Superchería
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Leopoldo Alas Clarín

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Superchería

Leopoldo Alas Clarín

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El mejor Clarín no es el crítico, ni aun el novelista, sino el creador de unos cuentos que por su belleza, su gracia y su humanidad han de quedar como el mejor exponente de las letras españolas de finales del siglo XIX.

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X

Serrano dio un grito; un grito nervioso, de miedo. Se sintió muy mal, como antaño, antes de sus viajes; peor que nunca. Todo lo que presenciaba se le figuró que estaba en su cabeza; estaba delirando, tenía ante los ojos la alucinación… ¡Santa Teresa! Era verdad, la noche del tren… ¡y volvía! Aquello era el ritornello de la locura… ¡La alucinación! ¡Qué horror! Se había dejado caer en una silla, temiendo un desmayo, con las piernas flojas y frías. El alcalde, el primo Antoñito y muchos más caballeros le rodearon. En la confusión del susto se olvidó por un momento la causa de éste por atender al forastero, que estaba pasmado, pálido, tal vez próximo a un síncope; pero los que estaban más lejos, los demás que no habían podido llegar cerca de Serrano, se decían, todos en pie:
—Pero ¿es verdad? Pero ¿es verdad? ¿Ha acertado la Porena?
Nadie había advertido un movimiento de Caterina como para levantarse de la silla, ni el gesto imperioso y rapidísimo con que Foligno la contuvo, apoyando fuertemente una mano sobre la espalda de su mujer.
El alcalde médico tomaba el pulso a Serrano. Antoñito pedía tila, azahar. Otros proponían llevar a una cama al enfermo
—¡Que respire, que respire! —gritaban los de más lejos—. ¡Dadle aire!
Serrano, que seguía sintiéndose muy mal, aunque menos asustado, entre mareos y náuseas y temblores, procuraba separar de su lado, con las manos extendidas, la multitud que le rodeaba… quería ver… ver si… aquella mujer estaba allí… si alguien había dicho, en efecto…, aquello…
Incorporándose y dejando libre algún espacio delante de sí, volvió a ver a la Porena que en aquel momento abría los ojos, los ojos que dulcemente, llenos de curiosidad y honda simpatía, se clavaban en los del filósofo.
Pero entonces… pensó y dijo entre dientes Serrano, entonces… no es alucinación… esa mujer está ahí… realmente… ¡Oh, sí! Allí estaba. Aquellos ojos eran los de Masuccio, que quedaba en la fonda dormido; pero llenos de idealidad, de poesía, del fuego de pasión pura que no cabe que haya en los ojos de un niño. Aquellos ojos le volvían al mundo, le sacaban del abismo horroroso del pánico de la locura, aprensión tal vez no menos terrible que la demencia misma. Aquellos ojos eran el mundo del afecto, de la realidad tranquila, ordenada, buena, suave. Quedaba sin explicación, eso sí, el cómo aquella mujer sabía que él hubiera creído ver a Santa Teresa en una alucinación. Todo se explicaría, y si no, poco importaba. Él estaba en su juicio y aquellos ojos le acariciaban; esto era lo principal. Lo malo era, mal accidental, que la digestión estaba cortada y ya no tenía compostura. Sí, no cabía dudarlo: el susto, el miedo, la locura, le habían interrumpido la pacífica… digestión. ¡Claro! ¡Acababa de comer! Quiso sacar fuerzas de flaqueza, serenarse, estar tranquilo, tranquilizar al concurso, y una vez que ya se había dado en espectáculo, no quiso retroceder; quiso llegar hasta el fin de la manera más airosa posible. Además, le punzaba el deseo de acercarse a Caterina, de hablar con ella, de averiguar cómo ella sabía su secreto, que a nadie había comunicado, el secreto de sus aprensiones de alucinado.
—Lo que esta señora ha descubierto es verdad —dijo dirigiéndose al alcalde y a Foligno—. Entendámonos; es verdad… que en cierta ocasión tuve ante mí una mujer que desapareció no sé cómo, y que se me ocurrió como una obsesión la disparatada idea de que fuese una alucinación que me representaba a Santa Teresa. Pero yo esto, lo confieso, no lo he dicho a nadie en el mundo. Esta señora, ciertamente, ha tenido que adivinarlo.
Nicolás no pudo continuar; tuvo otro mareo, más escalofríos, perdió la vista y sintió hormigueos de la piel en el brazo izquierdo, que quedó insensible.
—Señores, me siento mal; una jaqueca.
—¿Acaba usted de comer? —preguntó el alcalde.
—Sí, señor —dijo Antonio—. Con la sorpresa, con la emoción…
—Sí, sí: un pasmo.
—Efectivamente, es pasmoso lo que acaba de suceder.
—Vean ustedes, y todo con mi fluido.
Foligno, triunfante, disimulaba su alegría, lamentándose de la mala suerte, del accidente de la digestión interrumpida, etcétera.
Serrano tuvo que retirarse. En el coche del alcalde se lo llevaron a la fonda Antoñito y sus amigos. La reunión no se deshizo en seguida porque faltaban los comentarios. Se olvidó pronto la indisposición del madrileño para no pensar más que en el milagro de la Porena. ¡Le había adivinado su secreto pensamiento de hacía tanto tiempo! ¡Y qué secreto! Las mujeres se inclinaban a creer en la autenticidad de la aparición de Santa Teresa al incrédulo, al nuevo Saulo del magnetismo.
Caterina y su esposo se despidieron pronto, sin más experimentos. Foligno, después de tamaño triunfo, no quiso demostraciones menos importantes de su ciencia oculta.
Además, la Porena estaba fatigada, fatigada de verdad. En cuanto volvió el coche del alcalde hizo un segundo viaje a la fonda con el matrimonio. Se disolvió la tertulia. Todos se marchaban admirados. Sólo al ingeniero jefe de montes se le ocurrió decir, en el portal, a unos cuantos jóvenes:
—Señores, a mí no me la pegan; ese madrileño y esos comediantes… estaban de acuerdo.
—¡Pero, hombre —le dijeron—, si él es primo de Antoñito y hombre muy serio, y se puso enfermo de verdad!…
—Pamplinas, pamplinas; han querido burlarse de los pobres caracenses.

En uno de los libros de Nicolás Serrano, en uno de aquellos en que él apuntaba la historia de sus reflexiones a saltos, sin repasarlos jamás, se leía este fragmento:
"…Tomasuccio me puso en relación doméstica con sus padres. Me llevó de la mano hasta el cuarto de la fonda que ocupaban ellos, y me hizo entrar. El doctor me recibió con una amabilidad que me pareció falsa por lo excesiva. Caterina me sonrió, y su palidez, que siempre era mucha, se tiñó al verme de un color de rosa que duró poco en sus mejillas. El pretexto para llegar yo allí fue, aparte de la ocasión, el empeño de Tomasillo, el volver a Caterina el álbum que por la mañana me había enviado al saber que yo estaba en la misma fonda. En una tarjeta me pedía algunos pensamientos para llenar una página de aquella colección de elogios hiperbólicos, de versos y dibujos. Yo tuve el capricho de escribir varias máximas de autores alemanes, que recordaba de memoria, en alemán, y que sin traducir pasaron al álbum. Más o menos directamente, todas ellas iban contra las supercherías de las adivinaciones, de los portentos del género que cultivaba aquella pareja italiana.
"Al entregar su álbum a la Porena, ésta buscó con ansiedad, que disimulaba mal, la página mía.
"—¡Ah! —dijo al verla—. Yo no entiendo esto. Debe de ser… alemán.
"Foligno tampoco podía traducirlo.
"—Pues yo no lo traduzco —exclamé yo, que no me atrevía a decir cara a cara a aquellas gentes que no creía en sus milagros, a pesar de la inexplicable revelación de la noche anterior.
"—No faltará quien lo traduzca —dijo la italiana. Y cerró el álbum de prisa, colocándolo después en su regazo y oprimiéndolo contra su cuerpo, como quien abraza estrechamente.
"Hablamos de muchas cosas, unas relativas al sonambulismo y otras no; pero yo no quise aludir a los sucesos de la víspera, y ellos tampoco hablaron de tal escena.
"Sin saber por qué, prolongué mi estancia en Guadalajara por ocho días; no volví a Madrid hasta el día siguiente de salir los Foligno para Zaragoza. En aquella semana dieron varias funciones en el teatro. Asistí a ellas desde bastidores, porque se había divulgado el portento de que era yo principal actor, y no quise nuevas exhibiciones. A las cuarenta y ocho horas de conocerle ya quería yo a Tomasuccio como a un hermanillo, que venía a ser para mí como un hijo. Él se metía por mí y me obligaba a estrechar relaciones con sus padres. Siempre que en mi presencia daba Caterina un beso a su hijo, yo le daba otro. Aquella mujer era en el retiro de su hogar… de la fonda, diferente de la que se veía en el teatro representando su comedia de pitonisa moderna. Parecía más hermosa, pero aún más amable; había en ella menos misterio melancólico, pero mayor pureza de gestos; el atractivo de una poética virtud casera. Sí, sí; era una honrada madre de familia que ganaba el pan de los suyos con oficios de bruja. Mi presencia (a mí mismo puedo decírmelo) la turbaba, como la suya a mí. Foligno nos dejaba solos muchas veces. Hablábamos de mil cosas, nunca del placer, cada vez más íntimo, de estar juntos, de contarnos nuestra historia; nunca de la aventura de aquella adivinación. Pero la noche anterior a nuestra separación, probablemente eterna, pensábamos (ausente Foligno, que estaba arreglando cuentas en la administración del teatro; dormido Tomasuccio, al pie de cuyo lecho estábamos los dos), comprendimos que teníamos algo que decirnos antes de separarnos. De dos asuntos quería yo hablar. Cuando mis labios iban a romper el silencio para abordar la materia más importante y más difícil, la que era más para callada, Caterina me miró a los ojos, me adivinó otra vez, y tuvo miedo. Se puso en pie, pasó la mano por la frente de su hijo dormido y, volviendo a sentarse, sonrió con dulcísima malicia, y dijo antes de que hablara yo:
"—Usted, amigo mío, me oculta algo… calla usted algo… que quisiera decir.
"—Sí, Caterina; yo…
"—Sí; usted quisiera saber cómo yo pude adivinar, gracias al fluido magnético del señor alcalde…
Comprendí su prudencia, su lección, su miedo. Me levanté, besé en la frente a Tomasuccio y, oculto en la sombra del pabellón de aquella cuna de la inocencia, me atreví a hablar de todo…, menos de lo más importante.
"Caterina supo de mi curiosidad contenida; supo más; le confesé que era para mí causa de disgusto aquella sombra de superchería que quedaba en el misterio. Mi simpatía hacia aquella familia con que me habían unido de corazón lazos del azar, padecía con aquella sombra de superchería, de… comedia, llegué a decir. Estuve casi duro, demasiado franco. Pero ella entendió bien mi idea. Mi amor a la verdad, a la sinceridad, era muy cierto; mi amistad, también muy seria y muy cierta; la sospechada superchería se ponía en medio y me lastimaba. No dije nada de amor, no la separé a ella de su marido al hablar de mi afecto; iban los tres juntos: los cónyuges y el niño. Caterina me entendía y me agradecía aquella preterición de lo que me estaba adivinando en la voz temblorosa.
"No recuerdo sus propias palabras de cuando me contestó. Recuerdo que tardó en hablar. Otra vez acarició la frente del niño, se paseó por el gabinete, y al volver a mi lado estaba cambiada, sus ojos brillaban; su tez, encendida, parecía despedir pasión eléctrica, no sé qué; todas sus facciones se acentuaron, adquirieron más expresión, más fuerza… estaba menos hermosa y mucho más interesante. Vino a decir, con voz algo ronca, que yo no tenía derecho a que ella no guardase el secreto de su arte por lo que se refería a nuestra aventura. Me engañaba, según ella, si creía que era farsa aquella enfermedad que padecía y que le servía para dar de comer a su hijo. No me podía explicar muchas cosas que no eran su secreto exclusivo, sino el de su familia; esto sería una infidelidad. Pero… en lo que tocaba a nuestras relaciones, a mi aventura… todo había sido puramente natural… aunque Dios sabía si en el fondo sería aquello no menos misterioso que lo pasado en el mayor misterio. «Yo venía, prosiguió diciendo con palabras equivalentes a éstas, de Segovia a Madrid. En el coche que me llevaba a la estación en que había de tomar el tren, creo que la de Arévalo, viajaba también un sacerdote que iba a esperar a unas monjas, hermanitas de los pobres, las cuales, para cuidar un enfermo de no recuerdo qué pueblo, debían llegar de la estación anterior a la en que iba yo a tomar el tren. En Arévalo el sacerdote me acompañó al andén. Juntos buscamos a las monjas. Venía una sola… y ¡cómo venía! Como un revisor, en pie sobre el estribo y agarrada al picaporte de una portezuela. Un empleado de la estación la salió al paso antes que mi señor cura la reconociese, y reprendiéndola estaba por su modo de viajar, cuando intervenimos nosotros. La monja, casi llorando, explicaba su conducta. La hermana santa Fe no había podido venir; se había puesto enferma horas antes de pasar el tren. El párroco de no sé dónde, de aquel pueblo, había visto la necesidad de enviar a la hermana santa Águeda sola, y esto porque el caso no daba espera y él no podía acompañarla. Le había metido en un reservado de señoras. Ella había aceptado porque el viaje era corto, entre dos estaciones intermedias, y reconocía lo apurado del asunto. Pero en el reservado de señoras no iba más señora que un caballero, un joven, un joven dormido… que podía ser un libertino o un ladrón. A ella, a la santa Águeda, le había entrado el pánico del pudor… y sin encomendarse a Dios había abierto la portezuela con gran sigilo, y muy agarrada a la barandilla y al picaporte había salido del coche… y había llegado a Arévalo como habíamos visto. Los comentarios del suceso duraban todavía entre el sacerdote, mi compañero de viaje, la moja y el empl...

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