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Prefacio
Estos textos surgen del cuestionamiento provocado por el movimiento feminista inicialmente popularizado en Estados Unidos con el hashtag #metoo, luego globalizado y traducido de distintas maneras, y por la inaudita lucha feminista que se inició en Chile en 2018.
Los dos fenómenos no necesariamente han de ser identificados entre sí. En Chile, el feminismo estaba agarrando fuerza desde hace varios años y desde una historia propia. Sin embargo, aun en sus diferencias, estos fenómenos se inscriben en una suerte de trama común, quizás en un momento histórico común (y esta será una de nuestras preguntas): desde 2018, el feminismo no se ha caracterizado principalmente como un movimiento emancipador o por impulsar la perspectiva de una revolución sexual. Ya sea en Estados Unidos o en Chile, en 2018 se ha inaugurado la idea de una revolución feminista, es decir, de una lucha que implicaría un cambio total y desde una acción que tendría un efecto global. Asimismo, cuando desde Hollywood, esto es, desde la industria cinematográfica norteamericana, se escuchó «Time’s up», se estaba literalmente dando inicio a otros tiempos. «Time’s up» no es un mero eslogan destinado a despertar momentáneamente las conciencias o las emociones. Es una consigna, una «palabra de orden» –en el sentido militante del término– destinada justamente a cambiar el orden de las cosas, e iniciar así un proceso revolucionario. Que estas palabras hayan sido proferidas desde un contexto sumamente problemático, como lo puede ser Hollywood, no cambia nada. El punto es que, por los tiempos en los que estamos, por la tecnología de la que disponemos y que nos constituye como «tales» (en cuanto seres humanos, máquinas, animales), quizás por las redes sensoriales que están emergiendo, forjando nuevas percepciones y emociones, «Time’s up» implicó pasar del tiempo de la emancipación al tiempo de la revolución. Del mismo modo, cuando desde las calles de Santiago, de Concepción, de Valparaíso, de todo Chile, se escuchaba «la revolución será feminista o no será», se estaba literalmente reconsiderando el conjunto de la historia. En efecto, si «la revolución será feminista o no será», entonces la historia, en cuanto forjada por ideas revolucionarias, aún no se ha dado; la revolución aún no ha sido pensada como debiera; los tiempos nuevos aún no se han iniciado.
Es cierto que «Time’s up» y «la revolución será feminista o no será» podrían ser nada más que palabras. ¿Cuántas veces a uno se le ocurre decir «¡esto se terminó!» sin que nada termine? (¡Esto suele ocurrir cuando los padres buscan poner límites a los niños!). Sin embargo, la especificidad de estas palabras de orden es que precisamente no indican un mero fin, sino también un inicio. Mejor dicho, no apuntan solo al tiempo del fin, sino también al inicio de otros tiempos. El efecto performativo de las consignas del –o de los– movimiento(s) feminista(s) que agarraron luz y voz en el 2018, se debe en parte a esta dimensión de apertura a otros tiempos. Esto es, de hecho, lo que caracteriza la revolución: no solo la promesa de lo nuevo, sino también la lucha por una humanidad o incluso un orden mundial (humano, animal, tecnológico, ecológico) nuevos. Esto entonces emparenta la(s) revolución(es) feminista(s) a otros movimientos revolucionarios. Es lo que hacía falta, de manera crucial, en nuestro panorama político. Podíamos presentir que algo debía terminar; no conseguíamos imaginar nada enteramente nuevo. Podíamos (con pena a veces) ver nuestras subordinaciones a formas de enajenación inhumanas: no conseguíamos articular esta conciencia crítica a una esperanza. Ahora bien, por problemáticas que puedan parecer ahora, las grandes luchas políticas siempre han sido llevadas a cabo desde perspectivas esperanzadoras. Cuando el pueblo sale a la calle gritando y bailando, es que su propio sufrimiento lo lleva más allá de lo que lo hunde en un presente sin futuro (pensemos en las palabras que Marx manda a Ruge en 1843: «No digo que tenga demasiada confianza en el presente; y si, sin embargo, no dudo de él, es solo porque su desesperada situación me llena de esperanza»). La dimensión política de la fiesta es precisamente lo que hace performativa la esperanza, es decir, la introducción en el presente y en su sufrimiento de otros tiempos, de otros afectos, de otras posibilidades (humanas o no). En 2018 el lenguaje de la política volvió a articularse con una cierta gramática de la esperanza. Se dio el tiempo de otros tiempos. Como la palabra «comunismo», la palabra «feminismo» tiene resonancias esperanzadoras, cuya virtud es regenerar los cuerpos y los afectos impulsando así la política desde esta dimensión de otredad, desde este porvenir que habita un presente.
Que la dimensión esperanzadora del feminismo permita emparentarlo a otros movimientos revolucionarios, como por ejemplo el comunismo, no significa que los movimientos feministas que emergieron en 2018 se hayan limitado a reproducir los movimientos revolucionarios que los antecedían. Al contrario, la severidad y seriedad de una consigna tal como «La revolución será feminista o no será» significa justamente que nada ha tenido lugar aún y que, por lo mismo, la fuerza política requerida de toda/o/es nosotra/o/es es aún desconocida –y por lo mismo, seriamente exigida–. De alguna manera, mientras Malcolm X en su discurso «Message to the Grass Roots», pronunciado en 1963, afirmaba que la revolución solo podía ser sangrienta fundando su argumento sobre las revoluciones pasadas, las palabras de orden del 2018 afirman que es necesario liberar a la revolución de los ideales revolucionarios llevados a cabo hasta ahora. Mientras, hasta el momento, al menos desde una perspectiva occidental, la revolución fue pensada como una renovación del sentido histórico desde una perspectiva histórica, es decir a partir de un dispositivo histórico, lo que 2018 introduce es la necesidad de revolucionar el concepto de revolución. Pero ¿cómo pensar esta revolución de la revolución? ¿Y qué la posibilita, o qué la hace necesaria, si no es el propio despliegue de la historia?
Estas preguntas no tienen, por supuesto, una respuesta única. Aunque el (un) feminismo tiene hoy día una resonancia global, el pensamiento y la práctica feminista son múltiples. No solo ha habido distintas «olas» del feminismo, lo que inscribe a este último en una historia, sino que el feminismo (como entramado de teoría y práctica) varía en función de las localidades, de los contextos geopolíticos, culturales (es decir espirituales y también sensitivos), así como de las historias singulares de cada individuo. Ahora bien, podríamos ver en esta disparidad del feminismo, o en su determinación necesariamente plural, el núcleo de una hipótesis: lo que permite hablar de revolución feminista no es el grado de conciencia que posibilita la historia, sino el modo en que el orden mundial, es decir la globalización, redefine los sujetos, sus cuerpos, su relación al tiempo y al espacio. Siguiendo esta pista, lo que hizo posible y necesario afirmar «Time’s up» no sería un nuevo estado de la conciencia (producto de la historia entendida como fuente de progreso), sino, además de nuevas formas de comunicación asociadas a la globalización, también nuevas relaciones con el cuerpo y la vida (por ejemplo, las amenazas relacionadas a los cambios climáticos) que transforman profundamente nuestro concepto de mundo y nuestra relación con el mundo. En efecto, hasta ahora, las luchas políticas se definían en función del grado de conciencia que se podía tener de una situación de enajenación y, a su vez, esta conciencia era un producto de la historia. Requería de tiempo; se producía necesariamente en un contexto histórico determinado. Asimismo, y siguiendo el modelo hegeliano-marxiano, la conciencia política de los sujetos se producía a pesar de ellos. Frente a esta idea de una conciencia política determinada históricamente y desde el propio carácter histórico de la conciencia, mi propuesta es que 2018 inauguró en cambio una revuelta asumida como una rebelión de los cuerpos, de los modos de verlos y de vivirlos y, en algunos casos por lo menos, con la óptica de redefinir por entero nuestra relación con la tierra y con el planeta (esto en el caso, por ejemplo, del «ecofeminismo»). No solo las manifestaciones del 2018 en Chile se dieron como una producción de otros cuerpos en la que se buscaba salir o exceder la visión machista del cuerpo femenino (pensemos el carácter inaudito de las marchas donde los cuerpos aparecían desvestidos o pintados, trasgrediendo así no solo las normas, sino el modo en que el cuerpo femenino se da como un objeto de deseo), sino que podemos emitir la hipótesis que es otra manera de vivenciar el cuerpo la que posibilitó tal insurrección. Si tal hipótesis es viable, lo que encamina a pensar el feminismo como revolución –y como revolución de la revolución– no es un cambio o un progreso en un grado de conciencia producto de la historia, sino un cambio de sensibilidad producto (al menos parcialmente) de las mutaciones aún impensadas del mundo y de lo que nos ancla a la vida.
Por cierto, esta hipótesis es muy gruesa y sería preciso afinarla. Sin pretender llegar a un diagnóstico exhaustivo, propondré especificarla siguiendo tres pistas diferentes:
Primero, lo que hizo posible romper el silencio endémico de la violencia (en particular la violencia sexual y moral que padecen muchas mujeres en sus hogares familiares, en la calle, en sus lugares de trabajo) no fueron meramente los nuevos medios de comunicación que permiten una difusión rápida y masiva de la información, sino, y de manera a la vez preliminar y correlativa, el modo en el que el neoliberalismo ha redefinido las relaciones entre lo privado y lo público, incluyendo, en esta redefinición o mutación, la experiencia del cuerpo, el concepto de derecho, el modo de hacer comunidad, y de manera general las aspiraciones políticas. En términos generales, mientras el neoliberalismo coincide con un debilitamiento de la idea de Estado de derecho, su expansión coincide con la sustitución de una demanda de libertad por una demanda de seguridad. Asimismo, las libertades individuales (libertad de circulación, libertad de comunicación y de expresión) han sido cada vez más subordinadas a la exigencia de proteger la vida de los individuos a costa de su libertad. El derecho a la seguridad (sureté) que garantiza a los individuos frente al arbitrio del Estado ha sido subvertido, dejando cada vez más al Estado poder sobre los individuos para proteger la seguridad nacional. Los individuos ahora no solo aceptan las formas estatales de control (intromisión en los correos privados por parte de los gobiernos, incorporación de las leyes de estado de emergencia en el derecho común, multiplicación de la presencia de video y cámaras de vigilancia, etc.), sino también su control por parte de empresarios cuyo poder es globalizado, como Facebook o Google. En este contexto, los individuos reclaman cada vez más protección para sus cuerpos, lo que en sí no es una mala noticia, si no fuera que este reclamo es correlativo de nuevas formas de control y sobre todo de una renuncia a libertades políticas que no solo...