Antología de textos libertinos franceses del siglo XVII
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Antología de textos libertinos franceses del siglo XVII

Varios Autores, Pedro Lomba

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Antología de textos libertinos franceses del siglo XVII

Varios Autores, Pedro Lomba

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Durante los primeros años veinte del siglo xvii suena con fuerza en Francia una terrible e indignada voz de alarma: la corte de París se halla infestada desde finales del siglo anterior de toda suerte de blasfemos, licenciosos y ateístas. Todos ellos quedan rápidamente agrupados bajo la categoría de libertinos, término peyorativo con el que son designados quienes consagran sus energías intelectuales a un riguroso cuestionamiento del universo religioso, político y ético -intensamente cristiano- que determina el normal transcurrir del siglo. Con el libertinismo erudito, movimiento filosófico de pleno derecho cuyo estudio se ha revelado esencial para comprender los grandes envites del xvii, cobra carta de naturaleza una razón crítica que somete a su imperio todos los dominios del pensamiento, especialmente la teología, la moral y la filosofía recibidas, y que rechaza toda regla exterior y todo principio de autoridad, propugnando una libertad filosófica sin trabas de ningún tipo, especialmente de tipo religioso. Esta razón crítica se materializará en un tenaz esfuerzo por construir una ética autónoma, sin hipotecas teológicas o dogmáticas, y por analizar rigurosamente la esfera de lo sagrado, cuestionando su papel fundamentador en los campos de la filosofía, la política, la acción y de los modos de vida de los hombres. Semejante esfuerzo liberador será perpetuado por los filósofos y ensayistas del siglo de las Luces, constituyéndose así en la verdadera semilla de la que brotará el pensamiento ilustrado francés del siglo XVIII.

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Information

Year
2015
ISBN
9788491141259

FRANCOIS DE LA MOTHE LE VAYER DE LA PATRIA Y LOS EXTRANJEROS

Estoy de acuerdo con vos acerca de este afecto natural que todo el mundo siente por su país. Parece que las bestias salvajes gustan de los bosques en que han nacido. Las aves aman su nido, como se dice, y abandonan a disgusto la región en la que han aprendido a volar. Incluso los peces, si creemos a Aristóteles [1], normalmente no cambian por otras las aguas en que han sido generados. Y en cuanto a los hombres, Homero ha mostrado en la persona de Ulises qué sucede con ellos, al hacerle renuciar a la inmortalidad por una Ítaca que no era sino un lugar miserable, colgado como un nido entre rocas horribles y estériles. Añado a esta autoridad la consideración de los elementos que nos componen, y que vemos que no pueden tener reposo fuera de su patria, según los términos de la Escuela, lo cual parece mostrar que la pasión de que hablamos tiene su fuente en la Naturaleza y crece insensiblemente con nosotros. Digamos, así pues, tanto como queráis, que el amor por la patria comprende en sí todas las demás amistades, de donde tal vez procede que nos servimos de la palabra repatriar en todo tipo de reconciliaciones [2].Supongamos aún que esta especie de amor sobrepase a menudo al que se tiene por una mujer, por un hermano o por los hijos, pues que los ejemplos de Pausanias, de Timoleón, de la madre de Brasidas, y de bastantes otros, tanto antiguos como modernos —cuya relación sería demasiado prolija—, pueden servirnos para hacer valer semejante proposición.
Con todo, no obstante, es preciso que reconozcáis, por vuestra parte, que una infinidad de grandes personajes que han querido ponerse por encima de las opiniones del vulgo, han pensado de manera totalmente diferente. Anaxágoras señalaba con el dedo al cielo cuando se le preguntaba dónde estaba su patria [3]. Diógenes respondió a semejante cuestión que él era cosmopolita, o ciudadano del mundo. Crates el Tebano, o el Cínico, se burló de Alejandro, que le hablaba de reedificar su patria, diciéndole que otro Alejandro podría venir a destruirla por segunda vez. Y la máxima de Aristipo, al igual que la de Teodoro, era que un hombre sabio nunca debe arriesgar su vida por unos locos, bajo el mal pretexto de morir por su país. He aquí una lección muy diferente de la primera, de aquella que habían aprendido esos Decios romanos [4] y esos Filenos cartaginenses [5], que se entregaron tan resueltamente a una muerte cierta por la gloria de su nación. La libertad es una cosa tan preciosa, según dicen los filósofos que acabamos de nombrar, que no es verosímil que nos dejemos atar a un cierto trozo de tierra, por mucho que se le pudiera dar el nombre de patria, como lo estaban estos sirvientes groseros de los antiguos. Así, los de esta opinión no han tenido problemas para definir el amor de que estamos hablando como un error útil y un engaño necesario para hacer subsistir los imperios, o cualquier otro tipo de dominación. Y, entre los autores recientes, Cardano estaba tan convencido de esta doctrina que se atrevió a tratar de insensatos a los Brutos, los Escévolas y a sus semejantes, sosteniendo que nunca fue algo distinto de su miserable condición, o de algún vano deseo de gloria, lo que les llevó a fingir querer sacrificar su vida por el bien y la gloria de su país [6]. Ciertamente, no hay flor de loto en los poetas que haya tenido el mismo poder para hacer olvidar la patria que el que pueden tener semejantes discursos.
Sin embargo, no me han convencido hasta el punto de que deje de otorgar mucho a ese sentimiento natural que esgrime el partido contrario; y la razón de Estado, añadiéndose a ello, me obliga a suscribir el dicho de aquel valiente troyano según el cual el mejor de todos los augurios es el de combatir por la patria [7]. Pero como concuerdo con vos en esto, permitid que os contradiga en otros dos puntos y que, oponiéndome formalmente a esa gran aversión por los demás países de que reconocéis estar tocado, sostenga aún ante vos que se cometería injusticia, y tal vez seríamos inhumanos, si tratásemos a los extranjeros tan mal como vos quisierais que se hiciera.
¿No sabéis, por lo que concierne al primer artículo, que siempre se ha dicho que la patria de un hombre de buen espíritu está ahí donde puede vivir cómodamente y a gusto? [8].
Y, por ello, ¿cuántas personas vemos, en todas las Historias, que han preferido la estancia en países extranjeros antes que la que les era natural, la cual les ha dado todos los motivos de contento? La ciudad de Atenas poseía grandes encantos para todos los ciudadanos, y sin embargo Ifícrates prefirió la Tracia [9], Conón, la isla de Chipre, Timoteo, la de Lesbos, Cares, el promontorio de Sigeum [10], y Cabrias, las llanuras de Egipto. En verdad, es una debilidad no poder vivir sino en un lugar cierto y determinado. Como si no recibiésemos en todos los lugares de la tierra las influencias de los cielos. Y como si no divisásemos el sol y las estrellas desde cualquier lugar donde podamos establecer nuestra morada. Pues, por lo que se refiere a los hábitos y a las relaciones, el sabio encuentra por todas partes con quién conversar, y su virtud es tan potente que le proporciona amistades entre los más bárbaros. Así, puede decirse que hay patrias de elección, al igual que patrias de nacimiento. Y, a veces, aquéllas nos proporcionan motivos para tenerlas afecto por la razón, que son mayores que la inclinación que por naturaleza tenemos por éstas. Sé que los romanos tenían el alejamiento de su ciudad por una muerte civil. Pero, aparte de que la vida en esta capital del mundo debe ser considerada como algo particular, se puede ver en su poeta, que se lamentaba con tanta fuerza de haber sido relegado entre las nieves de la Escitia y la inhumanidad de los getas y los sármatas, que no dejó de encontrar a Roma a orillas del Istra o del Danubio, ni de escribir a su amigo que debemos convertir el lugar donde nos arroja la Fortuna en nuestra Roma [11].
Sea como sea, tan lejos estamos de que hoy haya muchos que sientan esa ternura de los romanos por su país natal, que vemos que muchos príncipes, según observa Boccalini, están obligados a prohibir a sus súbditos, so pena de muerte, que lo abandonen [12]. Ello es signo de que se encuentran muchos otros lugares, distintos del de nacimiento, donde puede hallarse lo mejor para uno. ¿Habría sido Diógenes algo más que un falsificador de moneda durante toda su vida si no se hubiese movido de Sínope, si Atenas y Corinto no hubiesen contribuido, como lo hicieron, a su virtud y su gloria? ¿Y no fue necesario que Zenón de Citio abandonase su isla de Chipre para sufrir una tempestad ventajosa, como él decía, y padecer ese feliz naufragio en el puerto del Pireo? Tened por seguro que, así como los hijos adoptivos y que elegimos deliberadamente proporcionan a menudo más contento que los naturales, sucede lo mismo por lo que toca a nuestra morada, la cual constatamos bastantes veces que es más dulce y más a medida de nuestro deseo en un lugar de nuestra elección que en el de nuestro nacimiento.
En cuanto al segundo punto de mi contradicción, ciertamente me asombra que queráis confundir la palabra «enemigo» con la de «extranjero», como han hecho antaño los romanos [13]. ¿No os acordáis de que Homero llama perros a quienes tratan mal a los extranjeros a causa de la naturaleza de este animal, que hace carantoñas a un pobre esclavo y ladra al hombre más honesto del mundo si le desconoce? Por lo menos no podríais negar que los franceses hayan sido en todo tiempo muy hospitalarios ni que hayan hecho siempre profesión de tratar bien a los de fuera. Las leyes de nuestros antiguos celtas castigaban con mayor rigor el asesinato de un extranjero que el de un ciudadano, como puede verse en lo que nos queda de Nicolás Damasceno. Y algunos han observado, sobre este asunto, que el derecho de mañería [14] que ha tenido lugar en Francia contra los extranjeros toma su nombre de Albión a causa de que tan sólo ha sido introducido en este reino por odio a los ingleses, y para tomar la revancha de la prohibición que hicieron estos a los de nuestra nación, bajo su rey Eduardo III, de vivir en su país so pena de muerte, según ha reconocido con franqueza Polidoro Virgilio. Así, vemos en todos nuestros viejos libros llamados consuetudinarios, que la palabra «aulbain» se escribe siempre con una «l», lo cual refuerza la etimología de que hablamos, la cual es sacada por otros de la palabra latina advena, y que muestra la hospitalidad de los franceses, quienes carecían de un término propio en su lengua para expresar lo que se introducía contra los extranjeros. ¿Pero qué prueba más fuerte, más evidente y más expresa de nuestro propio tiempo podemos ofrecer del buen trato que de nosotros reciben nuestros huéspedes, que lo que hemos hecho a los Gondis, a los Schombergs, a los Mendozas, a los Biragos, a los Trivulcios, a los Strozzis, a los Orsinis, a los Fieschis, a los Ornanos y a una infinidad de otros? Si fuera necesario elevarse más, y referir la cosa más en particular, subrayaríamos cómo un aragonés, Bernardo de Vinero, fue Gran Señor de Francia bajo Luis el Bueno, cómo un Carlos de la Cerda, castellano, fue condestable bajo el rey Juan, y cómo Jacques du Glas, escocés, creador de la Guardia escocesa de nuestros reyes, fue mariscal de Francia, al igual que Jean Stuart fue hecho condestable por Carlos VII. La cantidad de príncipes extranjeros que hemos naturalizado probaría aún con más fuerza nuestra proposición. Y los servicios que unos y otros han prestado a esta corona mostrarían claramente que si Francia siempre ha prodigado una gran bondad hacia los extranjeros, no se le ha dado ocasión de arrepentirse más que muy raramente. También es preciso reconocer que a veces ha recibido de los demás países un trato similar en la persona de aquellos que les ha enviado. Sabemos que Suecia ha acogido a Pontus de La Gardie, nuestro compatriota, tan favorablemente que sus descendientes no tienen motivos para envidiar la fortuna de los más grandes señores de aquel país. Los condes de Montgomery de Inglaterra son de extracción francesa. Y la gran antipatía que nuestra nación se profesa con la española no impide que consideremos la casa de La Cerda, de donde proviene el duque de Medinaceli, como venida de Bearn a través de un bastardo de la casa de Foix; o a los duques de Cardona, catalanes, como descendientes de la de Anjou; a una de las más nobles familias de Navarra, la de Beaumont, como salida del medio de Francia; y a los condes de Aguilar, al igual que a los Velázquez, condestables de Castilla, como a brotes cuyo tallo nos pertenece.
Tomemos el asunto en general. ¿No es verdad que nada ha contribuido tanto a la grandeza de Roma como esa libertad de acceso que había en ella para todas las naciones de venir a habitarla y de tomar parte inmediatamente en su gobierno? ¿Y no sabemos que, al contrario, el rigor tenido contra los extranjeros en las repúblicas de Esparta y de Atenas ha sido siempre estimado como la causa principal de su poca duración? Pues podéis acordaros de la observación de Herodoto: nunca los lacedemonios concedieron el derecho de ciudadanía más que a dos extranjeros solamente, Tisamenos y Hagias, su hermano [15], de los cuales el primero hizo que obtuvieran cinco de las más notables victorias de las que han obtenido sobre sus enemigos. La historia griega os hará ver aún que si los tebanos no hubiesen sido hospitalarios, como lo fueron con Filolao el Corintio, aunque hubiese venido a ellos por una muy mala causa, se habrían visto privados de todas esas buenas leyes que les dio después [16]. Pero poseemos una autoridad mucho más considerable que la de griegos y latinos, la cual nos obliga a recibir a los extranjeros con toda civilidad y cortesía. Guardaos mucho, dice el texto sagrado, de afligir a vuestros huéspedes y de tratar mal a los de fuera, aunque sólo sea en conmemoración de que vosotros habéis sido antaño de la misma condición, y peregrinos como ellos, cuando salisteis de Egipto [17]. Así pues, ¿qué justificación habría para que, contra el mandato expreso de Dios, la Francia de hoy fuese rigurosa con los extranjeros, como lo fue antaño Egipto, en tiempos de Busiris, o como lo son los moscovitas? ¡Qué magnanimidad la de Alejandro al declarar, mediante un edicto, que todas las gentes de bien estaban ligadas entre sí por lazos familiares, y que sólo se debía considerar extranjeros a los malvados! Y, en verdad, a menudo recibimos de un extranjero muestras y oficios de amistad mucho más considerables que de un conciudadano o incluso que de un pariente cercano, porque el celo del primero es más franco, y su solicitud más libre, más entera y menos dividida que la del otro. Los servicios públicos que prestan los de fuera deben ser estimados por la misma razón. Su nacimiento les obliga a entregarse a ellos con un ardor y una fidelidad extraordinarios, porque de otro modo no serían considerados. Y su independencia respecto de todo vínculo de parentesco y de cualquier otro afecto que no sea el que sienten por el Estado les vincula a éste con más fuerza que a quienes mezclan siempre sus intereses particulares al de la Señoría, por hablar como los italianos. Tal vez por ello Aristóteles ha afirmado con audacia que, de todas las amistades, la hospitalaria es la más fuerte [18]. Además, no la hay que sea más estrecha ni más fuerte que la del alma con el cuerpo en que habita como extranjera y venida de fuera. Así pues, dejad, os suplico, de juzgar tan mal a los extranjeros, y acordaos del pensamiento de aquel sofista: que la mayor parte de los ríos son extranjeros en las tierras a las que hacen fértiles; que el ruiseñor no es menos estimado por venir de lejos; que las perlas y las piedras preciosas son traídas del extremo del mundo; y que Cadmo era prosélito o extranjero entre los griegos, quienes sin embargo le deben todas las ciencias que les trajo de Fenicia. Dejad de creer, sobre todo, que reprochar a alguien que es extranjero es injuriarle verdaderamente. Se quiso avergonzar al filósofo Antístenes porque su madre no era ateniense, e igualmente a Ifícrates porque la suya era de Tracia. Diógenes Laercio y Séneca atribuyen a ambos una misma respuesta: que la madre de los dioses de aquel tiempo había venido de Frigia y de las soledades del monte Ida, y que no obstante no dejaba de ser respetada por todo el mundo. Podéis ver que esta respuesta puede ampliarse más allá del paganismo. Y no dudo de que podáis reconocer cuán ridículo sería que estuviese permitido tener y ocuparse de perros o de caballos que provienen de países muy lejanos, pues encontramos que son excelentes, pero que no fuese lícito sacar partido de los hombres de fuera cuya virtud extraordinaria puede sernos beneficiosa. Ciertamente, aparte del bárbaro rigor que usaríamos contra ellos, seríamos aún más injustos con nosotros mismos.

DE LA LIBERTAD Y DE LA SERVIDUMBRE

Al cardenal Mazarino
Señor,
Aunque sepa bien cómo vuestra bondad hace que recibáis favorablemente incluso las más pequeñas producciones del espíritu que se os ofrecen, desconfío tan justamente del mío que le ha costado mucho resolverse a presentaros este pequeño tratado sin considerar su asunto, e incluso diría que sin la necesidad de dedicároslo. Pues si no se puede, sin cometer sacrilegio, utilizar en otro lugar lo que un lugar santo ha recibido como prenda de nuestros votos, sólo vuestra púrpura sagrada debe recoger lo que otra, que no es más, no se había negado a acoger bajo su protección. En efecto, vuestra Eminencia puede acordarse de haber visto este escrito que le ofrezco en las manos del gran cardenal de Richelieu; hoy lo pongo en las vuestras, las más dignas que conozco de manejar lo que aquéllas han tocado; y si tiene necesidad de alguna otra recomendación para que lo aceptéis, diré que es la filosofía, a la que siempre habéis amado tan dulcemente, la que me lo ha dictado. Estoy seguro, Monseñor, de que no desaprobaréis un afecto que nada tiene que no sea muy digno de vos. La filosofía es uno de los más ricos regalos que los hombres han recibido del Cielo; la que nos eleva a la contemplación de las cosas eternas; y la ciencia de todas [19], la que proporciona a los príncipes, así como a los particulares, el más agradable divertimento. Vuestra Eminencia aceptará, si así lo desea, lo que procede de tan buen lugar, y lo que un corazón lleno del celo por su servicio, como lo está el mío, le presenta con tanta devoción. Yo me prometo esta gracia de su bondad común, y seguiré siendo de por vida,
Monseñor,
Su muy humilde y muy
obediente servidor,
DE LA MOTHE LE VAYER

Prólogo

Os habéis asombrado, Melpoclitus, por haberme oído decir que hay pocas personas libres; que quienes son considerados como los más libres viven muy a menudo en la servidumbre; que aunque todo el mundo corriese aparentemente detrás de la libertad, esta es conocida por muy poca gente; y que muchos combaten por ella sin poseerla, como hicieron los troyanos por la bella Helena, que estaba en Egipto. Es esto lo que me obliga a compartir con vos algunas meditaciones que he hecho en otra ocasión sobre este asunto, descubriéndoos lo más secreto de mi alma, y comunicándoos todo lo más dulce y libre, a la vez, que la moral que cultivo me proporciona a propósito de este asunto. Comencemos por unas consideraciones generales acerca de la libertad y la servidumbre.
CAPÍTULO PRIMERO: De la libertad y de la servidumbre en general
Parece que la libertad es un presente de la naturaleza con el que ésta regala a toda suerte de animales. Por ello vemos que son muy pocos los que no la conservan con tanto cuidado como el que ponen en conservar su propia vida, e incluso muchos se exponen a menudo a la muerte para evitar perder la posesión de tan gran bien. Filóstrato escribe basándose en este fundamento que Apolonio rechazó ir de caza con el rey de Persia por no querer ser espectador de la cautividad de las bestias, cobradas contra el derecho natural [20]. Y en otro lugar asegura que aunque el elefante es el animal más dócil de todos, y el más obediente a los hombres, no deja sin embargo de deplorar durante la noche su servidumbre [21]. Muchos filósofos, y principalmente los de la secta de Pitágoras, han gustado de devolverles la libertad [22]. Bastantes buenos anacoretas les han imitado en esto. Y aún hoy hay entre los chinos quienes por devoción compran pájaros y pece...

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