Cancion de nosotros
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Cancion de nosotros

Eduardo Galeano

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Cancion de nosotros

Eduardo Galeano

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"Una muy buena novela, que se lee rápido y que deja un buen pedazo de espina metido entre vena y vena."Poli Délano, Cambio, México"Esta voz, lúcida y cálida, es uno de los últimos mojones antes del desierto de la barbarie y el horror."Claude Fell, Le Monde, Francia"Alucinante testimonio sobre la tragedia de nuestro tiempo: presencia estremecedora de lo real en el mundo mítico de lo imaginario, en ámbito imperecedero de un cantar de gesta."Augusto Roa Bastos, Crisis, Argentina"Restos del naufragio que Galeano transforma en una totalidad artística, metáfora de un mundo en trance de destrucción y, ante todo, conciencia del lenguaje, búsqueda creativa a partir de los fragmentos del recuerdo y del deseo."Hugo J. Verani, Revista de Crítica Literaria"

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Information

Year
2010
ISBN
9788432315336

1. La ciudad

¿Nos contarás tu historia?
¿Nos hablarás al oído alguna vez?
¿Nos dirás: yo fui trazada
en el camino de una bala de cañón,
humillada por el viento, barrida,
salvada de las pestes
por el viento que sopla del sur?
¿Nos dirás: yo fui sangrada,
vaciada, quemada, traicionada?
¿Nos entregarás espadas para vengarte?
¿Espejos para multiplicarte?
¿Vino para celebrarte, voces para nombrarte?
Ciudad enmascarada que nos escondés el
rostro a nosotros tus hijos:
¿Bailan juntos en tus noches
los vivos y los muertos?
¿Salen juntos de cacería los vivos y los muertos?
¿Por qué tan larga nuestra vela de armas?
¿Con qué tinta se dibuja tu rostro? ¿Con qué sangre?
¿Mueren de estafa los hombres que mueren para que nuevamente nazcas?
Ningún dios nos ama, ningún dios nos escucha.
¿Adónde, a qué comarca o cielo ajeno
se nos llevaron el alma?
¿Qué pájaro la robó, qué gaviota?
¿Me dejarás saber que soy de acá, sentir que soy
de acá, nacido acá?
Ciudad mía, ciudad nunca:
¿Seré digno de hundir la cabeza entre tus pechos?
¿Mereceré beber tus jugos
amargos, poderosos?
¿Podré cantar tu canción boca arriba sobre la hierba?
¿Cantar con voz de ciego tu canción?

2. La ciudad

La noche ha impregnado a la ciudad con su aliento, el jadeo de la boca de la noche, pero el sol del otoño ya se acerca y será suficiente para acorralar a la humedad contra los cordones de las veredas y al pie de los muros, junto a la basura.
La playa, en cambio, no se secará. Las huellas seguirán impresas en la arena como sobre cemento fresco: se podrá adivinar por dónde han andado los pescadores con sus faroles y las gaviotas y el caballo de las noches de luna llena. El caballo se ha pasado la noche galopando, las crines azotándole los flancos, echando vapores por la boca y levantando nubes de arena y espuma con los cascos.
Durante toda la noche ha corrido por la costa, el caballo, hacia el este y hacia el oeste, más veloz que un grito, hiriéndose con los filos de las rocas, parándose a veces en dos patas y relinchando frente al mar, lastimado, retobado, brillante de sudor y de salitre, los cascos tambores llamando desde la tierra a alguien que no llega, y cuando la primera claridad del día se deslice a traición en el aire, el caballo se meterá mar adentro, regresará mar adentro: el caballo de ojos incendiados, invicto de jinetes.

3. El regreso

Entre los rituales sonidos del amanecer en la ciudad, ruidos de botellas y latas y perros flacos husmeando la basura, Mariano escucha el motor de un ómnibus que se acerca. Vuelve sobre sus pasos, arrastrando apenitas la pierna renga, y sube al ómnibus. Tropieza con el escalón. El ómnibus ferruginoso está lleno de hombres que se apretujan sin hablarse. Ésta es la hora peor: huele a derrota y a humedad y al humo frío del primer cigarrillo. El silencio revuelve las tripas.
A las pocas cuadras, Mariano se baja. Las calles de piedra del puerto, calles culebras, se deslizan retorciéndose entre la costa norte y la costa sur. Todavía centellean, en el aire de ceniza, los letreros de los bares.
Un camión cargado de soldados atraviesa, roncando a baja velocidad, la calle de la escollera. La lona entreabierta deja ver, desde atrás, las miradas aburridas de los soldados, y el caño de una ametralladora. Las ruedas salpican de barro los pantalones de Mariano pero Mariano no corre, Mariano no se pega a la pared: continúa caminando, como si tal cosa. Cierra los ojos. Cuando era chico, alcanzaba con cerrar los ojos y pensar: los demás no me ven.
Las muchachas de los bares matean yerba lavada, al cabo de una noche larga sin clientes.
Sí, ésta es la hora peor: tiene un sabor y un color de mentira y ya no quedan palabras para decir ni ganas de decir ni música brotando de las máquinas traganíqueles. Mariano entra; pide una grapa. El trago arde en el cuerpo, le hace bien. Vista desde el mostrador, la ciudad se despereza contra las cortinas de flecos de plástico y se rompe en franjas reverberantes. Se siente un olor acre en el aire, adentro, y hay anillos pegajosos de cerveza sobre el hule que cubre el piano maltratado: alguna mosca anda por el humo, el aceite burbujea en la sartén.
(Al fondo, duerme la mona el campeón que ha peleado anoche su última pelea. Duerme desbordado sobre un catre, con la boca abierta, boca arriba: es grande como un país. Mariano no lo ve ni sabe, pero anoche el campeón resbaló y cayó, al esquivar un gancho de derecha, cuando tenía ya la cara inflada por los golpes de varios jodidos rounds y le sangraban los labios y la ceja partida. Cayó y el público se alzó de sus asientos y él ya no podía mirar por entre las bolsas de los párpados y sólo podía escuchar y oyó los rugidos de la multitud y supo que toda esa gente había estado esperando desde siempre la oportunidad de verlo caer.) Tres pescadores caminan hacia la escollera, con sus cañas al hombro. Mariano sale del bar.
Un olor a alquitrán y a pescado se levanta desde cerquita. Mariano anda vagando y la nostalgia es un perro perseguidor que le muerde los talones. ¿Por qué regresa uno?, se pregunta. ¿Por qué siempre regresa uno? La ciudad.
A otra hora, en otro tiempo. El café. La ventana abierta a la virazón, cuando el mar, en las luminosas tardes del verano, te devuelve viento fresco. La felicidad ocurriendo: el viento de salitre golpeándote la cara, un cosquilleo que te recorre la piel y te hace sentir ganas de abrazar a todos. Este mar. No un mar cualquiera: el río-mar, el río ancho como mar: yo con él conversaba desde chico. Yo desde chico tenía la costumbre de escucharle las voces y contarle cosas y sabía que él es más importante que nosotros y va a tener vida más larga. Este mar.
No suena como los otros y se mueve de otro modo. Sagrado mar siempre gurí.
Faltan todavía algunas horas para llegar a la cita. Mariano se rasca el bigote nuevo, que él odia tanto como el nombre falso y el pelo teñido. A través de las suelas gastadas de los zapatos siente piedritas que lo pinchan y el frío se le mete y le muerde las plantas de los pies y trepa, lengua de hielo, por las pantorrillas. ¿Por qué regresa uno? ¿Por la revolución? ¿Por este modo que tenemos de querernos sin decirlo? ¿De caminar como guapeando y mirar con melancolía? Mariano echa un soplo de vapor por la boca; camina fumando frío. Esta ciudad, ¿no supo ser un fraternal campamento sin fronteras? ¿Acaso no es también nuestra trampa de ratas? ¿No es acaso nuestra impresión digital, nuestra tan de veras señal de identidad, y al mismo tiempo nuestra podrida jaula? Esta ciudad. La amenaza se enrosca, acecha: te persigue con el oído pegado a las paredes y te vigila por las pestañas de luz de las persianas. ¿Está uno dispuesto a morir por esta mierda y esta maravilla? El sol desgarra su máscara de grisura. Las gaviotas chillan, desesperadas, revoloteando en círculos sobre las brótolas y las lisas y las corvinas que cuelgan de los juncos, entre horquetas de palo. En la superficie del agua quieta, agua de sopa de petróleo, las boyas ondulan en círculos iridiscentes.
Sin darse cuenta, Mariano camina como buscando el café del griego. En las espaldas de los estibadores nacen y renacen jorobas de arpillera; las mandíbulas de las grúas muerden y escupen mercaderías. Chirriando sobre los rieles, entre los depósitos y los cajones apilados, un vagón va y viene. Más allá, acodado en el castillo de proa de un buque, un marinero fuma.
Mariano sabe que el café del griego no existe más. Pero existir, existió. ¿Existió? Sí, estuvo vivo. Fue de vidrio y de madera y en las madrugadas neblinosas se detenían, a sus puertas, las lanchas remolcadoras y los barquitos pesqueros. Había una muchacha que se llamaba Clara, sentada frente a Mariano, y una botella de vino con dos vasos sobre la mesita, en el empedrado, aquí, al borde del mar. Un remolcador abría un largo tajo de espuma, gruñía, echaba una humareda de hollín entre las embarcaciones ancladas. Se hinchaba y se alejaba una vela roja. El vino dejaba un sabor áspero en el paladar, pero daba calor al cuerpo. Una sirena sonaba, bbbúúú, bbúúúúúúúú, y otra sirena respondía, y Clara tenía una nariz buena para dar besos de esquimal y para ser acariciada con la yema del dedo índice y buena, también, para ser recordada. Y ella bostezó, una rendija le separaba los dientes, y se desperezó y el suéter y el pantalón se abrieron como dos párpados mostrando el temblor del vientre, la curva de la cadera, la piel radiante. Entonces Clara hizo chasquear los dedos y arrojó una pestaña hacia atrás, por encima de su hombro izquierdo, y pidió, con los ojos cerrados, tres deseos. No dijo cuáles. Se rió y apretó los dientes y no dijo cuáles y todo eso ocurría antes de que empezara el miedo.
Mariano despliega un diario y se sienta encima, con las piernas colgando sobre las grandes rocas pulidas como huesos. De vez en cuando escucha pasos a sus espaldas: se le crispan los músculos: mira de reojo, tenso, y transcurren los segundos, y vuelve a lo suyo. Dos hombres pasan, entre otros. Uno es un negro fornido, que camina desganado y cariñoso como un gato con sueño y tiene ojos amarillos y voz ronca; el otro es un petiso de bigote ralo, que camina sacando pecho y dos por tres tropieza. Mariano no les presta atención: ellos caminan abrazados, un poco borrachos y otro poco también.
Mariano quisiera pensar. Sólo puede recordar. El puerto retrocede, la ciudad se extiende. Los tiempos idos avanzan. Se abren paso los fantasmas desde el exilio tristón de la memoria.

4. La ciudad

Las cosas han perdido sus nombres y nosotros ya no damos sombra.
Nuestra tierra se ha vaciado de hombres vivos y la esperanza se ha convertido en una puta estéril de tanto asesinarse personitas en el vientre.
¿Qué se ha hecho de la tierra que nos había sido dada para crecer y creer y ser libres como en un juego? La que veíamos y nos devolvía el poder de mirar. La que nos hacía señas al otro lado de la noche y la tristeza. La pobrecita maga chambona. ¿Qué se ha hecho de ella?
¿Es ella este cadáver que los caballos arrastran?
¿Qué somos nosotros si ella ya no es? Inventarnos, nacer juntos: ¿podremos volver a no estar solos?
¿Dónde están los cuerpos que se buscaron y se ataron entre sí con nudos de músculos y maravillas y ciegamente creyeron que seguirían para siempre mojados de esos jugos y muertos sólo de risa?
Nosotros cantadores, nosotros nacedores: antes de que empezara este largo penúltimo día, ¿cómo éramos? ¿Éramos quiénes?
El viento anda de dueño de los restos del naufragio y nos arroja adonde quiere. ¿No volverán a juntarse nunca los pedazos que nos hicieron posibles?

5. Andares de Ganapán

Buscavida estira las piernas, hace bailar los dedos de los pies. Libres de los zapatos, que son dos números más chicos, los dedos de los pies se retuercen y retozan como gusanos felices.
Ganapán lo mira hundir los pies, hasta los tobillos, en el agua. Las olas se deslizan sin brío entre las rocas. El mar, en bajante, se bate en retirada, y a su paso deja canales y lagunitas llenas de musgo y espuma y peces chiquititos que corren como flechas. Ganapán se echa de bruces, su cuerpo enorme desparramado sobre una roca, y sumerge la cabeza en el agua helada; resopla, vuelve a sumergirla. Buscavida lo imita, a pesar de los estremecimientos de frío que le recorren el cuerpo. Él también siente el malestar de la resaca en la boca del estómago, el paladar pastoso, las moscas que zumban en el cráneo. Necesita un peine; no lo encuentra. Sacude varias veces la cabeza. Se oprime los párpados con los dedos. Cuando entraron a tomar la primera copa, la luna estaba recién dibujándose, enorme, a un costado del cielo. Cuando salieron, habían agotado tres botellas de caña brasileña y la luna persistía en otro lugar, pero ya había amanecido el nuevo día. No habían llegado demasiado lejos, sin embargo, por el camino en eses de la borrachera: se durmieron sobre la mesa cuando recién empezaba la etapa de los agravios al Creador, que sucede al capítulo de los improperios contra la autoridad, antes de llegar a la exaltación de caudillos depuestos o extintos y mucho antes de la pérdida de la estabilidad y la negación de la evidencia.
Se acuestan boca arriba, ahora, para recibir los rayos pálidos del sol en las caras. Sobre una roca alta, descansa la maleta de cartón de Buscavida, cerrada con candado, y sobre la maleta, cuidadosamente doblado, yace el saco de su traje, de anchas solapas picudas y muchos botones.
—Yo te dije que no se podía —masculla Buscavida.
—Otras veces pude —dice, entre dientes, la voz ronca de Ganapán. A través de un agujero de la camisa, se rasca la barriga con el pulgar.
A la salida del cafetín, habían intentado colarse en la estiba, donde pagan bien por hombrear bolsas. Estaban en la cola, ante los portones del puerto, y un tipo los echó. Les preguntó qué hacían allí y quiénes eran ellos y los echó. No esperó las respuestas. Era el que mandaba, y no parpadeaba nunca: enojado, se veía, hasta para besar.
—Yo lo vi y me di cuenta —dice Ganapán—. Éramos dieciséis en la cola y entré a estudiar el asunto, porque yo sé que cada diez hombres hay un hijo de puta.
"Che, Ganapán", dice Buscavida, riéndose solo repentinamente. Con el puño izquierdo adelantado, Buscavida explora las defensas de un rival invisible, dice: "¿Te acordás cuando les dimos la paliza a los milicos?", lanza un gancho de derecha al aire, se ríe: "¿Te acordás de la bruta paliza que les dimos?", se ríe cada vez más y tose: "¿Cuándo fue, Ganapán?", y tose tanto que se sienta para no ahogarse.
—Esa regla no me falla nunca, a mí —continúa Ganapán, sordo, mirando los resplandores ambarinos del cielo de otoño. Siempre fue así en la historia de la humanidad. Así que tenía que haber por lo menos un hijo de puta. Y había.
Con el dedo, Ganapán recorre la cicatriz que le atraviesa la cara: una frontera blanca abriendo en dos la negra piel radiante: él nunca habla de su cicatriz, pero se entiende con ella.
"¿Te acordás, Ganapán?", insiste Buscavida, riéndose todavía con una risa tartamuda, en explosiones de risa y tos cada vez más espaciadas, como un motor que se va quedando sin nafta: "¿Te acordás cuando los hicimos puré a los canas aquellos?", y poco a poco se apaga: "¿Te acordás?"
Ya no lo sacude el hipo de la risa y tristemente mira el mar, con el mentón en las rodillas alzadas y los brazos caídos; mira las franjas oscuras de las corrientes, el vaivén del lento oleaje con barbas de espuma. Le duelen los pulmones y le duele la muela. La maldita muela siempre le duele cuando é...

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