Inconsciente y emergencia ambiental
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Inconsciente y emergencia ambiental

Reflexiones para una agenda común entre psicoanálisis y ecología

Cosimo Schinaia

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Inconsciente y emergencia ambiental

Reflexiones para una agenda común entre psicoanálisis y ecología

Cosimo Schinaia

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El psicoanálisis es un recurso imprescindible para profundizar en el estudio de los mecanismos de defensa individuales y comunitarios que impiden la toma de conciencia plena y madura acerca de la grave crisis ambiental. Ante la evidencia objetiva de los daños ocasionados pero también de los que potencialmente podemos causar, aun a sabiendas de su magnitud y peligrosidad, nos resulta difícil tomar consciencia emocionalmente, más que cognitivamente, de lo que sucedió, de lo que está sucediendo y lo que aún puede suceder. Resulta imposible hablar de un imaginario individual sin considerar el imaginario colectivo, que lo subyace y lo impregna, en una relación de codeterminación recíproca. Y no podemos confiar en la imagen de un entorno que sea solo un afuera desconectado de la representación que de él tenemos internamente. El libro, que Lorena Preta define como necesario, se propone iluminar las confusas investiduras afectivas y las angustias que sostienen defensas patológicas como la proyección, la represión, la intelectualización, la escisión, el desplazamiento y la negación, en un entretejido de reflexiones acerca de las historias y las narraciones individuales que cobran vida en el consultorio y el imaginario colectivo.

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Information

Year
2020
ISBN
9789878362083

Capítulo 1

Breves notas sobre las principales etapas del proceso de oposición a la emergencia climática

Nuestra tarea es elegir las ventajas del progreso sin caer en sus riesgos.
Jared Diamond, 30 años para salvar el planeta
El 6 de diciembre de 1988 la Asamblea General de las Naciones Unidas aprobó por unanimidad una resolución sobre la “Tutela del clima global para las generaciones presentes y futuras de la humanidad”. Sobre esta resolución se construyó todo el proceso general que llevó con los años a la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambios Climático de 1992, al Protocolo de Kioto de 1997, ratificado por 192 países, a la Conferencia sobre el Clima de Copenhague en 2009, en la cual las potencias con economías en vía de desarrollo y con abundantes recursos naturales –recursos estratégicos− como China e India, asumieron una actitud reivindicativa, reclamando más tiempo y no aceptando ponerse en el mismo plano que las potencias occidentales, responsables durante dos siglos de una industrialización salvaje y de la devastación del medioambiente.
El texto aprobado por 196 países en la Conferencia sobre el clima en París en 2015 parte de un presupuesto fundamental: El cambio climático representa una amenaza urgente y potencialmente irreversible para las sociedades humanas y para el planeta.
Reclama, por lo tanto, “la máxima cooperación de todos los países” con el objetivo de “acelerar la reducción de las emisiones de los gases que causan el efecto invernadero”. Para entrar en vigencia en el 2020, el acuerdo debe ser ratificado, aceptado o aprobado por al menos 55 países, que representan en conjunto el 55 % del total de las emisiones mundiales de gases que provocan el efecto invernadero.
El acuerdo prevé:
  • Mantener el aumento de la temperatura media mundial muy por debajo de 2° C. En la Conferencia sobre el clima de Copenhague del 2009, los casi 200 países participantes se pusieron el objetivo de limitar el aumento de la temperatura global respecto a los niveles de la era preindustrial. El Acuerdo de París establece que este aumento está “bien por debajo de los 2°centígrados”, esforzándose hasta detenerse en +1,5°. Para alcanzar el objetivo, las emisiones deben disminuir a partir del año 2020.
  • Consenso global. A diferencia de hace 6 años, cuando el Acuerdo se había estancado, ahora adhirió todo el mundo, incluidos los 4 más grandes contaminadores: además de Europa, también China, India y los Estados Unidos se han comprometido a recortar las emisiones.
  • Controles cada 5 años. El texto prevé un proceso de revisión de los objetivos que deberá realizarse cada 5 años. Ya en el 2018 se pidió a los Estados aumentar los cortes de emisiones, para llegar preparados al 2020. El primer control quinquenal será, pues, en el 2023 y seguirán a partir de allí.
  • Fondos para energía limpia. Los países de la vieja industrialización erogarán 100 millones por años (desde el 2020) para difundir en todo el mundo las tecnologías verdes y “descarbonizar” la economía. Un nuevo objetivo financiero será fijado a más tardar en el 2025. Podrán contribuir también fondos e inversores privados.
  • Reembolsos a los países más expuestos. El Acuerdo aprueba un mecanismo de reembolsos para compensar las pérdidas financieras causadas por los cambios climáticos en los países geográficamente más vulnerables, que a menudo son también los más pobres.
  • El principio de equidad climática. Los países ricos deberán descender a 0 emisión en el período de 12 años partiendo de las emisiones actuales, de modo que los países más pobres puedan en compensación elevar los estándares de vida, dotándose de infraestructuras, como rutas, hospitales, redes eléctricas e hídricas.
En ocasión de la Cumbre del G20 de septiembre de 2016 en Hangzhou, los alcaldes de las ciudades más importantes del mundo dirigieron un llamado a los líderes nacionales para enfrentar juntos la amenaza global de los cambios climáticos y para construir un mundo basado en una economía con bajas emisiones y con seguridad climática. Los presidentes de China y de Estados Unidos −y posteriormente la Comunidad Europea− anunciaron la adhesión formal al Acuerdo de París, por lo cual, antes del 2020, tal como fue previsto en el 2015, se da por descontado que el plan será aprobado por más de 55 países. Menos mal, porque, en el 2015, por segundo año consecutivo, se comprobó que la economía mundial creció sin haberse registrado al mismo tiempo un aumento de las emisiones globales de CO22. La organización mundial de la ONU para la meteorología registró una cantidad estable de anhídrido carbónico en la atmósfera superior al umbral psicológico de 400 partes por millón. Esto quiere decir que la masa de CO2 producida en los últimos años comenzó a disminuir, pero no lo suficiente como para que pueda ser reabsorbida por los llamados carbon sinks, los tanques naturales, tales como los océanos y los bosques capaces de removerla de la atmósfera. Según el IV Informe del IPCC (organización internacional dependiente de la ONU que monitorea los resultados de la climatología) con una cantidad de CO2 en la atmósfera igual a 450 partes por millón es lícito esperar un aumento de la temperatura igual a 2,1º, mientras que para llegar a 1 solo grado de calentamiento deberíamos detenernos en una cuota de 350 ppm. Para evitar alterar el clima más allá de lo razonable, la cantidad de anhídrido carbónico presente en la atmósfera debe estabilizarse antes del 2030.
En 2017, la nueva administración Trump de los Estados Unidos puso en discusión la aprobación del Acuerdo de París, mediante la cancelación del Clean Power Plan de su predecesor Barack Obama (que preveía la restricción de las emisiones industriales), la reducción de las centrales a carbón y el rechazo a firmar la declaración conjunta sobre el clima en el G7 de energía de Roma.
Para la postura adoptada por Donald Trump pueden valer las palabras de Paul Hogget (2013):
“En las primeras fases de toda investigación científica […] el escepticismo juega un rol constructivo en la búsqueda de pruebas sólidas. Pero una vez que los resultados son científicamente evidentes, entonces la postura del escéptico se transforma en una testaruda obstinación en la afirmación de cuanto es falso e irracional, o sea, se transforma en perversa. […] El recurso de la ciencia climática en la utilización de estimaciones sobre las tendencias futuras permite al escéptico valerse de eventuales imperfecciones para atacar la verdad. Para el escéptico las estimaciones son sólo eso, no son pruebas. Se solicita la verdad absoluta y, en su ausencia, el valor de verdad resultante de la evidencia y de las teorías es anulado.”
El escepticismo lleva perversamente a la simplificación de los problemas y, por lo tanto, a un relativismo reduccionista, para terminar en el verdadero y auténtico negacionismo climático, que transforma las mediciones científicas en suposiciones no probadas, en conjeturas fantasiosas. En apoyo del negacionismo climático se propuso la tesis según la cual existirían regulares oscilaciones cíclicas de la evolución de las temperaturas. El historiador Emmanuel Le Roy Ladurie (1967) define como “poseídos por el demonio de la ciclomanía” a los defensores de estas tesis, que se demostraron científicamente equivocadas.
Sin embargo, la Unión Europea, China y muchas de las principales economías permanecen fieles al Acuerdo de París, junto al uso creciente de las energías renovables y a la rentabilidad de la llamada green economy (Jamieson y Mancuso, 2017). En cambio, el nuevo presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, también él con acentos negacionistas, autorizó nuevos y peligrosos proyectos de deforestación.
La Conferencia sobre el clima de Katowice en 2018, sin embargo, evidenció una notable diferencia entre los objetivos suscriptos en París (evitar el crecimiento de la temperatura que supere el umbral de 2 grados respecto de la era preindustrial) y los compromisos suscriptos voluntariamente por los gobiernos y, por lo tanto, no fueron establecidas reglas para el mercado del carbono3 después del 2020. La trayectoria actual lleva al riesgosísimo aumento de más de 3 grados. Se hizo idea y se transformó en un lugar común que la protección del medioambiente frena el crecimiento, castiga ocupaciones y empobrece a los más pobres. Para algunos discursos, esto podría corresponder a la verdad si, junto con las investigaciones sobre energías renovables, el auto eléctrico y las nuevas tecnologías sostenibles, no se incluyeran soluciones concretas para quien se convierte en víctima del abandono de las energías fósiles.
El informe del Comité Científico de la ONU (IPCC) presentado en Ginebra en 2019 se centra en la relación entre el cambio climático y la salud del suelo, mostrando que cerca de un cuarto de las emisiones de gas con efecto invernadero deriva de un mal uso del suelo, por lo cual es necesario reducir la deforestación, incrementar la reforestación y la forestación (la creación de nuevos bosques, que además, por el proceso de fotosíntesis, favorece el enfriamiento de la atmósfera) y también practicar una agricultura sostenible para consumir menos suelo, teniendo en cuenta que el consumo hídrico para el riego de campos es igual al 70 % del total del consumo humano de agua dulce. Además, propone el paso a una dieta predominantemente vegetal, o sea, conformada por una mayor cantidad de frutas y verduras, cuyo cultivo tiene bajas emisiones de carbono y una menor cantidad de carne roja, por la notable producción de metano, gas de efecto invernadero, en gran parte eructado, pero sobre todo exhalado y transferido en los excrementos, en la crianza (sobre todo en las explotaciones industriales intensivas) por causa de los procesos digestivos principalmente de los bovinos.4 El IPCC estima que del 25 al 30 % del alimento se pierde o se tira, y desde el 2010 al 2016 esto contribuyó del 8 al 10 % del total de la emisión de gases con efecto invernadero producidos por el hombre.
En diciembre de 2019, la ONU organizó en Madrid la Cop25, conferencia que protagonizaron los representantes de cerca de 200 países, quienes debían presentar juntos los caminos elegidos para mejorar las estrategias contra el recalentamiento global a partir de 2020, decididas antes del Protocolo de Kioto y después del Acuerdo de París (2015). Las principales medidas para alcanzar el ambicioso objetivo de reducir a cero las emisiones antes del 2050 consistirían en abandonar los combustibles fósiles, facilitar los fondos para los países en vía de desarrollo, revidar el plan de transporte automovilístico, aéreo y marítimo por medio de un riguroso plan de “descarbonización” energética, incluso a través de los smart grids (redes digitales inteligentes). Lamentablemente no se alcanzó ningún acuerdo sobre las medidas prácticas a adoptar para el cumplimiento de los objetivos prefijados, lo que confirma la extendida subvalorización de los problemas.
Siguen apareciendo enfermedades que migran como viajeros sin paz desde sus originarias regiones tropicales, desde países pobres y remotos, donde son endémicas, a nuevos lugares en los que se adaptan y echan raíces como si fueran residentes en los recientes hábitats que conquistan. Ya no es necesario ir a África para contagiarse la malaria ni, por dar un ejemplo menos dramático, nadar en el océano Atlántico o Índico para encontrar coloridos peces desconocidos que atraviesan el agua junto a nuestro róbalo perdido, desconcertado por estos encuentros cercanos, como podría estar el hombre frente a una invasión de extraterrestres. (Preta, 2017).
Los humanos somos 7.000 millones de personas (de un 1.900.000 que éramos en 1900) y se dice que seremos 9.000 millones en la mitad de este siglo. A pesar de los significativos progresos de los últimos 15 años, el acceso al agua potable limpia y segura es un objetivo inalcanzable para gran parte de la población del mundo.
En el 2015, 3 personas sobre 10 (2,1 millones) no tenían acceso al agua potable y 4,5 millones de personas, igual a 6 sobre 10, no tenían servicios higiénicos seguros. Lo revela el último informe de la Unesco sobre desarrollo hídrico global en el título “Ninguno sea dejado atrás”, publicado con ocasión de la Jornada Mundial del Agua, convocada por la ONU el 22 de marzo de 2019.
Las muertes anuales por polución ambiental son de 5 a 6 millones en el mundo. Un artículo publicado en la revista The Lancet (Landrigan et al., 2017) con la firma de la misma The Lancet Commission on Pollution and Health (un proyecto bienal que involucró a más de 40 autores de varios países del mundo) afirma que las muertes prematuras debidas al agua contaminada y al aire sucio en el 2015 han sido 9 millones. La exposición al aire, al agua y al suelo contaminado mata más personas que la obesidad, el alcohol, los accidentes viales y la desnutrición. Los niños son los más golpeados y afrontan los riesgos más altos porque son víctimas de enfermedades permanentes, discapacidades y muertes que pueden surgir también por breves exposiciones a las sustancias químicas contaminadas en el útero y en la primera infancia.
El informe de 250 científicos de 70 países, el Global Environment Outlook, presentado en la Asamblea de la ONU para el Ambiente en Nairobi en 2019 dice que un muerto prematuro sobre 4 en el mundo se debe a las decadentes condiciones ambientales de la región en la que vive. El riesgo para la población que debe abandonar la propia tierra, sujeta a una progresiva desertificación por eventos meteorológicos extremos, es hoy el 60 % mayor que hace 40 años. La Organización Internacional para la Migración (IOM) calcula que los llamados migrantes climáticos serían hoy 25,3 millones, estimando en 143 millones para el año 2050. Los refugiados ambientales, sobre todo por el aumento del nivel de los mares, causado por el descongelamiento de los hielos y por el aumento de la temperatura del agua, factores que determinan la erosión de extensos tramos costeros, son el triple de los provocados por conflictos armados y están en continuo aumento. En general, el 9% de las migraciones de los últimos 10 años han sido provocadas por motivos ambientales, por cuanto las poblaciones autóctonas dependen más directamente para su subsistencia de los equilibrios en el ecosistema y quien huye de los desastres ambientales está hoy forzado a vivir en la clandestinidad y en la pobreza y, además, a ser sostenido como el enemigo universal, lo siniestro freudiano, cuya culpa consiste en que...

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