Cuaderno de un profesor
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Cuaderno de un profesor

Alberto Royo

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Cuaderno de un profesor

Alberto Royo

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La práctica docente en las escuelas suele ser cuestionada, analizada y –a veces– elogiada. Pero casi nunca es narrada, y mucho menos por sus protagonistas, los docentes. No es frecuente que uno de ellos comparta abierta y humildemente, de manera realista y en detalle, qué es lo que ocurre dentro de un aula. En este sentido, el testimonio de Alberto Royo –"un músico que enseña música", como él mismo se define– es de un valor incalculable.Gracias a este personal diario, asistimos como espectadores privilegiados a las clases de música en un instituto de enseñanza secundaria durante todo un ciclo lectivo, a la vez que participamos de las reflexiones del autor sobre cuestiones de tanta actualidad en el debate educativo como las nuevas tecnologías, la utilidad de los exámenes, la inclusión y el valor del conocimiento.Tras la protesta enérgica de Contra la nueva educación y la reflexión más sosegada de La sociedad gaseosa, el autor nos ofrece en este nuevo libro un cuaderno de notas que refleja con sinceridad sus desvelos, inquietudes y, desde luego, sus pequeñas grandes satisfacciones como profesor de música en una escuela secundaria.

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Information

Publisher
Plataforma
Year
2019
ISBN
9788417622619

Cuaderno de un profesor

1

Tengo nuevo destino. Me traslado a un instituto algo más cerca de casa. Es un edificio bastante moderno, de los tiempos en los que, me dicen por aquí, «aún había dinero». A priori, las condiciones son favorables para estar a gusto y trabajar cómodamente (entiéndaseme la expresión y no olvide nadie que esto es la enseñanza secundaria). No hay clases todavía, pero sí reuniones. El primer día, Comisión de Coordinación Pedagógica,4 a la que asisto como jefe de mi departamento. Ambiente agradable. Gente normal. Surge un tema delicado: las guardias de recreo. «Los chiquillos», que si fuman, que si los porros, que si tenemos una responsabilidad (los profesores, digo). Ay, la convivencia… Que si llevar a los expulsados a un sitio llamado «sala de expulsados» está feo, que si hay que ser positivos (¿acaso se expulsa a un alumno por hacer algo bueno?), que si el lenguaje… Una profesora, temeraria ella, apunta (sarcástica) la idea de sustituir «sala de expulsados» por «sala del unicornio». Me gana. Otro profesor, divertido, propone «sala de los eufemismos». Buen comienzo.

2

Reviso materiales y me acostumbro a los espacios. Entro en el aula de música para imaginar que enseño. Pienso en qué alumnos tendré. Me propongo refinarlos.5 Sí, refinarlos y contagiarles una pequeña parte de mi amor por la música. En el viaje de ida, pongo en Radio Clásica unas canciones de Strauss y Hugo Wolf que nunca había escuchado. Son deliciosas. ¡Cuánta música por conocer todavía! ¡Y la poca que conocen mis alumnos! Tengo mucho que hacer. Pongo un disco de Robert King. Suena fresco sin ser estrambótico. Me acuerdo del «histericismo musical» y valoro a los pioneros que no han perdido la cabeza como los «innovadores de la innovación». En clase, compruebo el proyector. No funciona. Intento resolverlo yo porque el primer día no es buena idea pedir ayuda por algo tan estúpido. ¡Y ya lo creo que era estúpido! Una hora después de tocarlo absolutamente todo, encuentro junto a la ventana un interruptor en el que pone en letras grandes y nítidas: «SONIDO». Ya se escucha la grabación de prueba que había llevado para evitar sorpresas desagradables: «Un sarao de la chacona», del compositor barroco Juan Arañés, en la versión de Los Músicos de Su Alteza, de mi admirado Luis Antonio González. Me sumerjo después en el inframundo de la burocracia. No queda otra. Soy profesor. Y los profesores, hoy, tenemos que asumir más burocracia de la que nos es útil. No pasa nada. Me familiarizaré solo lo indispensable, sin llegar a cogerle cariño. Lo importante, lo decisivo, es la música. La música y mis alumnos. Esta tarde revisaré las audiciones y el repertorio. Luego, haré una tortilla de patatas, que ya es viernes.

3

A dos días para el comienzo de las clases, en el claustro recibimos la noticia de que la «sala de expulsados» no se llamará, maldita sea, «sala del unicornio». Tampoco «sala de los eufemismos». Nadie sabe cómo ni cuándo, pero decidido está: será el «aula de trabajo». La denominación no me gusta nada porque, aunque por desgracia coherente con la consideración posmoderna de que la escuela es un lugar para buscar la felicidad y no para aprender, parece dar a entender que el aula ordinaria no es un espacio de trabajo, sino de holganza y relax, porque el «trabajo» se reserva para la sala de… en fin, para la sala. Dedico casi toda la mañana a cuestiones burocráticas desde una perspectiva optimista, confiando (aunque poco) en que esta labor ayude en mi desempeño docente y evite suspicacias y problemas cuando lleguen, que llegarán, no lo duden, las reclamaciones. Repaso con detalle cuanto está escrito en la programación, examino cada apartado para asegurarme de que es preciso y refleja lo que quiero que refleje, resumo y entresaco la información más relevante para que mis alumnos sepan con claridad qué les voy a enseñar, qué les voy a exigir, cómo pienso trabajar y de qué forma los voy a evaluar. Sugiero a mis compañeros de departamento algunos cambios y matizaciones. «La actitud —les propongo— no puede contar tanto.» No puede ser un premio comportarse correctamente. Ha de ser una exigencia. Un requisito. Están de acuerdo. Recurro a palabras trasnochadas: «modales», «civismo», «disposición». Y modifico porcentajes. Hago un ejercicio de ingenio (lo intento, al menos) para cumplir la legalidad con espíritu crítico (¿críptico?), disimulando mis quejas entre palabrería y normativa, y apelo a la libertad de cátedra asumiendo solo en la teoría los dogmas del pedagogismo y tratando de cumplir incumpliendo. O de incumplir cumpliendo. Estándares de aprendizaje, competencias básicas, ¡previsión de aprobados de alumnos que no conozco! ¡¡Somos pitonisas, ahora!! Visito la cafetería. El café está rico (no es asunto baladí, visto el horario y la carga horaria de los lunes —«pleno al quince», diría un futbolero jugador de quinielas—, pero también es verdad que rara vez paso más de dos veces en el curso por la cafetería). En el coche, escucho un disco de guitarra: Göran Söllscher y arreglos de los Beatles. Arreglos magníficos, especialmente los de Takemitsu («Here, there and everywhere»), pero el sonido duro de Söllscher resta algo de placer a la escucha. Mañana, me desquitaré con La Venexiana y los madrigales de Monteverdi. Mejor ir a lo seguro. Debo preparar la primera clase. Tengo ya listas las normas que entregaré a todos los alumnos. Esta vez me han salido diecinueve. A quien le parezcan demasiadas, le permitiré sustituirlas por las dos normas únicas del gran Ricardo Moreno Castillo. «Primera norma: el profesor siempre tiene razón. Segunda norma: si el profesor no tiene razón, se aplica la norma uno».

4

Madrigalesco y monteverdiano, llego al instituto con el tiempo justo para acudir a una nueva reunión, esta vez para que se nos informe sobre las características de los alumnos con necesidades específicas. Juraría que en un grupo de primero tengo más alumnos con TDAH6 que los diagnosticados en la provincia de Soria. ¿Qué está pasando? Hay alumnos que no solo tienen TDAH, sino que sufren, dicen, «inatención» (terminaríamos antes contando los alumnos que no la sufren). Tras la reunión, y después de unas pocas tareas burocráticas más, supuestamente necesarias para el ejercicio de la profesión, me encuentro sumido en unas profundas reflexiones sobre esos seres a los que intentamos enseñar. Unos los llaman «alumnos»; otros, inclusivos y concienciados, «alumnos y alumnas»; hay quien prefiere invertir el orden: «alumnas y alumnos»; también hay los que optan por el genérico (y malsonante) «alumnado», e incluso los partidarios de la alternativa más penosa: «alumn@s». Y luego están los que hablan de «chavales», «muchachos», «niños» o «chiquillos». Yo apuesto por una palabra, lo sé, obsoleta, anticuada, demodé (¡hasta decir «demodé» está pasado de moda!): «estudiantes». ¿Por qué? Porque estudiante es el que estudia. El significado original de este vocablo, procedente del latín, era aún más hermoso: dedicarse con atención a algo, estar deseoso, realizarlo con afán. «Alumno», sin embargo, se refiere al niño de pecho que (literalmente) ha de ser alimentado, aunque pasó más tarde a extenderse al alimento intelectual. En cualquier caso, reivindico la palabra «estudiante» por sus indudables connotaciones educativas, en el mejor sentido: el que estudia, el que se afana, el que está deseoso… y no espera a ser alimentado, sino que busca alimento y nutrirse por sí mismo. Y en estas estoy, pensando sobre el lenguaje y sus riesgos,7 cuando recuerdo que más vale que me apunte en alguna parte (mala memoria la mía, por eso la defiendo tanto) que tengo que hablar con el conserje (perdón, con un miembro de la «comunidad educativa») para pedirle unas fotocopias, no sea que se me eche el tiempo encima.

5

Hoy he vuelto a emocionarme, en el trayecto hasta el instituto, con el tercero de los Conciertos de Brandeburgo, tan vital, tan franco, tan electrizante. Ocurre con los clásicos, sobre todo con los genios, que nunca dejas de deleitarte con su obra, por muchas veces que los hayas escuchado, contemplado o leído. Como con el conmovedor adagio del concierto para oboe y violín, que lo reafirma a uno en su postura sobre la frivolidad con que algunos demandan que los profesores enseñemos educación emocional… cuando podemos enseñar a Bach.8 La interpretación, de un grupo espléndido: Café Zimmermann, llenos de frescura y brío sin excentricidad. Y Bach… Bach es perfecto y, al mismo tiempo, sorprendente.
He podido dejar a los niños en el colegio antes de marcharme. Era el primer día y he acompañado a mi mujer para disfrutar los cuatro de la inauguración del nuevo curso. Se han quedado contentos, lo suficiente como para no preocuparme («Los niños tienen que ir a la escuela felices», dicen. «Espero que lo sean más en casa», suelo pensar yo).
Ya en el centro, una de las impresoras estaba estropeada. Las colas en la segunda, al lado de la sala de profesores, me han permitido charlar con algunos compañeros y aprender de paso el funcionamiento de la máquina para próximas ocasiones. He dedicado un rato a asegurarme de que en el aula de música no quedaba ni un solo mural (he retirado casi con saña uno de Shakira). ¿Qué quieren? Todos tenemos nuestras fobias. Y una de las mías es esta: los murales. No en mi aula.
El resto de la mañana lo han completado dos reuniones más (espero que baje el ritmo cuando iniciemos las clases) y un nuevo horario personal (por un error que ha condicionado los demás) y que, como suele ocurrir, es peor que el primero. Por la tarde, he hablado con mi amigo F., versado en la educación especial, sobre unos alumnos de UCE,9 que estarán integrados en uno de mis grupos de primer curso. Seguro que será una dificultad añadida; no estoy habituado a trabajar con este tipo de alumnos. Me lo tomo como un desafío y pienso poner todo de mi parte para ayudar a estos chicos por medio de mi asignatura, sin desatender a los demás, aunque será inevitable que el conjunto se vea afectado. Veremos. Mañana empiezan las clases.

6

No he descansado bien, algo inquieto por el comienzo de curso. Solo he tenido una clase. De primero. Me he quedado sin presentarme a ningún tercero porque han estado mucho tiempo en sus aulas con los tutores. La «acogida», ya saben. Este grupo es el único en el que tengo desdoble. Pero tiene trampa, no crean. Debo repartirme con una compañera a los alumnos «corrientes» y a los de UCE. El reparto lo hacemos «al azahar», que diría aquel. Total, ¿qué sabemos sobre la mejor manera de agruparlos si ni siquiera los hemos visto?
Me ha tocado hacer guardia de recreo. No es mi obligación hacerla, pero, como tantas otras tareas, la acepto pensando en el bien común. Fue una decisión del claustro, al menos, y no una imposición de la Administración, y confío en el nuevo equipo directivo, con ideas y ganas de trabajar. Así que no protesto. «La convivencia —me cuenta el jefe de estudios— ha mejorado mucho» desde que se organizaron estas guardias. Sea, pues. Más labores burocráticas, en esta ocasión necesarias, y, por fin, el estreno con el grupo de primero en el que se encuentran los alumnos de UCE. Un grupo ¿tranquilo? (no lo repetiré hasta estar seguro, por si acaso). Les he hablado de mí (poco), de mis convicciones (más) y de la necesidad de confiar en nosotros, los profesores, del esfuerzo y de cómo por medio de la música se pueden desarrollar hábitos imprescindibles y mejorar el gusto y la sensibilidad… He interpretado un poco el papel de «señor circunspecto», sobre todo al principio, aunque he ido relajando el rictus y soltando cuerda conforme iba notando que el clima en clase se acercaba al ideal. A los alumnos de UCE les he hecho algunos guiños y me he mostrado con ellos algo más cercano, manteniendo en lo posible una distancia general con todos que entiendo apropiada. He tratado de presentarles mi asignatura con entusiasmo y seriedad, de hacerlos responsables («Estáis en el instituto. No esperéis que yo me encargue de revisar vuestros cuadernos. Eso es cosa es vuestra»), de convencerlos de que no voy a exigir un oído prodigioso, una voz privilegiada o una habilidad instrumental fabulosa, sino interés y voluntad. He distribuido la evaluación inicial («¿Es para nota»?, «No, en absoluto. Solo es para hacerme una idea del nivel del que partimos todos», «¿Y si no sé nada»?, «Pues así sabré que no sabes nada. Más margen de mejora tendremos», «Es culpa de la profesora del año pasado, que no nos enseñó nada», «Los principales responsables de no saber nada sois vosotros. Poned de vuestra parte. Yo os ayudo»), que nada más llegar a casa he mirado por encima, sin fijarme demasiado, pero lo suficiente para comprobar que apenas saben leer una partitura, como por otra parte esperaba. El tiempo de clase ha pasado rápido y nos hemos despedido hasta el día siguiente. En el coche, Christian Zacharias y el Cuarteto de Leipzig tocan el quinteto La trucha de Schubert. Zacharias frasea con gracia y naturalidad. También en el viaje de regreso, una partitura inédita para mí que me ofrece Radio Clásica: el concierto para violín y orquesta de Samuel Barber, con Itzhak Perlman. ¿Cómo definirlo? ¿Bestia parda? El sonido es grueso, carnoso. Y, en cuanto a la música, conozco poco la obra de Barber, aparte del célebre adagio que usó Lynch en su película El hombre elefante. Este concierto para violín tiene un fantástico clímax y es de un lirismo maravilloso.
Mañana volveré a la carga con los primeros y debutaré con uno de los terceros. Pienso hablarles de lo importante, de lo apasionante, que es aprender. Me inspiraré en Machado («No olvidemos —dijo don Antonio— que la cultura es intensidad, concentración, labor heroica y callada, pudor, recogimiento antes, muy antes, que extensión y propaganda». Y también: «El hombre que sabe hacer algo de un modo perfecto —un zapato, un sombrero, una guitarra, un ladrillo— no es nunca un trabajador inconsciente, sino un artista que pone toda su alma en cada momento de su trabajo. A este hombre no es fácil engañarlo con cosas mal sabidas o hechas a desgana»). Ya habrá tiempo, si no queda otra, de rebajar las expectativas. Me inspiraré en Machado, pero también en mi amiga y compañera de profesión M. L., que me dijo una vez que siempre había tenido en cuenta dos cosas al comenzar un curso: no acostarse nunca pensando que podía haberse esforzado más e intentar dar cada clase como si fuera la primera. Ya he corregido las pruebas iniciales de primero para ver si es indispensable (lo es) enseñar antes que nada unas mínimas nociones del lenguaje musical. Preparo material por la noche. Toca sentar las bases.

7

Los «primeros», a qué negarlo, nunca han sido mi debilidad. Son infantiles y no suelo encontrarme del todo cómodo. Que sean infantiles es lógico, si pensamos que esta edad era, no hace tanto tiempo, propia del colegio y no del instituto. Normalmente llegan inseguros, excepto los que se esfuerzan por llamar la atención (que en el fondo son aún más inseguros que los otros), y no resulta difícil hacer el papel de hombre serio e intimidarlos. Tampoco en exceso, no se me asusten. Ni conviene ni es posible en estos tiempos. Me han parecido buenos chicos, en general. Buenos chicos, pero muchos, claro, porque los músicos que decidimos transmitir lo que sabemos en la enseñanza general no nos merecemos, s...

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