La alegría
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Frédéric Lenoir

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La alegría

Frédéric Lenoir

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Una exploración profunda sobre la alegría, una de las mayores manifestaciones de nuestro poder vital"¿Existe una experiencia más deseable que la alegría? Más intensa y más profunda que el placer, más concreta que la felicidad, la alegría es la manifestación de nuestro poder vital. La alegría no se decreta, pero ¿podemos amaestrarla? ¿Provocarla? ¿Cultivarla? Me gustaría proponer aquí una vía para la realización de uno mismo fundada en el poder de la alegría.Una vía de liberación y de amor, en las antípodas de la felicidad artificial a que nos invita nuestra cultura narcisista y consumista, pero también distinta de las sabidurías que aspiran a la ataraxia, es decir, a la ausencia de sufrimiento y turbaciones.Por mi parte, prefiero una sabiduría de la alegría en la que tengan cabida todas las dificultades de la existencia. Que las comprenda afin de poder transfigurarlas. Siguiendo los pasos de Chuang Tse, Jesús, Spinoza y Nietzsche, una sabiduría asentada en el poder del deseo y en un consentimiento de la vida......Para hallar o recuperar la alegría perfecta, que no es otra que la alegría de vivir." Frédéric Lenoir

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Information

Publisher
Plataforma
Year
2018
ISBN
9788417376291

1. El placer, la felicidad, la alegría

La naturaleza nos avisa mediante un signo preciso de que hemos alcanzado nuestro destino. Ese signo es la alegría.2
BERGSON
La experiencia de satisfacción más extendida y más inmediata es la del placer. Es una experiencia que vivimos cuando saciamos una necesidad o un deseo cotidiano. Tengo sed, bebo, siento placer. Tengo hambre, como, siento placer, mucho más placer, de hecho, si los platos son sabrosos. Estoy cansado, por fin puedo reposar, siento placer. Tomar café o té por la mañana es un momento de placer. Los placeres de los sentidos son los más comunes. Hay otros, más profundos, que tienen que ver con el corazón y la mente. Cuando me encuentro con un amigo, contemplo un bello paisaje, me sumerjo en un libro que me gusta, escucho una música que me emociona o realizo una tarea que me interesa también experimento placer, es decir, satisfacción. No se puede vivir sin placer, o nuestra vida se reduciría a una interminable servidumbre.
El problema del placer, y los filósofos lo discuten desde la Antigüedad, es que no dura. Como, bebo, pero, horas más tarde, vuelvo a tener hambre y sed. El amigo con el que me he cruzado se va, la música se interrumpe, el libro se acaba: ya no tengo placer. El placer está ligado a una estimulación exterior que hay que renovar sin cesar. Por otra parte, a menudo se ve contrariado: todos conocemos muchos deseos y necesidades insatisfechos y a veces basta muy poco para arrebatarnos todo placer: el agua tibia, un alimento insípido, un amigo de mal humor o la belleza de un paisaje afeada por una mala compañía. En realidad, es muy difícil conocer un estado de satisfacción permanente si solo se basa en la búsqueda del placer.
El segundo problema, que todos hemos experimentado, es que ciertos placeres son buenos en lo inmediato, pero malos a más largo plazo. Alimentos demasiado grasos o demasiado azucarados, algunos deliciosos, tendrán repercusiones en nuestra salud si los tomamos en gran cantidad; la chica mona o el joven guapo, que nos proporcionará un placer sexual inmediato, puede poner en peligro nuestra vida en pareja; las copas de alcohol, con las que se ha brindado en una fiesta en casa de los amigos, se traducirán en resaca a la mañana siguiente. A medio o largo plazo, incluso desde una perspectiva más global de la existencia, la satisfacción de los placeres inmediatos se revela a veces como un mal cálculo.

Estos dos escollos plantean una cuestión por la que se han interesado3 los sabios de Oriente y Occidente: ¿hay una satisfacción duradera que vaya más allá del carácter efímero y ambivalente del placer? ¿Una satisfacción que no esté limitada en su duración, que no dependa de circunstancias exteriores y que no se convierta en una mala compañía? ¿Un placer más global y más duradero? Para definir ese estado, se ha inventado un concepto: la felicidad. Así empezó, hacia la mitad del primer milenio antes de nuestra era, tanto en la India como en China o en la cuenca mediterránea, una investigación filosófica a la que sabios y pensadores dieron diferentes respuestas, siempre intentando superar las debilidades o los límites del placer.
Aun siendo muy diversas, la mayoría de las respuestas convergen en tres puntos esenciales: no hay felicidad sin placer, pero, para ser felices, debemos aprender a discernir y moderar los placeres. «Ningún placer es en sí mismo un mal, pero las causas que producen algunos de ellos conllevan más perturbaciones que placeres»,4 dice Epicuro, a quien se conoce como el filósofo del disfrute. En realidad, Epicuro es el gran filósofo de la moderación. No prohíbe los placeres, no preconiza la ascesis, pero cree que demasiado placer mata el placer. Que disfrutamos más intensamente de una cosa cuando sabemos limitar la cantidad y dar más importancia a la calidad. Que somos mucho más felices entre unos pocos buenos amigos reunidos alrededor de una mesa sencilla pero buena que en un banquete en el que la abundancia de platos y de convidados impide saborear la calidad de unos y disfrutar de la compañía de otros. De algún modo, es el precursor de una tendencia que vemos desarrollarse hoy en nuestras sociedades saturadas de bienes materiales y de placeres, el «less is more» —que podríamos traducir por «menos es más», o mejor, por la expresión de «sobriedad feliz» tan querida por el filósofo campesino Pierre Rabhi, que evoca asimismo «el poder de la moderación».

«Cuando decimos que el placer es el objetivo de la vida —continúa Epicuro—, no hablamos de los placeres de los inquietos voluptuosos ni de aquellos que consisten en disfrutar sin medida. Porque no se trata de pasar una serie interrumpida de días bebiendo y comiendo, ni de disfrutar de muchachos y mujeres ni del sabor de los pescados y de otros platos que encuentras en una mesa suntuosa; nada de eso engendra una vida feliz, sino la razón atenta, capaz de encontrar en toda circunstancia los motivos de lo que hay que elegir y de lo que hay que evitar, y de rechazar las vanas opiniones, de donde proviene la mayor confusión de las almas. Ahora bien, la base de todo esto y, en consecuencia, el más grande de los bienes, es la prudencia.»5 La palabra «prudencia», phronesis en griego, no tiene, para los filósofos de la Antigüedad, el significado que abarca en nuestros días. Para ellos, la prudencia es una virtud de la inteligencia, que nos permite discernir, juzgar y elegir con justicia. Aristóteles, que vivió unas décadas antes que Epicuro, insiste, al igual que este, en la importancia de esta cualidad intelectual dentro de su función de discernimiento: saber lo que es bueno y lo que es malo para nosotros. Y, según él, gracias principalmente a este ejercicio de discernimiento podemos llegar a ser virtuosos y acceder a una vida feliz. Aristóteles hace de la virtud una vía ineludible de acceso a la felicidad. En su Ética a Nicómaco, la define como el equilibrio entre dos extremos, lo que lleva a la felicidad por el placer y el bien: «Llamo “mesura” a lo que no comporta ni exageración ni defecto […]. Todo hombre precavido huye del exceso y del defecto, busca el justo medio y le da preferencia, un justo medio establecido no relativamente al objeto, sino en relación con nosotros».6 Por ejemplo, el valor es el justo medio entre el miedo y la temeridad, extremos que, cada uno a su manera, pueden arrastrarnos a situaciones, como mínimo, desagradables. Del mismo modo, la templanza, otra cualidad que valora, es el justo medio entre la ascesis (renuncia a los placeres) y la depravación, dos vías antinómicas respecto a la posibilidad de la felicidad.

Dos siglos antes de Aristóteles, en la India, Buda había experimentado los extremos antes de constatar su vacuidad. Antes de llegar a ser un gran sabio, Siddharta, este es su nombre, era un príncipe que se embriagaba de placeres, sin ser feliz por ello. Después de abandonar a su familia, su título y sus bienes, se unió, en los bosques del norte de la India, a un grupo de ascetas que vivían en la mortificación. Pero, después de diez años con ellos, constató que no era feliz. Estas dos experiencias lo llevaron hacia la «vía del justo medio», la de la templanza y el equilibrio, que es también la fuente de felicidad. La tradición china da a esta vía el nombre de «armonía», un estado de equilibrio que permite la circulación fluida de la energía, presente en la naturaleza, y que intenta reproducir en todas las actividades humanas.

Así pues, no hay felicidad sin placeres —placeres moderados y elegidos—. Ahora bien, ya que el placer es efímero y dependiente de causas que están fuera de nosotros, se plantea una nueva pregunta: ¿cómo hacer permanente la felicidad? Dicho de otra manera, ¿cómo sigo siendo feliz si pierdo mi trabajo?, ¿si mi pareja me abandona? o ¿si caigo enfermo? Los filósofos de la Antigüedad responden que hay que conseguir disociar la felicidad de sus causas exteriores y encontrar otras nuevas, esta vez, en uno mismo. Es el estado superior de la felicidad, en el que se llama «sabiduría». Ser sabio es aceptar la vida y amarla tal como es. Consiste en no querer transformar el mundo a toda costa según nuestros propios deseos. Es disfrutar de lo que se tiene, de lo que está ahí, sin desear siempre más u otra cosa. Esta bella frase atribuida a San Agustín lo resume bien: «La felicidad es seguir deseando lo que ya se posee». En ella se hace eco también de la moral estoica, que nos incita a distinguir entre lo que depende de nosotros y lo que no depende de nosotros. Lo que depende de nosotros intentamos cambiarlo: estoy enganchado al alcohol o al juego, puedo combatir mi adicción; algunas compañías me resultan nefastas, las limito. Pero ¿cómo reaccionar frente a lo que no depende de nosotros? ¿Qué hacer cuando la vida nos pone a prueba ante un accidente, un duelo o una catástrofe? La sabiduría, dicen los estoicos, consiste en aceptar aquello sobre lo que no puedo actuar. Lo ilustran con la parábola del perro atado a un carro. Si el perro se resiste y rehúsa seguir al carro, será arrastrado por la fuerza a pesar de todo y llegará a su destino agotado y herido. Si no se debate, seguirá el movimiento del carro y recorrerá el mismo trayecto habiendo sufrido mucho menos. Mejor, pues, soportar lo ineluctable, antes que rehusarlo y luchar contra el destino. Cuando no se puede hacer de otro modo, más vale aceptar las cosas tal como son, esto es, consentir la vida. Evidentemente, esto no se decreta con un golpe de varita mágica: la sabiduría, incluso para la mayoría de los estoicos, sigue siendo un objetivo difícil de conseguir y pocos seres humanos logran alcanzarlo totalmente.
El ideal de sabiduría así definido por los antiguos puede resumirse en una palabra: la autarkeia, la «autonomía», es decir, la libertad interior que no hace ya depender nuestra felicidad o nuestra desdicha de circunstancias exteriores. Nos enseña a disfrutar de lo que sucede, tanto de lo agradable como de lo desagradable; así como a ser conscientes de que, muy a menudo, lo agradable no es más una percepción, al igual que lo desagradable. El sabio lo acepta todo. La felicidad que busca es un estado que se quiere lo más global y lo más duradero posible, a la inversa que el placer efímero. El sabio sabe que alberga en él la verdadera fuente de la felicidad. Esta historia sacada de la tradición sufí es una ilustración de ello:
Un viejo estaba sentado a la entrada de una ciudad. Un extranjero venido de lejos se acerca y le pregunta: «No conozco esta ciudad. ¿Cómo son sus gentes?». El viejo le responde con otra pregunta: «¿Cómo son los habitantes de la ciudad de donde vienes?». «Egoístas y crueles —le dice el extranjero—, por eso me fui.» «Así los encontrarás aquí», le responde el viejo. Un poco más tarde, otro extranjero se acerca al viejo. «Vengo de lejos —le dice—. Dime, ¿cómo son las gentes que viven aquí?» El viejo le responde: «¿Cómo son los habitantes de la ciudad de donde vienes?». «Buenos y acogedores —le dice el extranjero—. Tenía mucho amigos, me dio mucha pena dejarlos.» El viejo le sonríe: «Así los encontrarás aquí». Un vendedor de camellos había seguido las dos escenas de lejos. Se acerca al viejo: «¿Cómo puedes decir a esos dos extranjeros dos cosas opuestas?». Y el viejo responde: «Porque cada uno lleva su universo en el corazón. La mirada con la que juzgamos el mundo no es el mundo en sí mismo, sino el mundo tal como lo percibimos. Un hombre feliz en alguna parte será feliz en todas partes. Un hombre desgraciado en alguna parte será desgraciado en todas partes».
Semejante concepción de la felicidad está en las antípodas de la que domina hoy en las sociedades occidentales: presumimos continuamente de una pseudofelicidad narcisista ligada a las apariencias y al éxito; se nos vende, en interminables anuncios publicitarios, una «felicidad» que se limita en realidad a la inmediata satisfacción de las necesidades más egoístas. Hablamos de «momentos de felicidad», mientras que para los filósofos y los sabios, la felicidad no puede ser fugaz, sino que es un estado duradero, la coronación de un trabajo, de una voluntad, de un esfuerzo. De hecho, confundimos placer y felicidad, y nos dedicamos mucho más a la búsqueda de placeres que debemos renovar sin cesar que a procurarnos una felicidad profunda y duradera.

Además del placer y la felicidad, existe un tercer estado del que hablamos mucho menos y que es fuente de una inmensa satisfacción en la vida: la alegría. La alegría es una emoción, o un sentimiento, que los psiquiatras François Lelord y Christophe André describen como una «experiencia a la vez mental y física intensa, como reacción a un acontecimiento, y de duración limitada».7 Su particularidad reside en ser siempre intensa y afectar al ser en su conjunto: al cuerpo, a la mente, al corazón y la imaginación. La alegría es una especie de placer multiplicado: más intenso, más global, más profundo. La mayoría de las veces, la alegría, como el placer, responde a un estímulo exterior. «Se nos cae encima», como se acostumbra a decir. Hemos aprobado un examen, estamos contentos. Ganamos una competición, rebosamos alegría. Así, damos con la solución de un problema complejo: estamos llenos de alegría. Cuando te encuentras con un amigo al que no veías desde hacía mucho, te sientes invadido por la alegría. Muy a menudo, la gestualidad del placer es sobria, lenta: sonreímos contentos, respiramos aliviados, nos estiramos satisfechos, como un gato saciado junto a un buen fuego. La alegría, en cambio, suele ser pizpireta. Intensa, exuberante, nos sacude, nos transporta, se apodera de nuestro cuerpo, toma su control. Levantamos los brazos al cielo, bailamos, saltamos, cantamos. En mi caso, soy un fan del fútbol. A la vez jugador y aficionado. Cuando mi equipo marca el gol decisivo a pocos minutos del pitido final, no puedo permanecer sentado: ¡salto de alegría! Mi cuerpo necesita manifestar esa pulsión de vida que surge en mí, aunque la causa sea tan trivial como una victoria en un partido de fútbol. ¡Y cómo olvidar la alegría colectiva que se apoderó de una nación entera la noche de la consagración de los Bleu en la final de la Copa del Mundo de 1998! Quedé impresionado por aquellos coches que se detenían de golpe en medio de la calzada, por los automovilistas que se bajaban de ellos, no para insultarse, como suele pasar, sino para abrazarse y besarse. Es una de las particularidades de la alegría: es comunicativa. No es un pequeño placer solitario. Cuando sentimos alegría, necesitamos compartirla, transmitirla a los otros… ¡incluso a desconocidos!
Sin embargo, como el placer, la alegría es a menudo fugaz (más adelante veremos que no siempre es así) y, cuando nos sentimos sumergidos en ella, presentimos que no durará. No es fruto del azar que una de las cantatas más emocionantes de Bach esté inspirada en este anhelo universal: «Que mi alegría permanezca». Al mismo tiempo, la alegría aporta una fuerza que aumenta nuestro poder de existir. Nos vuelve plenamente vivos. No conocer nunca más la alegría acarrearía un gran sufrimiento moral, como el que algunos padecemos a consecuencia de un duelo insuperable, capaz de apagar todo poder vital en sí.

¿Se puede analizar, comprender, explicar esta experiencia de la alegría con tan diversas facetas? ¿Y, más aún, cultivarla? Comencemos por interrogar a los raros filósofos que se han interesado en esta bella e íntegra emoción, que constituye para cualquier ser humano, desde sus manifestaciones más comunes hasta sus formas más elevadas, lo supremo deseable.

2. Los filósofos de la alegría

Hay que extender la alegría y eliminar tanto como se pueda la tristeza.8
MONTAIGNE
Los filósofos de la Antigüedad han reflexionado abundantemente sobre el placer y la felicidad, pero han prestado bastante poca atención a la cuestión de la alegría; sin duda, debido a su carácter irracional e incontrolable. El placer puede programarse: me dispongo a ver una serie que me gusta, a cenar en un buen restaurante con mis amigos, a regalarme un masaje, sé que serán momentos de placer. La felicidad se construye: es el resultado de un trabajo sobre uno mismo, de un sentido que se da a la vida y a los compromisos que de ella se desprenden. La alegría, sin embargo, tiene un lado gratuito, imprevisible. Así son las alegrías sensibles más corrientes. No puedo decidir que al escuchar un determinado fragmento de música me veré forzosamente transportado por ese impulso físico que caracteriza la alegría. Estoy seguro de que si mi equipo de fútbol gana un partido importante, estaré alegre, pero nada me asegura que mi equipo vaya a ganar, ni que esa victoria, ese día, me llene de emoción. La parte de imponderable, de exceso, asociado a la alegría, puede espantar al filósofo, incluso cuando reconoce su carácter positivo, como lo hicieron en la antigua Grecia Platón, Aristóteles o Epicuro. Estos filósofos no han condenado la alegría, ni mucho menos, pero han preferido reflexionar sobre la felicidad.

Ocurre lo mismo en la India con los autores de los Upanishad y, después de ellos, Buda. Tampoco ellos pusieron la alegría en el centro de su reflexión, sino la felicid...

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