Diarios mandarina
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Diarios mandarina

Escritos de Suramérica a Cuba

Osjanny Montero González

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  1. 430 pages
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Diarios mandarina

Escritos de Suramérica a Cuba

Osjanny Montero González

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En el 2011, Os viajó por primera vez fuera de Venezuela, su destino fue Cuba y aquella vez iba acompañada y en plan de mochilera. Ese viaje sería el disparador de lo que ahora es uno de sus objetivos permanentes, viajar; y con él observar y documentar cada una de sus experiencias. Años después, Os recorrería varios países de Suramérica, esta vez a solas con Mandarina, pero con muchas ganas de derribar prejuicios y sobre todo sus propios miedos.En este libro la autora comparte fragmentos de sus cuadernos de viajes, y describe de forma íntima y personal, sus travesías por Suramérica y Cuba.Nos cuenta su gran amor por los mercados y la gastronomía suramericana. Narra las experiencias vividas en el oriente ecuatoriano, la vez que comió mukinis (gusano de palma) y tomó su bebida ancestral, la ayahuasca. También relata la diversidad de nuestros pueblos, y sobre todo le da un especial protagonismo a la gente que la recibió y la acunó en sus viajes en solitario. En Diarios Mandarina descubrirás gente y lugares hermosos, pero también descubrirás a la Os de ropa colorida, que canta, llora y ama. Vamos a leer estas líneas como una búsqueda de fuga, como quien huye de la cotidianidad, de la soledad o de una pérdida.

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Information

Year
2019
ISBN
9789877619843
Subtopic
Viaggi
Edition
1
VENEZUELA



Regresé a Venezuela después de tres años de ausencia; siento que Alicia me condujo a ese reencuentro con el abrazo de mi madre, la mirada de mi padre y la realidad doliente de un país que me gritaba en Buenos Aires, pero al que no quise prestarle mucha atención para no deprimirme.

Aunque me había prometido no quedarme más de tres meses, terminé por escoger los colores de mi habitación, me encerré a escribir las últimas líneas de este libro y me dejé estar, al punto de permitir que mi madre me hiciera el desayuno todos los domingos. Observé a mi padre colar el café, cada tarde, para después beberlo juntos a la sombra del árbol de topochos, mientras respirábamos la humedad caliente de Maracaibo.

Me volví a enamorar de mi país, me reconcilié con esa realidad que negaba y que al regresar me rasgó, me dio una cachetada por tanta indiferencia y olvido.
Durante un año redescubrí la solidaridad, esa alegría tan nuestra, el sentimiento de saberte de un lugar, aunque tu corazón insista en no querer estar ahí.
Venezuela me devolvió el amor por la arepa y el agua de panela, me arropó en los brazos de mis padres, me dio un cariaquito19 y aceptó mis disculpas.

La sombra de Alicia en la cocina
Me lancé a los brazos de mi madre, la casa estaba oscura, en la cocina no había nadie. Éramos las dos en mitad de la sala, nos quedamos así varios minutos, sin decir palabras, oliéndonos, sintiéndonos cerca después de tanto tiempo. Acaricié sus cabellos azabaches, le miré las manchas de la cara y en sus ojos sentí una ausencia de la que todavía no era consciente, Alicia se había dormido para no despertar nunca más; eso lo sabía, pero me faltaba estar en esa casa, sentarme en su sillón y observar su imagen apenas en fotografías.
Aquella tarde, la única luz provenía de una vela encendida que alumbraba las manos de una Virgen del Carmen en la entrada de la casa. Mi madre preguntó por mi viaje, por el peso de Mandarina y por mi cara amarillosa. “Seguro ni comes”, ella siempre afirma eso y, por supuesto, mi delgadez es una prueba a su favor. Hablamos poco, mi mente inventaba frases, pero mi boca no alcanzaba a decirlas, el letargo despertado en Ecuador se mantenía.
La casa de Alicia es la casa de todos. Allí, las fiestas cada navidad, los cumpleaños de primos y tíos, las noticias familiares importantes, los amaneceres con café recién colado, las noches con arepas y plátanos cocidos. El ombligo umbilical de la familia González estaba amarrado a los ojos verdes de abu. Pero cuando regresé, el cordón se había roto. No había ni fiesta, ni lamento ni mucho menos la elegancia de Alicia en bata caminando por los cuartos o el patio. Se había ido, mi madre y yo no quisimos hablar de ella, nos refugiamos en la alegría de vernos otra vez frente a frente después de casi tres años.
***
Mérida estaba cubierta por un velo y no era neblina. Las calles sucias, los faroles sin bombillos encendidos a las noches, los autobuses con carteles de “servicio hasta las 8:00 pm”, las filas diarias en la panadería cercana, los abuelitos saliendo y entrado a farmacias. Todo estaba cargado de mensajes, de una realidad que gritaban los medios de comunicación y que yo me negaba a oír o leer. Una tarde fuimos a llevarle flores a Alicia con Tila, nos encontramos los jarrones vacíos. Se habían robado las rosas amarillas que mi tío le compró. Tampoco había agua para regar el pasto con forma de corazón que le habían mandado a hacer. No hubo más que rezos y lágrimas. Mientras volvíamos a la casa, en la emisora pregonaban que 15 minutos antes un tiroteo se había registrado en Los Próceres, la avenida en la que se ubica el cementerio. Nosotras no escuchamos nada, aun así, Tila se apresuró y calló al locutor con un botón. Una vez más el silencio, advertí que era mejor callar tanta violencia, dedicarse a mirar las calles desde la ventana del carro y seguir el día, aunque eso significara olvidar al caído, al atravesado por las balas.

—¿Será verdad?—pregunté con un poco de ingenuidad.—No se escuchó nada y estamos en la misma avenida.—insistí con preocupación.
—Mejor que no escuches, hija. Ya estamos por llegar, en la casa hacemos café.—dijo tía sin ninguna alarma en la cara, con la manos al volante y la mirada hacia el frente.

Mi madre se enjuagaba la nariz, también miraba hacia adelante. Yo me sentía desubicada, solo pensaba en leer la noticia, en confirmar el supuesto tiroteo.
Tomamos café y Tila nos contó que la ULA20 se iba a paro nuevamente. No había alimentos para el comedor, tampoco lo suficiente para pagar a todos los empleados. La charla sirvió para revivir mis cinco años de estudiante en los que pude alimentarme hasta dos veces al día en el comedor de la universidad, y la comida era abundante, si corrías con suerte hasta te servían dos veces. Te daban sopa, plato principal, jugo y postre; pagabas unas pocas monedas, tenías el beneficio de la comida por dedicarte a estudiar, a leer, a entrevistar al político y al vendedor de pastelitos en la calle. Se nos fue la tarde capturando imágenes del pasado, de la Venezuela que viví a mis 23 años, pero que en apenas cinco años parecía muy distante.
Tanto nos reímos recordando que se me olvidaron las balas, los caídos.
***
Faltaba poco para emprender viaje hasta Maracaibo, allá nos esperaba Pa’. Convencí a mi mamá de salir a caminar, quería recuperar esas viejas imágenes de la Mérida que tanta felicidad me dieron durante la adolescencia. Desde la ventana del autobús observaba filas de gente a la salida de supermercados, bodegas grandes, bazares chinos y panaderías. No pasaban de las 3:00 pm., sentí un hueco en el estómago: mi mirada no podía concentrarse en las montañas que rodean la ciudad, tanta energía humana en las calles me gritaba, me exigía ser un testigo presente. Ma’ notó mi confusión, me tomó la mano y la escuché como un susurro:

–Están esperando a ver qué llega, beba. Seguro es harina pan21, la gente se desespera cuando sabe que va a llegar.– explicó ma’.
–Pero, ¿ellos no trabajan? Son las tres de la tarde.– cuestioné.
–Para muchos hacer colas22 es ahora un trabajo, no ves que la mayoría de esa gente es bachaquera23, ese es el trabajo mejor pagado en este país. –concluyó mi madre.

Esa tarde no entendí del todo lo que mi mamá intentaba decirme. Llegamos al centro, a la Plaza Bolívar le faltaban varios faroles, muchos cajeros estaban destrozados; se me antojaron los tradicionales churros de Magnolia, pero la cola se extendía a casi una cuadra; tuve ganas de un helado en Mimo’s y la fila salía del local de la cuarta avenida. Continuamos calle abajo y llegamos a la Panadería El Llano, en donde tantas veces mi hermana y yo devoramos pasteles de melocotón y piñitas24; también había fila, pero por más que quisiéramos buscar atajos no había escapatoria. Nos formamos, esperamos, el pan canilla 25 se agotó, hubo gritos, lamentos. No había pan dulce, un letrero de “No hay azúcar” lo adelantaba desde lejos, pero por necedad lo omitimos. Compramos pan francés y de leche, el precio del kilo de café me obligó a despertar: Venezuela era otra, tan distinta a la de mis 16; tan improbable 12 años después. Mi mamá pagó y nos fuimos antes de que la ausencia de faroles nos obligara a correr entre la oscuridad en una ciudad repleta de basura.
***
El día anterior a nuestra partida, ma’ quiso regresar al cementerio, pero no la acompañé. Preferí pasar la tarde sola en la casa. Escudriñé el clóset de Alicia, encontré sus enaguas dobladas y amarillentas, sus medicinas con las horas aun marcadas en las cajas, su polvo y su perfume. Rocié un poco y olía a ella. Eché más, perfumé su cuarto y me probé unos aretes, me observé por segundos en el espejo y suena raro, pero vi sus ojos en los míos, me vi pestañando como ella, sonreí hasta que sentí unos pasos en la cocina. Salí, no había nadie. Me senté en la silla en que ella solía sentarse a mirar los pajaritos del patio y al voltear la mirada, la sombra de Alicia se movía en la cocina, con su bata clara, con sus manos moviendo la cuchara de madera. Cerré los ojos. Al abrirlos, olía a café, pero no había más que ollas vacías, estufas apagadas. Miré hacia afuera, cerré los ojos de nuevo. Hola, abu, bendición.
Juro haber visto tu sombra en la cocina, eras vos, abu, porque nadie más andaba en bata por la casa.
A los minutos llegó ma’, con un retrato de Alicia y abuelo Luis enmarcado en madera. Lo colgó sobre la imagen de la virgen, rezó un Ave María. Miré esa foto pero no eras vos, abu, no se parecía en nada a ti ni a tus ojos verdes aguarapados. Vos no sois esa, vos estáis en la cocina, muérgana, me asustaste. Escribí esa frase en uno de mis cuadernos.
A la mañana siguiente mi mamá y ...

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