Historia íntima de la humanidad
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Historia íntima de la humanidad

Theodore Zeldin

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Historia íntima de la humanidad

Theodore Zeldin

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Alejado del compendio cronológico y del manual temático, Theodore Zeldin presenta en Historia íntima de la humanidad una historia de personas comunes y concretas con las que se examinan algunas de las cuestiones que más afectan e interesan a las generaciones actuales: la libertad, la tolerancia, el sexo, la gastronomía, la soledad, el poder… A partir de los casos analizados, el autor desvela un entramado de sorprendentes afinidades entre seres de épocas y lugares muy distintos. Esta obra excepcional, además de una lectura emotiva, y enriquecedora, invita a la reflexión sobre las grandes y pequeñas cuestiones de la vida cotidiana y de la relación entre hombres y mujeres.

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Information

Publisher
Plataforma
Year
2014
ISBN
9788416096930
Topic
History
Index
History

1 Cómo los seres humanos han perdido la esperanza en repetidas ocasiones y cómo recuperan los ánimos con nuevos encuentros y unas gafas nuevas

«Mi vida es un fracaso.» Éste es el veredicto dictado por Juliette sobre sí misma, aunque pocas veces lo haga público. ¿Podría su vida haber sido diferente? Sí, como también lo habría podido ser la historia de la humanidad.
Juliette se comporta con dignidad, observando cuanto sucede en torno suyo, pero guardando para sí sus reacciones. Sólo revelará un poco de lo que piensa durante breves momentos, de manera dubitativa y en un murmullo, como si la verdad fuera demasiado frágil para sacarla de su envoltura. El destello de sus ojos parece decirnos: Me podréis creer estúpida, pero sé que no lo soy.
Juliette tiene cincuenta y cinco años y ha sido empleada de hogar desde los dieciséis. Ha llegado a dominar de tal manera el arte de cuidar de una casa y preparar y servir la comida, que todas las madres sobrecargadas de trabajo que le echan el ojo y pueden permitírselo piensan lo mismo: ¿cómo persuadir a este dechado de persona para que trabaje para ellas? ¿No dispondrá de algunas horas libres? Sin embargo, aun siendo una asistenta ideal para las familias, Juliette ha sido incapaz de salir adelante con la suya. En el trabajo es absolutamente de fiar y cuida hasta lo infinito cada detalle; pero estas cualidades no han sido jamás suficientes en su propio hogar.
También su madre fue empleada doméstica. «No tengo de qué quejarme», dice Juliette. «Nos crió muy bien, aunque nos zurraba.» Tras haber enviudado, cuando Juliette tenía sólo siete años, salía a trabajar pronto y regresaba tarde. «No la veíamos mucho.» Así pues, en vez de estudiar la lección, Juliette se dedicaba a tontear. «No veía interés en los estudios.» Tampoco encontró un aliado que cuidara de ella en especial, ningún mentor ajeno a su pequeño mundo que la ayudara, y dejó los estudios sin haber obtenido un certificado oficial, sin billete de entrada a ninguna parte.
A los dieciséis años, «cometí una estupidez». Juliette se casó con el padre de su hija y tuvo ocho hijos más. Los niños eran para ella un puro gozo. Le gusta abrazarlos, pero sólo mientras son bebés. Una vez crecidos, «se hacen difíciles». Su marido era un guapo carpintero que cumplía el servicio militar y, al principio, se mostró cariñoso con ella: «Estaba auténticamente enamorada». Pero las cosas se torcieron muy pronto. Cuando su primera hija tenía seis meses, Juliette se enteró por sus vecinos de que su marido tenía una amante. A partir de entonces, se acabó la confianza entre ellos. El marido pasaba mucho tiempo fuera visitando a la querida, según sospechaba Juliette. Luego comenzó a beber y trabajó cada vez menos, diciendo que el tajo era demasiado fatigoso. Empezó a maltratarla: «Tengo cicatrices por todo el cuerpo». Pero Juliette no dijo nada a nadie de pura vergüenza. «Cuando lo veía venir a casa por el jardín, sentía pavor.» ¿Por qué no lo dejó? «Estaba demasiado asustada. Vivía sola en su ciudad, donde no conocía a nadie; después de casarme, quedé separada de mi familia; no vi a mis hermanas en catorce años; mi marido me impedía salir y los niños se encargaban de hacer la compra. Me prohibió dejar la casa incluso para el funeral de mi hermano. Tampoco tenía amigas. Sólo salía para trabajar.» Lo cual, como es natural, significaba que no podía cuidar de los niños, que fueron entregados por los servicios sociales a padres adoptivos. Esta humillación ha hecho de Juliette una persona muy susceptible. Cuando la gente quiere insultarla, le dice: «No has sido capaz de sacar adelante ni a tus propios hijos». Ella protesta: «No se deberían decir cosas así sin conocer la realidad».
«Al final, acabé pegando también yo a mi marido; no tendría que haber esperado tanto.» Eso fue mucho antes de lograr dejarlo. El marido murió al mes de divorciarse: «No sentí tristeza; en realidad, me eché a reír. Todavía me estoy riendo; pero, cuando vivíamos juntos, no lo hacía». Desde entonces, ha trabajado con un único objetivo: «Mi propósito en la vida era tener mi propia casa». Y, hace poco, ha acabado de saldar la hipoteca de su piso, que es el cimiento de su orgullo y ha hecho de ella una persona más fuerte. Sin embargo, a pesar de haberlo intentado, le asusta demasiado vivir sola. Ahora tiene un hombre consigo: «Es por la seguridad, para no estar completamente sola de noche». A veces preferiría no tener a nadie y rechaza categóricamente casarse con él. «En eso soy como las chicas modernas, que ya no consideran esencial el matrimonio.» Si siguen, es porque también él está divorciado y «desea tener paz». Él hace la comida, y ella las compras: el domingo, le encanta recorrer los mercados, simplemente por mirar y disfrutar del toque de un vestido nuevo, como un sueño no mancillado por la realidad. Disponer de dinero propio para gastar le da una gran sensación de libertad. Su hombre se ha comprado su propia casa en el campo, pues Juliette le ha dejado bien claro que, si riñen, tendrá que marcharse; le recuerda constantemente que el piso es suyo y dice en tono desafiante: «Puedo salir cuando quiera e ir a ver a una amiga si me apetece».
No hablan mucho entre ellos. Cuando Juliette llega a casa al final de la tarde, su mayor placer es descansar, tumbarse sola en la cama en medio de la oscuridad. Nunca lee libros y apenas ve la televisión; prefiere, en cambio, pensar sobre su vida anterior con la luz apagada: en su madre, su marido, sus hijos y el terror ante el desempleo. «Si en un momento dado no hubiera trabajo para mis hijos no tendría ninguna gracia.» Le apena que sus vidas no sean mejor que la suya propia: «Es injusto». Lo explica diciendo que en Francia hay demasiados extranjeros que se quedan con el trabajo y la vivienda, lo que significa que «los franceses pobres no disponen de nada. No pretendo criticar a los árabes o los negros, pero pienso que no es justo. Esa es la razón de la dureza de la vida de mis hijos.» Una de sus hijas trabaja en una fábrica; otra, en la jefatura de policía; una tercera es empleada de hogar, como si la familia estuviera condenada a aceptar por toda la eternidad los trabajos peor pagados.
¿Y qué piensa Juliette mientras trabaja? «¿Cómo? En nada. Mientras trabajo, no pienso; o pienso en las cazuelas.» El trabajo es un descanso de la vida del hogar. En efecto, aunque ha organizado su existencia en casa para tener paz, las personas son para Juliette como puercoespines punzantes y tratarlas supone estar constantemente en guardia. Aunque ahora se siente menos frágil, le daña con gran facilidad lo que dicen de ella los demás. Prefiere trabajar sola, como mujer de la limpieza independiente, pues teme los chismorreos de oficinas y fábricas: «La gente repite las cosas que se dicen de una, y tergiversan tus palabras, lo cual puede a veces costarte caro». Nada le resulta más odioso que las críticas; cualquier atisbo de desaprobación es como un nuevo moretón. Mantener la cabeza alta supone un esfuerzo continuo y la dignidad le exige no quejarse. Nunca contó a sus hermanas cómo la trataba su marido. Cuando las visita ahora, procura no decir qué piensa de su forma de vivir; y tampoco ellas le hablan jamás de su pasado: «Saben que me enfadarían de veras». Su hermana menor, por ejemplo, cuyo marido murió y que actualmente vive con un hombre con quien, en realidad, no es feliz, suele decirle a éste: «Haz las maletas y márchate». Juliette procura no interferir en sus disputas. «Es su problema.» Y si, a pesar de todo, deja caer una gotita de crítica, su hermana replica: «Zapatero, a tus zapatos». Todas sus hermanas, dice Juliette, son tan cuidadosas como ella y no muestran su enfado.
«En las familias con hijos, siempre hay bronca.» De los suyos, a quien quizá le van mejor las cosas es a la mayor, cuyo marido también ha muerto y que vive con un hombre que la obedece. «Ella es el amo, y él un idiota, pues lo trata con demasiada dureza.» No obstante, añade: «No me interesa para nada la vida privada de mis hijos. Si discuten delante de mí, no intervengo.»
La persona más irritante en el mundo de Juliette, como un mosquito que no cesa de picar y no quiere marcharse, es la hija de su hombre, de diecisiete años, que vive en una residencia juvenil porque su madre se ha separado tras un segundo fracaso matrimonial. Juliette, a pesar de su sensatez, es la clásica madrastra. «No puedes venir aquí el Día de la Madre, porque no eres mi hija. Puedes hacerlo el Día del Padre.» Está plenamente convencida de que esa chica es «auténticamente malvada»: se ha enterado de los problemas de Juliette y no cesa de decirle: «Eres una fracasada». Juliette se enfurece. «Si fuera hija mía, le daría una paliza»; la chica está consentida, según ella, mal educada, no ayuda en las faenas domésticas; la nueva generación lo tiene todo demasiado fácil. La muchacha replica que piensa denunciarla al juez: «Vas a ir a la cárcel»; y a Juliette le aterra verse en conflictos con la ley. Su hombre no interviene en sus disputas: «Quiere tener paz». Así pues, cuando el rifirrafe se hace insoportable, «me marcho a dar un paseo con mi talonario de cheques». Es como un pasaporte que demuestra que Juliette es una mujer independiente. Por la manera como lo usa, siente que está progresando en el arte de la independencia. Hace sólo algunos años, solía recuperarse de los insultos gastando sin control: «Antes de comprar, no me lo pensaba dos veces ni comparaba precios. Pero ahora soy más estable. Probablemente ha sido mi amigo quien ha influido sobre mí en este aspecto. Es un hombre cuidadoso y ha hecho de mí una persona más equilibrada. Solía ser más nerviosa de lo que soy ahora.» La sociedad de consumo es un gigantesco tranquilizante para nervios sin control.
De joven, Juliette trabajaba trece horas diarias. Ahora, no tanto; pero todavía sigue ganando menos que la mayoría. Podría encontrar un trabajo mejor retribuido, pero le gustan los patronos a quienes puede sobrellevar y entender, que no la molestan con sus críticas. Con el fin de garantizarse un equilibrio adecuado, trabaja para varias personas, distribuyendo sus horas como quien se somete a una dieta. «Me resultaría insoportable tener un patrón que me gritara todo el día, para volver luego a una casa con un hombre que me gritara toda la noche.» Una de las mujeres para quienes limpia le grita, pero «tiene buen corazón». Otra es nieta de un antiguo presidente de la República francesa; se pasa el día entero tumbada en un sofá, sin hacer nada, y padece diversos achaques: «Si no sintiera tanta compasión por sí misma, podría hacer algo con su vida»; pero su amabilidad es perfecta. Una tercera tiene problemas con sus hijos y su salud: «Cuídese de sí misma, le digo. Sí, doctor, me responde.» Otro es médico, y no muestra ningún interés por ella cuando enferma, a diferencia del quinto cliente, que se deshace en atenciones en cuanto deja oír una tosecilla; Juliette recuerda, como un momento culminante de su vida que, en cierta ocasión, le permitió marchar a casa una hora antes diciendo: «Esto no es una fábrica».
Juliette considera «amigas» suyas al menos a algunas de sus patronas. A una de ellas, le dijo: «Pase lo que pase, no la dejaré. No me permitiré abandonarla. Me sería imposible encontrar a nadie tan amable». A pesar de sus limitaciones, ha trabajado para el médico veinticuatro años, «pues conozco su carácter. Sé cómo tratarlo. Cuando lo veo de mal humor, no digo nada». Los momentos bajos llegan cuando se quejan del trabajo de Juliette. «La señora de una casa no debe insultar a la empleada en presencia de invitados; debería retirarse a la cocina para hacerlo. Si no, resulta vulgar.» En cierta ocasión, en una cena, Juliette olvidó colocar las patatas alrededor de la carne y las puso, por error, en una bandeja aparte. Su señora la llamó burra idiota. Juliette estalló en lágrimas y dijo que se despedía. «El médico se disculpó, pero su mujer no lo hizo.» Juliette se quedó. En otra casa la calificaron de fregona. «No tolero que me llamen así.» Pero, luego, se le pasa el enfado: «Hay que adaptarse a todo el mundo. Todos los patronos dan problemas. Hay algunos que entienden la vida de una femme de ménage; pero otros, no.» Y Juliette se consuela: «Esa gente confía en mí. Con ellos me culturizo; me cuentan cosas. Uno –un hombre instruido– me habla de sus problemas, pero me dice: “No se lo cuente a nadie”. Y la cosa queda entre él y yo.»
La vida de Juliette pudo haber sido, quizá, diferente, si los encuentros que decidieron su rumbo hubieran sido menos mudos, superficiales y rutinarios, si hubiera habido un mayor intercambio de pensamientos, si en ellos hubiera habido más muestras de humanidad. Pero, estaban limitados por los fantasmas que siguen influyendo en lo que los patronos y los desconocidos, y hasta la gente que convive, son capaces o no de decirse. Juliette insiste en que, «dadas mis capacidades», podría haber tenido un trabajo mejor, que la habría atraído trabajar para ancianos y que la falta de papeles oficiales fue su impedimento. Pero todavía resultó más trágico que ninguna de las personas influyentes para las que trabajó considerara de su interés ayudarla a iniciar una carrera más satisfactoria. De ahí su conclusión: «Mi vida está acabada».

Hay varias maneras distintas de interpretar esta historia. Se puede decir: así es la vida, y existen muchas razones para que sea así. También se puede esperar que, si fuera posible desatar los nudos con que la humanidad se ata y dar mayor sensatez a sus locas instituciones, podría cambiar la vida y eliminarse la pobreza, pero eso tardaría, quizá, decenios, y tal vez siglos. También podemos odiar la vida por ser tan cruel e intentar soportarla burlándonos de ella o parodiándola o disfrutando con descripciones minuciosas de la misma, mientras nos protegemos de la decepción renunciando a proponer soluciones a los problemas y condenando cualquier esfuerzo por ingenuo.
Mi intención es diferente. Tras los infortunios de Juliette, veo a todos cuantos han vivido pero se consideran fracasados o han sido tratados como tales. La peor sensación de fracaso se tiene al constatar que, en realidad, no hemos vivido, que no se nos ha considerado seres humanos independientes, que nunca se nos ha escuchado, que jamás se nos ha pedido una opinión, que se nos ha tratado como a un mueble, como propiedad ajena. Eso es lo que ocurría públicamente con los esclavos. Todos descendemos de esclavos o semiesclavos. Si nuestras autobiografías se remontaran lo suficiente, comenzarían todas ellas con la explicación de cómo nuestros antepasados acabaron más o menos esclavizados y hasta qué punto se liberaron de esa herencia. La esclavitud, por supuesto, fue abolida legalmente (aunque no hace tanto tiempo: Arabia Saudí fue el último país en acabar con ella, en 1962), pero también tiene un significado metafórico más amplio: es posible ser esclavo de las pasiones o del propio trabajo o de los hábitos personales o del cónyuge, a quien no se es capaz de dejar por varias razones. El mundo sigue todavía lleno de personas que, aun no teniendo un amo reconocido, se consideran poco libres, como si estuvieran a merced de fuerzas económicas y sociales incontrolables y anónimas o de sus circunstancias o de su propia necedad y cuyas ambiciones personales están, por tanto, permanentemente embotadas. El moderno descendiente del esclavo tiene, incluso, menos esperanzas que el pecador, que puede arrepentirse; el ser humano impotente y cazado en una trampa no puede divisar una cura inmediata comparable a ésa. Juliette no es una esclava; nadie es su amo. Tampoco es una sierva: nadie tiene derecho a su trabajo. Pero, pensar que su vida está acabada o que es un fracaso equivale a sufrir la misma clase de desesperanza que afectaba a la gente en los días en que el mundo creía que no podía prescindir de los esclavos. Por eso, es importante entender qué significaba la esclavitud legal.
En el pasado, los seres humanos se convertían en esclavos por tres razones principales. La primera era el miedo: no querían morir, por más sufrimiento que les causara la vida. Aceptaban el desprecio de reyes y señores y otras personas adictas a la violencia convencidas de que morir en combate era el honor supremo y para quienes esclavizar a seres humanos y domesticar animales formaba parte de la misma búsqueda del poder y la comodidad. Pero también los esclavos soportaban ser tratados como animales, ser comprados y vendidos, que les afeitaran la cabeza, los marcaran, los golpearan y les pusieran nombres despectivos (Monkey, Downcast, Strumpet, Irritation [Mono, Paria, Prostituta, Irritación]), pues la opresión parecía un ingrediente ineludible de la vida de la mayoría. En la China de la dinastía Han, el término «esclavo» derivaba de la palabra «niño», o de «mujer y niño». En casi todo el mundo se imponía una obediencia igualmente incuestionable a la mayoría de la humanidad, fuera o no oficialmente esclava.
Antes de que se secuestrara a doce millones de africanos para convertirlos en esclavos en el Nuevo Mundo, la mayor parte de las víctimas eran eslavos y dieron nombre a la esclavitud. Perseguidos por romanos, cristianos, musulmanes, vikingos y tártaros, eran exportados por el mundo entero. Eslavo pasó a significar extranjero; la mayoría de las religiones enseñaba que era permisible esclavizar a los extranjeros; los niños británicos exportados como esclavos –a las niñas se las engordaba para obtener un precio más alto–, terminaban como «eslavos». En fechas más recientes, cuando los eslavos estuvieron gobernados por tiranos y sin visos de escapatoria, hubo quienes llegaron a la lúgubre conclusión de que en su carácter debía de haber algo que los condenaba a la esclavización. Se trata de un razonamiento falso, según el cual lo ocurrido tenía que ocurrir. Ninguna persona libre puede creerlo: se trata de un razonamiento impuesto a los esclavos para hacerles desesperar.
El miedo ha sido casi siempre más poderoso que el deseo de libertad: el ser humano no ha nacido libre. Sin embargo, el emperador bizantino Mauricio (582-602) descubrió una excepción. En cierta ocasión, se sintió sorprendido ante tres eslavos capturados por él que no portaban armas. Los tres llevaban guitarras o cítaras y caminaban cantando las alegrías de la libertad, de vivir al raso y en medio de la brisa refrescante. Los eslavos dijeron al emperador: «La gente ajena a la guerra considera normal dedicarse con fervor a la música». Sus cantos hablaban del libre albedrío y el nombre con el que se los conocía aludía a ese hecho. En 1700, existían todavía y Pedro el Grande decretó su supresión: todos deberían formar parte de alguna hacienda legal, con obligaciones fijas. Pero, ciento cincuenta años después, Tara Sevcenko, un siervo ucraniano liberado, cantaba aún poemas dentro de esa misma tradición lamentando que «el zar borracho hubiera hundido la libertad en el sueño», e insistiendo en que se podía hallar esperanza en la naturaleza:
Oye lo que dice el mar, pregunta a las negras montañas.
Ante todo, hubo esclavitud porque quienes deseaban que se les dejaran en paz no podían eludir a quienes disfrutaban con la violencia. Los violentos han triunfado...

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