Los discípulos de Baco
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Los discípulos de Baco

Daniel García Giménez

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Los discípulos de Baco

Daniel García Giménez

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La investigación sobre unos asesinatos relacionados con el mundo del vino llega a manos de una agente de policía. El encuentro con un confidente la embarcará en una carrera que está obligada a ganar sin conocer quiénes son sus oponentes. Un mafioso ruso, una arqueóloga furtiva, el archivero de la catedral de Barcelona, una rubia enigmática, un antiguo oficial nazi, un sicario de mirada tierna y un enólogo crápula cruzan sus caminos con un objetivo único: descubrir el secreto oculto en una botella de vino centenaria. Es un relato de sensaciones intensas, acción, violencia, humor negro, historia y pasión por el vino, donde todos los personajes son tan malvados como humanos. Una novela embriagadora.

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Information

Publisher
Plataforma
Year
2014
ISBN
9788416096893

1

Vilafranca del Penedès, Fira del Gall, diciembre de 2009
A quien no le guste el vino no merece vivir. Qué va. Como mínimo, no en un lugar tan espléndido, de veranos suaves con mañanas soleadas al verde de las viñas e inviernos de cielos azules y escarcha sobre los sarmientos despoblados. La verdad es esa y no hay más que hablar. Quien no se haya dejado engañar alguna vez por los encantos de un buen tinto envejecido simplemente no ha gozado. Hay pocas cosas comparables a un trago largo, de aquellos que evolucionan suntuosos en contacto con la lengua y se deslizan con deleite bajando desde el paladar. He acabado mil veces contemplando al trasluz la intensidad del color teja sobre un horizonte impreciso, con el plácido estupor y la contradictoria melancolía del que sabe que vive algo irrepetible. Cuando después de un sorbo se suelta el aire contenido dejando una huella de vaho en la limpidez de la copa, se sabe que el vino ha dejado memoria para siempre y que su capacidad para el carpe diem no podrá ignorarse jamás. Antes de que la lágrima de vino sobre el cristal resbale hasta fundirse de nuevo con el cuerpo líquido que espera al fondo, se suspirará de puro placer ante el recuerdo olfativo de las notas que se han ido. Ese es el espíritu de Baco, al desnudo.
Y, aunque resulte difícil de creer, todo puede mejorarse. Mientras la acidez se evade a ambos lados de la lengua, es el momento perfecto para pasar la punta de esta por los senos de una mujer ansiosa, acabando en un movimiento circular sobre un pezón erguido. Sí. La rubia de la primera fila responde a las expectativas. No pienso perderla de vista. No. Cuando esto termine, me acercaré, buscaré el ángulo adecuado para la caza y me tiraré a degüello. Acostumbra a funcionar con las de su especie. Hay pocas mujeres que se resistan a un hombre atractivo que sabe hacer juegos de manos con una copa y encontrarle la poesía al vino. Para na- da. Ciencia cierta, sobre todo si sabes no cortarte un pelo cuando toca, faltando al respeto en el momento preciso. El secreto es, y que nadie lo dude, cuanto más a saco mejor. Cuando acabe la charla, me prometo poner a prueba esta teoría. La seguridad siempre triunfa y yo no tengo nada que perder.
—Señores, la degustación del vino alberga dos fases esenciales. En la primera, leeremos el código encriptado del vino con nuestros sentidos, descifrando cada matiz de sus características visuales, olfativas y gustativas. En la segunda, traduciremos los mensajes recibidos por sensibilidad subjetiva a un lenguaje universal. El lenguaje del placer.
Me paseo por delante de la mesa, mido los tiempos al soltar frases estudiadas, que se desgranan sobradamente ensayadas a lo largo de un currículum amplio de sesiones como esta. Catas, ponencias, cursos. Paso la mano por el mantel de la mesa donde están dispuestas las copas y busco a la rubia con la mirada. Sigo hablando; conservar el ritmo sereno es lo fundamental. Cuando seduces, y da igual a cuánta gente a la vez, hay que mostrarse templado. La conclusión es que importa más cómo dices las cosas que aquello que realmente dices. Y este es un buen momento para lucirse. Invoco a Baco, me recojo hacia arriba las mangas de la camisa e inevitablemente empiezo a gustarme.
—Normalmente, en primer lugar, se catan los blancos, luego los rosados y, por último, los tintos. Es de esta manera como acostumbramos a escalar por los grados de complejidad de los vinos, dejando como epílogo estratégico aquellos de cuerpo potente y buena presencia de taninos. Sin embargo, como habrán advertido los más introducidos en esta cultura, este razonamiento no siempre sirve. Un blanco con madera o un rosado tánico pueden estropear una cata si se sirven al principio. Pero permítanme ponerlo fácil en este comienzo…
Empiezan a aparecer los gestos de concentración en el auditorio, más de una cara de admiración, cejas prietas, algunas manos sobre las caderas, brazos cruzados. Me permito soltar algún chascarrillo. Ya son míos.
—Afortunadamente, sobre la mesa de catas, alguien, con buen gusto y mejor criterio, ha dispuesto solo tintos envejecidos. Cuando salgan de esta sesión, créanme, dejarán de pedir el segundo vino más barato de las cartas. La cata de un vino, señoras y caballeros, comienza ni más ni menos que con la elección de la copa. Como pueden comprobar, una copa apta para un buen vino difiere bastante de la que acostumbran a poner en los restaurantes de carretera. Pueden ver que es muy amplia y alta, y está especialmente diseñada para oxigenar los vinos tintos que hoy catamos. Son vinos muy elaborados, coupage de variedades cabernet sauvignon y merlot. La apertura de un buen cáliz es siempre superior a cinco centímetros de diámetro, para permitir acercar la nariz con facilidad y apreciar el aroma al mismo tiempo que se degusta el vino. Fíjense en que el diseño permite el balanceo para decantar el caldo de forma conveniente en la lengua, multiplicando la complejidad de sabores y limitando un posible exceso de amargor tánica.
Levanto la vista acariciando la copa y allí está ella. Me mira y no disimula. Debería haberme doctorado en sonrisas receptivas y cremalleras con abrefácil.
—Cuando estén servidos, tomen la copa por el pie. Inclinen ligeramente el cristal y observen, antes que nada, la limpidez del vino a la luz natural. Ahora, contrasten, por favor, lo que ven con el blanco del mantel. Los colores usuales en un vino tinto evolucionan desde el rojo violeta de un vino joven, tornándose rubí o púrpura en su maduración, y acabando en matices naranja teja al envejecer.
Todos miran la copa al trasluz, todos menos ella. He realizado la misma operación varias veces. Me refiero, por supuesto, a la de ligar mientras me exhibo profesionalmen- te. Cuando termino, acostumbro a acercarme y las invito a quedarse. Nos quedaremos aquí, en este mismo local. «Un lugar acogedor en un entorno mágico», me gusta observar. Y es que soy un tipo más bien práctico.
Aquí, en esta ciudad recogida que me ha visto crecer, el gótico se junta con el modernismo, y eso siempre ayuda. Un paseo por las angostas calles del centro bajo la luna relaja esa absurda voluntad que tienen muchas mujeres de fingirse difíciles. Conozco el discurso. Ecos medievales configurando plazas, palacios e iglesias, la huella que dejó el majestuoso gótico catalán en la villa, el palau Baltà, la basílica de Santa Maria, todo ahí enfrente. A pocos metros está mi verdadero hogar. El museo del vino. Allí, siempre puedo acudir en busca de refugio fuera y dentro del trabajo. Se encuentra en la plaza Jaume I, en el antiguo palacio medieval de la corona catalanoaragonesa. Una obra de arte construida entre los siglos XII y XIII que siempre me interesó por su funcionalidad viva y sus quehaceres contemporáneos. Una noche más, siento que juego en casa. Poseo el arte de una poesía de postal, puesto que, a fuerza de mucho intentarlo, he aprendido a no menospreciar el efecto hipnótico que, inexplicablemente, ejercen sobre algunas personas las piedras gastadas. Historia útil para satisfacer la terca inclinación de la especie humana hacia el romanticismo.
—Dejen reposar la copa sobre sus manos. Un poco más. Ahora, por favor, metan la nariz con cariño. E inspiren. Observen rotando la copa como lo hago yo. Este movimiento…, al aumentar la superficie de evaporación del caldo, consigue sacar de los aromas su mejor lustre.
La miro a través del cristal mientras ladeo mi copa a modo de ejemplo. Típica rubia angelical de cabello largo y liso, ojos claros. Hasta aquí bien. De esas con las que disfrutas descubriendo un interior morbosamente sucio, que rompe en mil pedazos, tan rápido como se deja quitar las bragas, la idealización que sobre ella construyeron sus maestros de primaria. Tomaremos algo y le mentiré, la primera vez de unas cuantas durante el breve tiempo en que nos relacionemos. Dos o tres citas a lo sumo. Le contaré, si me parece tontita, que busco a la mujer de mi vida. No deja de ser cierto, lo es en todos los casos que conozco, aunque, si hablamos de mí, repasando mentalmente y ya por pura estadística, he descartado la posibilidad de hallarla durante más de unas pocas semanas.
—Y llegó el momento. Llévense, por favor, a la boca un pequeño sorbo de vino.
Aseguraré que la profesión me obliga corrientemente a conducir con un par de copas en el cuerpo. Lo hago con solvencia y conozco los riesgos. Además, estoy orgulloso de mi moto y en todas las cuevas taberneras que me resultan habituales guardan para mí un segundo casco. Tengo una naked negra, lo justo de clásica para tener personalidad de sobra, pero sin empalague. Me encanta ceñirme la chaqueta de doble forro y protecciones, lo hago con chulería estudiada. Me ajusto visiblemente los guantes de cuero y me pongo el casco a tiempo de seguir mentalmente el perfil de los tubos y las ruedas. Respiro y disfruto del momento cuando monto en ella, me siento vivo cuando giro la llave en el contacto y, al oír el rugido del motor y el clac de la primera entrando, sé que soy libre por completo.
—Ya en boca, entreabriendo ligeramente los labios, paladeen con un ligero burbujeo que circule por toda la cavidad bucal, mojando las papilas y los laterales de la lengua. Es en este instante cuando podrán apreciar debidamente las cualidades del vino, no solo gustativas, sino también retronasales.
La rubia apura la copa, me mira y, para mi sorpresa, me brinda un guiño. Intuyo que de cerca puede verse el azul de un cielo polar en sus ojos. Me intriga. Transmite una profundidad eterna pese a su juventud, tiene la mirada de una bruja vieja y mala que hubiera vivido muchos años en el cuerpo de una frágil doncella. A primera vista, no parece de esas a las que les van las pollas, pero he conocido demasiadas mujeres que fingen, motivadas por extrañas tradiciones autoimpuestas, no saber dónde está la bragueta. Y esas no suelen ser tan explícitas cuando van de finas, así que el hecho de que quiera llamar mi atención me indica que algo se sale del guion previsto. Luce un vestido corto pero elegante, negro, de tirantes, marcando curvas pero sin escotes extremados. Saca una carpeta del bolso; solo ellas saben cómo lo hacen para que les quepa todo ahí dentro. Piel blanca, rasgos germánicos. Pese a que por lo general prefiero a las morenas, reconozco que es muy atractiva. La veo escribir algo. No he terminado mi charla, al contrario, me falta la parte técnica más interesante y los más finos de mis chistes. Pero se levanta blandiendo un pedazo de cartulina. Se acerca y sonríe. Cuando llega a la mesa donde me encuentro, con seguridad pasmosa, deja un tarjetón a mi alcance. Lleva impreso un código QR, esos estúpidos mosaicos de cuadraditos que pueden leerse con los móviles de última generación, y una sola palabra garabateada en el espacio en blanco: «Léelo».
Cuando levanto la vista, la veo enfilar, sin mirar atrás, el camino de salida, al ritmo cadencioso de unas caderas de dibujos animados. Me asaltan demasiadas dudas para un momento tan breve. Se mueve dándome la espalda, diseñando un perfecto bamboleo. Ni un poquito más ni un poquito menos de lo justo y necesario. Me inclino sobre el micrófono e intento darle un tono diferencial a mi voz que merezca una respuesta antes de que desaparezca.
—Quiero pensar que esa preciosidad que huye es debido a que prefiere los blancos del Mosela a los tintos catalanes…
Hace una ligera pausa, tiene la mano ya agarrando el pomo de la puerta de salida. Se mira los pies un instante, gira el cuello hacia mí y me dedica en la distancia una mirada breve y fría, con la que me hace saber, del todo, que no va a dejarme nada más que una carta codificada y escueta, desde la absoluta indiferencia que me muestra y nos separa.
Señor Borau:
Me complace hacerle llegar, a través de la lectura de este código, la invitación a una pequeña cata privada en la que habrá ocasión de exponerle los planes que tenemos para usted.
El propósito de tal evento no es otro que el de presentarle una oferta laboral. Me permito avanzarle que, si decide aceptar, estará ante un trabajo acorde a su acostumbrada praxis profesional, de obligada discreción y muy bien remunerado.
Estoy seguro de haber captado su atención y confío en verlo muy pronto. A lo largo de los próximos días, uno de nuestros contactos se comunicará con usted para darle los detalles del encuentro.
MW:.

2

Barcelona, Ciutat Vella, febrero de 2013
Podría dejarle al gordo de la barra la marca del cañón de la pipa justo encima de su única ceja. Sería la manera más rápida de saber si hay algo por lo que debo temer en una noche de gatos tan pardos. Tal vez, incluso, conocería de antemano qué coño hago aquí, en una vinatería retro de la Barcelona más ajada, y descartaría de un plumazo, plis plas, más de una elucubración pueril de esas que acostumbran a pasárseme sin más remedio, de vez en cuando, por mi inquieta quijotera. No. Por ahora voy a descartar esa posibilidad. De hecho, me conozco bien y sé que dejarme llevar acostumbra a ser la opción menos inteligente de cuantas tengo a mano. Mejor pido un vino. «Tinto, por favor.» Y me siento en una de las pequeñas sillas que hay en la mesa que cae más cercana a la barra. El local es largo y estrecho. Al recorrerlo con la vista, dejo atrás la sinuosidad de las calles del Call, que juntan los tejados cerrando el cielo nocturno, huérfano de luna. La oscuridad, rota por las farolas antiguas de ahí fuera, ahora me inquieta. Es un mal pálpito. El camarero traga saliva y gruñe mientras se vuelve con desgana usando un sacacorchos de dos tiempos. Puedo atisbar desde aquí el hedor a manchego que desprende, y me repugna. No me faltan ganas de hacerlo sudar un poco más, esta vez de miedo, hasta que pague cada gota de saliva que ha malgastado mientras me pasaba el escáner, desde los tobillos hasta la barbilla, deteniéndose concienzudamente en el área de mis tetas. Chicas, creedme, no hay mayor espectáculo que un baboso asustado. Pero no estoy ahora para perder el tiempo adoctrinando por vía expeditiva. Así que me centro en mi objetivo. Evito seguirlo con la mirada mientras me percato de la evolución de este tipo de locales. Hace unos años, calibrabas la posibilidad de que el vidrio de los vasos se adhiriera por contacto a la suciedad incrustada de la barra. Y, a la hora de pedir, elegías entre las dos únicas opciones disponibles. Blanco o tinto. Nada más. Ahora te sirven copas finas y grandes, con posavasos, y te examinas de cultura general, jugándote el prestigio social, al escoger una denominación de origen descrita en una carta forrada en piel.
Me siento, busco los papeles y me dedico a repasar la situación. Me noto estremecer ante el crujir de la puerta cuando se cierra con inercia cansina. Súbitamente, caigo en la cuenta de que la ubicación que he escogido va contra la lógica elemental de la más mínima seguridad. Estoy en medio del paso, más o menos cercana a la entrada que queda tras pasar una barra alargada, pero de espaldas a ella. Cualquier colega en su sano juicio habría preferido un buen sitio donde recostar la espalda contra la pared, la profesión obliga, y tener la vista despejada ante la eventual llegada de im...

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