida y de vuelta.
Y no solo eso: mi camino, en principio solitario, encontró una forma muy reconfortante de multiplicar su sentido por mil: descubrí que compartir estos retos los llenaba de significado. Por eso me enfrenté a dos de ellos junto a otros dos nadadores y grandes personas, hoy buenos amigos, y he tenido el honor de colaborar con dos fundaciones con las que tengo una relación especial: la Fundación Síndrome de Down de Madrid y la Fundación Unoentrecienmil, a las que entregamos todos los fondos obtenidos a través de estos tres retos.
Mi contacto diario con el dolor, mis dificultades y mi limitación física me han hecho más sensible y empático hacia las personas que sufren y a los que los rodean. Estaba condenado a tener una vida limitada, pero decidí llegar a terrenos muy distintos a los que tiempo atrás creí destinados para mí. Ahí es donde me ha llevado el dolor.

2. Volver a soñar

No esperes al viernes, al verano, a que alguien se enamore de ti. La felicidad se consigue cuando dejas de esperarla y aprovechas el momento en que te encuentras ahora.
ANÓNIMO
Un día me di cuenta de que había dejado de soñar. Los primeros años después de ser diagnosticado fueron de adaptación. Dediqué ese tiempo a aprender a gestionar la enfermedad y a reorganizar mi vida de acuerdo con mi nueva realidad. Vencido por la rutina, y sin caer en la cuenta de ello, había dejado de soñar. Había perdido la frescura; casi, incluso, mi esencia de soñador.
Soy un soñador, siempre me han atraído las aventuras y el cambio, pero en esa época el niño que tengo dentro se había silenciado. Desde niño imaginé lo impresionante que podía ser llenarme de experiencias y de vida en distintos países, pero después del duro diagnóstico ese gran sueño, la ilusión de mi infancia, se había desvanecido y parecía haberlo olvidado: ¡quería dar la vuelta al mundo!
Cuatro años después de ser diagnosticado, ya trabajando para otra empresa multinacional, me obligué a hacer una pausa, mirar atrás y hacer balance de mi vida. Creo que de tanto en tanto todos debemos parar, respirar y hacer una reflexión sobre el camino que hemos tomado y hacia dónde nos lleva. Dónde estamos, qué hemos hecho bien, qué hemos aprendido de nuestros errores, con qué hemos cumplido, qué nos falta, adónde nos dirigimos... Yo lo hice a los 32 años y, entonces, me di cuenta de que había dejado que mi gran sueño se disipara. En mi afán por abrazar el dolor y aprender a manejarlo y a entenderlo, había perdido de vista mis mayores aspiraciones.
A veces, para hacer grandes cosas, necesitamos de personas que nos den, al menos, el impulso inicial. En este caso fue Jaji, un buen amigo que vivía en Brasil y que había venido a Madrid por unos días y me llamó para decirme que tenía una propuesta que hacerme. El día anterior a su llamada yo volvía de un viaje de un mes por la India, al que dediqué todas mis vacaciones de trabajo. Me pidió que me encontrase con él para tomar un café y, a mi llegada, me estaba esperando con un mapamundi abierto sobre la mesa y una invitación: «Me voy a dar la vuelta al mundo. Únete a mi viaje».
No puedo decir que tomara la decisión de manera inmediata, pero casi. Tenía un buen trabajo y estabilidad en Madrid, además de una enfermedad muy dolorosa que no haría nada fácil el trayecto. Pero también sabía que era mi oportunidad de rescatar mi sueño de infancia, mi ilusión y mi convencimiento de que nada era imposible y la manera de volver a soñar. Pero dejarlo todo de manera precipitada tampoco era una opción. Por eso me tomé un breve tiempo para reflexionar y poner mi vida en perspectiva. Y justamente en esos días me llegó a través de un correo un poema que me ayudaría a decidirme:
Si pudiera vivir nuevamente mi vida, en la próxima trataría de cometer más errores. No intentaría ser tan perfecto, me relajaría más. Sería más tonto de lo que he sido, de hecho, tomaría muy pocas cosas con seriedad. Sería menos higiénico. Correría más riesgos, haría más viajes, contemplaría más atardeceres, subiría más montañas, nadaría más ríos. Iría a más lugares adonde nunca he ido, comería más helados y menos habas, tendría más problemas reales y menos imaginarios. Yo fui una de esas personas que vivió sensata y prolíficamente ...

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