Buscar la vida
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Buscar la vida

Crónica de los niños migrantes atrapados en Melilla

Sabela González, José Bautista

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Crónica de los niños migrantes atrapados en Melilla

Sabela González, José Bautista

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Buscar la vidaes la forma en la que niños reales que viven en las calles de la ciudad fronteriza de Melilla describen la supervivencia. A través de sus historias, descubre y denuncia la dura realidad de los jóvenes migrantes de origen marroquí que llegan a la ciudad. Las historias de esos menores abandonados por la administración local española hablan de esperanza y superación, y a través de ellas se hace un análisis de cómo las instituciones de ambos países esquivan sus responsabilidades, y de cómo la corrupción profundiza su situación de desamparo.

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Information

Year
2020
ISBN
9788418261237

Centros de acogida

I

Los MENA entraron en la agenda mediática y la gente hablaba de ellos sin parar en las redes sociales. Aquel verano de 2018, el tema también cobró un protagonismo insólito en la península, donde por primera vez los menores extranjeros se convertían en uno de los grandes temas de debate en la opinión pública. La prensa local recogía la postura del gobierno y, en menor medida, la de la oposición, los empresarios y las organizaciones solidarias. Los medios nacionales destacaban casos de delincuencia que tenían lugar en Cataluña, País Vasco y Andalucía, donde la llegada de menores se había incrementado — especialmente tras la oleada de represión en el Rif marroquí —, hasta el punto de que la Junta andaluza había pedido ayuda al gobierno de la nación. Las tertulias de las grandes cadenas invitaban a politólogos y expertos en criminalidad a analizar este fenómeno, como si fuera nuevo, como si se tratara de un mero problema de seguridad y como si solo afectase a los españoles, pues las difíciles circunstancias de los niños quedaban en segundo plano. Todo con una sutil distancia que marcaba la diferencia entre «nosotros», los españoles, y un lejano «ellos», los menores extranjeros. Arrancaban por entonces los primeros bulos virales en WhatsApp, Twitter y Facebook con mentiras tóxicas sobre, por ejemplo, supuestos regalos de miles de euros del gobierno a estos «perezosos» jóvenes extranjeros, mientras dejaba morir en la pobreza a ancianos jubilados.
En el lugar intermedio entre los gobernantes que tomaban decisiones y los menores que las padecían o se beneficiaban de ellas, había voces valiosas que pasaban desapercibidas: las de quienes trabajaban para y con esos niños, personal de cocina y de limpieza, educadores sociales y auxiliares, profesionales sanitarios, docentes, etc.… En Melilla, ese silencio pesaba más que en otras partes del país. El tamaño de la ciudad, la necesidad de llevarse bien con el gobierno para obtener o conservar un empleo, y los problemas de independencia de los medios locales caían como una losa sobre muchas personas que veían el problema desde dentro y reprimían sus deseos de hablar: se autocensuraban para evitar problemas.
La forma de ver, sufrir, pensar, remangarse, involucrarse y actuar de las personas que trabajaban con los niños era distinta de la de quienes pasaban su día en el despacho y solo se acercaban a esos menores para la foto protocolaria.
Frente a La Purísima, en la puerta que coincide con la tubería de aguas fecales, los mosquitos no discriminaban a la hora de elegir entre picar a los niños o al único guarda de seguridad que vigilaba la entrada. A las once de la mañana de aquel viernes el sol ya calentaba con fuerza a través de las nubes grises. Era puente porque el lunes se celebraban las fiestas de Melilla y en el ambiente se respiraba una calma parecida a la de los domingos. Hacía turno un vigilante de mediana edad, corpulento pero en buena forma y con voz amigable. Atendía a una persona que, según explicaba, había perdido su cartera y sospechaba que se la podía haber robado algún menor del centro. El guarda intentaba tranquilizarla y prometía que avisaría si se enteraba de algo.
Aquel vigilante llevaba diecisiete años trabajando en La Purísima. «Eso está así desde que yo entré», decía señalando la tubería de aguas fecales. Al igual que ese desagüe, las distintas empresas que habían gestionado el centro apenas cambiaron las plantillas. Todas mantuvieron como jefe de personal a S. H. M., el trabajador al que más temen los menores de La Purísima. El guarda se encontraba ante un dilema: quería hablar y denunciar cosas del centro que, a su parecer, estaban mal, pero no quería perder su trabajo.
«Aquí la ley es que no se escuche nada, pero esto ya está desbordado». Primero pasó un todoterreno de alta gama, después una furgoneta. Cada vez que un vehículo se acercaba a la puerta, el vigilante se ponía nervioso y se alejaba para que nadie pensara que estaba despachando con periodistas.
Desde el primer momento, el vigilante insistía en dejar claro que «el bolígrafo es la mejor arma». Apenas habían transcurrido unas semanas desde que saltó la noticia del educador que apuñaló a un menor dentro de La Purísima y el estigma contra los empleados del centro se había reforzado. El vigilante aseguraba que nunca había visto a un empleado apuñalar a un chico y estaba a favor de que expulsaran al agresor, «pero eso hay que demostrarlo». Y ahí venía el problema: no había grabación de los hechos porque «pasaron veinte días y cuando la Guardia Civil vino a buscarlas (las grabaciones) por orden judicial, ya no estaban»[7]. El guarda sostenía que aquel incidente llevó a que dos vigilantes fueran sancionados de empleo y sueldo, pero evitaba dar más detalles. «Ahora me voy pensando que bastante he hablado, aunque sé qué puedo y qué no puedo decir, y prefiero callarme a mentir, porque mentir me daría fatiga», decía mientras iba y venía de la garita y saludaba con gesto rutinario a los vehículos que pasaban.
Aquel guarda sentía pena e indignación. Pena porque, a su parecer, los niños no recibían el trato propio de personas de su edad y en su situación. A tenor del número de veces que lo repitió, parecía que la distancia de esos chicos respecto a sus casas, y el que muchos no tuvieran padres, despertaba empatía en lo más profundo de su ser. De estar en su situación, «yo soy el primero que me perdería, somos todos iguales», insistía una y otra vez. Mientras hablaba, un grupo de chavales entraba a La Purísima y saludaban con cierta jovialidad diciendo al unísono «buenos días, señor». «Intentamos ayudar, hacemos cosas que no entran en nuestras funciones, ¿por qué no nos escuchan? Hay que trabajar con los niños, hace falta psicología, son niños», repetía el guarda.
También sentía indignación, porque veía cómo la situación de los menores se había convertido en un negocio en el que la prioridad parecía estar en generar ingresos, y no tanto en cuidar correctamente a los chicos. «Esto mueve mucho dinero, ¿quién no va a querer esto? A cualquier ciudad le interesa (…). Los niños no se adaptan, pero es que no se trabaja con ellos», explicaba. A partir de las tres de la tarde, casi todo el mundo volvía a casa y los niños quedaban desatendidos. Tras casi dos décadas en el puesto, seguía escandalizándose de que solo hubiera enfermeros durante algunas horas en días laborales, o que apenas hubiera educadores sociales, que son «los que tienen que educar al niño, ver cómo hace la cama cuando se levanta, cómo se tiene que comer en el comedor», explicaba, o que los niños se quedaran prácticamente solos los festivos y fines de semana. Aquel viernes coincidían ambos: tres días seguidos de «servicios mínimos». El guarda opinaba que se contrataba a muchos más auxiliares que educadores sociales porque, sencillamente, salía más barato.
Este guarda se planteaba cambiar de destino. Era consciente de los problemas de enchufismo en ese y otros espacios responsabilidad del Gobierno melillense, y recordaba que «antes era muy distinto, había más trabajo», lo que dificultaba el chantajismo laboral en lugares como La Purísima. Sin embargo, a su juicio, el problema estaba generalizado. «Es el sistema, es todo», se resignaba mientras un helicóptero de la Guardia Civil sobrevolaba la zona a baja altura, sin sobrepasar la línea invisible que, también en el aire y muy cerca del centro, dividía territorio marroquí y español.
Algunos menores tutelados recibían cursos y talleres. Según el guarda, eso era algo que realmente funcionaba. El problema principal estaba en la saturación del centro, como el mismo Wahid ya había experimentado: «Cuando entré aquí había setenta menores; en aquel tiempo los forenses daban una edad más elevada, eran los tiempos de la Ley del menor y aquí tenían que entrar niños, porque sin niños no hay negocio». No era una norma, pero sí hubo chicos extranjeros que aseguraban ser menores y que, tras ser catalogados de adultos, habían optado por un camino sin retorno: el suicidio.
A pesar de las dificultades, muchos chicos salían adelante. Algunos incluso se convertían en educadores de calle y trataban de ayudar a otros menores que llegaban a Melilla en una situación similar a la que ellos vivieron antes. «Algunos tienen ya más de treinta años y yo no los recuerdo, pero vienen a saludarme por la calle», contaba lleno de orgullo el vigilante. «Uno de ellos, Mohamed, saharaui, se convirtió en el mejor cortador de jamón de Melilla, y otros están también trabajando en grandes restaurantes de aquí». Al «jamonero saharaui» incluso le hicieron un reportaje en TV Melilla.
«Espero no haber hablado mucho, notaréis que estamos muy agobiados y tenemos ganas de hablar. Hay cosas muchísimo peores que no se pueden hablar. Si digo algo, al día siguiente no estoy yo aquí. Mucha gente quiere hablar, pero va en juego el trabajo».
Por la cuesta subía un niño con muletas y una pierna escayolada desde la altura de la cadera. De fondo sonaba música electrónica con versos en árabe, procedente del teléfono de algún chico. Su gesto y su lentitud evidenciaban dolor y cansancio. El vigilante se empezó a poner incómodo. En su estado de salud, ese chico debería haber vuelto en un vehículo de La Purísima o acompañado por la Policía Local. Si las autoridades sorprendían a alguien intentando acercarle hasta el centro en su coche, podía haber problemas. «Hay que mantener una distancia, son menores y te pueden dar problemas».
Wahib tuvo un mal presagio al llegar a la puerta del centro de menores extranjeros. Junto a la entrada de La Purísima, un enjambre de mosquitos revoloteaba en torno a la tubería de la que salían las aguas fecales que habían ambientado su trayecto desde el inicio de la cuesta. Le vinieron a la cabeza las advertencias y comentarios de sus paisanos. Wahid empezó a entender por qué se reían cuando los educadores de calle les decían que aquel era un buen lugar, mejor que la calle.
Habían sido poco más de diez minutos en coche desde la plaza de España hasta el centro de acogida de menores Fuerte La Purísima.
Al partir de la plaza, con el ruido de fondo de la emisora policial y el silencio de la calle, Wahid se había quedado prendado con el Casino Militar y su escudo de la Segunda República en plena fachada. Wahid, a quien la pobreza digna había dotado de un fino sentido de la observación, había sentido curiosidad por aquel escudo distinto del que lucían la bandera y los policías españoles. A través de los cristales había podido ver la estatua de Enrique Nieto, el arquitecto que situó a Melilla en el mapa mundial como la tercera ciudad con más edificios modernistas del mundo — solo por detrás de Viena y Barcelona—; también vio la fachada de la iglesia del Sagrado Corazón de Jesús, la más grande y bella que había visto hasta ahora, y la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED), con sus adornos neogóticos y sus arcos escarzanos. Sobre la fachada de la UNED, donde hasta 2014 figuraba el nombre de Federico García Lorca, lucía ahora el de Ramón Gavilán, un cambio decretado por el gobierno local del PP para honrar al exprofesor del centro y exconsejero investigado por prevaricación, malversación, fraude y cohecho. El coche de policía también pasó por delante del Colegio de Abogados de Melilla, feudo y sala de operaciones de Blas Jesús Imbroda, hermano del presidente Imbroda, decano del Colegio de Abogados de Melilla desde el año 2000 y hombre clave tanto dentro como fuera de la Ciudad Autónoma.
De pronto, el coche patrulla se había adentrado en un barrio ruidoso de calles estrechas y casas destartaladas. Wahid había sentido miedo, aquello no parecía la misma ciudad. Lo primero que pensó fue: «Me han traído de vuelta a Marruecos». Afinó los sentidos, entornó los ojos y su pulso volvió a la calma cuando vio que aquel barrio de colores caóticos y deslucidos estaba repleto de carteles en español y dariya. Wahid entendió que seguía en Melilla, en «la otra Melilla», la que queda de espaldas a las prioridades del gobierno, esa en la que las avenidas amplias, limpias y bien asfaltadas, repletas de tiendas de moda y bancos y con aceras anchas del centro, se transforman en callejuelas colmadas de baches, pequeños establecimientos, mezquitas y ventanas rotas, con aceras angostas repletas de gente y basura, y el cielo queda eclipsado por una maraña imposible de cables y postes eléctricos. El vehículo atravesó un pequeño puente para cruzar el río de oro, cuyo cauce estaba prácticamente seco, y sin saberlo Wahid traspasó la frontera invisible que divide en dos a este enclave español: a un lado del río, la renta media por hogar era de más de 64.800 euros en 2018, mientras que al otro lado no llegaba a 13.800 euros. En veinte metros y tras casi veinte años...

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