Un pirata contra el capital
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Un pirata contra el capital

Steven Johnson

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Un pirata contra el capital

Steven Johnson

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Como en el mundo de hoy, en el de los piratas del siglo xvii no hay sino un propósito claro: la búsqueda del tesoroUn pirata oteando el horizonte, empapado de ron y ansioso de tesoros: en septiembre de 1695, el pirata inglés Henry Every, capitán del Fancy, atacó y se apoderó de un barco que regresaba a la India desde la Meca. Este acto, uno de los crímenes más lucrativos de la historia, tuvo ramificaciones mundiales y dio lugar a la primera orden de caza y captura internacional y al primer juicio del siglo XVII.Este acontecimiento, remoto y aislado en el océano Índico, fue el desencadenante involuntario del cambio más importante sufrido en la economía mundial hasta nuestros días: el nacimiento del capitalismo.Steven Johnson utiliza la extraordinaria historia de este pirata y sus crímenes para explorar la aparición de la Compañía de las Indias Orientales, el Imperio británico y el mercado mundial: un planeta densamente interconectado gobernado por naciones y corporaciones y sus intereses económicos.Como en el mundo actual, en el de los piratas del siglo XVII no hay sino un propósito claro: la búsqueda del tesoro.

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Information

Publisher
Turner
Year
2020
ISBN
9788417866495
xxx
¿Qué es consentimiento?
old bailey, londres
31 de octubre de 1696
¿Por qué fracasó el ataque judicial de todo un Estado contra la banda de Every? Es posible que una parte de la estrategia legal hiciera aguas o que los acusados –pese a su limitada educación– se las arreglaran para hacer una defensa inu­sualmente emotiva de sus acciones. Los acontecimientos posteriores, no obstante, hacen improbable tanto una cosa como la otra. La explicación más convincente para el inesperado perdón es la siguiente: el Almirantazgo y los miembros del Tribunal de Apelaciones habrían pasado por alto el contexto del caso y subestimado el atractivo popular e identitario del mito de Henry Every. El Estado, casi con toda certeza, había elaborado un argumentario convincente en virtud del cual los piratas del banquillo habían robado al Gran Mogol y a una nación soberana como la India. Sin embargo, en las mentes de los miembros del jurado –acostumbrados a las épicas historias del intrépido capitán Every y a otras leyendas de capa y espada, y con poca empatía por un emperador extranjero que reinaba a cinco mil millas–, aquellas acciones no eran quizá constitutivas de delito y, desde luego, no merecían la pena de muerte.
Cualquiera que sea la explicación, el veredicto fue una catástrofe para el Estado. Una cosa era que Every y sus hombres esquivaran a las autoridades durante todo un año después de que asaltaran el Gunsway. Pero tener a seis piratas detenidos, con dos testigos dando testimonio contra ellos y, aun así, dejarlos marchar libremente… El veredicto de inocencia ratificaba que, pese a todas sus vehementes declaraciones contra los hostis humani generis, la Corona británica apoyaba tácitamente a los piratas o se mostraba incapaz de hacer cumplir las leyes contra ellos. El Almirantazgo había planeado servirse de ese juicio como escarmiento y declaración al mundo de que no se toleraría ningún tipo de acto pirático en el mar, e incluso habían contratado a un impresor, John Everingham, para que publicase las transcripciones del juicio y que los interesados de otras partes del imperio no perdieran el hilo (Everingham, al final, no publicó nada, claro). Un periódico londinense, de hecho, pidió disculpas por no haber cubierto debidamente el procedimiento: “Este diario había preparado una reseña más amplia del juicio a los piratas –señalaban los editores–, pero ha sido omitida de conformidad con la prohibición emitida por la autoridad competente”.
A los cinco piratas que se habían declarado inocentes, el perdón les debió parecer un milagro visto el abrumador aparato jurídico desplegado en la Old Bailey. Sin embargo, los guardas los escoltaron de vuelta a la cárcel de Newgate tras el veredicto en lugar de liberarlos. Durante dos días, los reos languidecieron en sus celdas, esperando la inminente liberación. Durante esas cuarenta y ocho horas, los jueces Hedges y Holt, el fiscal Newton y los demás miembros del Almirantazgo mantuvieron varias charlas agitadas. La figura del non bis in idem impedía volver a juzgarlos por el mismo caso. Era concebible que las fuerzas de la ley arrestaran en algún momento a otros miembros de la banda o al propio Every, pero, aun así, la noticia de ese primer juicio llegaría sin duda a oídos de Aurangzeb, amenazando de este modo la frágil nueva alianza que Gayer había negociado con el Gran Mogol. Si iban a hacer una gran declaración para inaugurar ese relato oficial, según el cual Inglaterra ya no haría la vista gorda ante la piratería, tendría que ser mientras los hombres esperaban en Newgate a ser liberados.
La solución al dilema llegó a través de lo que el historiador Douglas Burgess considera un “brillante truco de prestidigitación jurídica”:111 el Gran Mogol, mandatario de una nación lejana, no era una víctima particularmente simpática, así que ¿por qué no volver a poner en escena el juicio con una víctima con la que un jurado británico empatizara más? Los piratas habían robado a Aurangzeb, pero también a James Houblon y a los inversores de la Spanish Expedition. Tras haberlos juzgado por saquear el Gunsway, ¿qué pasaría si el Estado se volcara en los cargos referidos al robo del Charles II? Los hombres habían sido absueltos del ataque al barco indio, pero el Estado aún podía acusarlos de motín.
El sábado 31 de octubre, los seis reos originales se encontraron de nuevo en el banquillo de la Old Bailey, escuchando la nueva acusación que se vertía sobre ellos. Al presentarse el nuevo jurado en el tribunal, el juez Holt no hizo ningún esfuerzo por ocultar su descontento con el veredicto emitido en el juicio original. “Si dan usías un veredicto como el anterior, no lo estarán haciendo como es debido –tronó desde el estrado– porque ese veredicto fue una deshonra para la nación”.
En su declaración formal de apertura ante el gran jurado, el juez Hedges adoptó un tono más sutil, vinculando astutamente el motín a bordo del Charles II con la delincuencia pirática en sí: “Piratería es simplemente un término marítimo para el robo, siendo la piratería el robo cometido dentro de la jurisdicción del Almirantazgo –explicó–. Si un hombre es asaltado dentro de esa jurisdicción y su barco o sus bienes le son arrebatados violentamente y sin autoridad legal, debe hablarse de robo y, por tanto, de piratería”. Tanto robar un barco en un puerto español como un tesoro en el océano Índico eran actos piráticos. Esta combinación de piratería y motín aparecía así expresada en las primeras líneas del documento de acusación: “En alta mar, a unas tres leguas de La Coruña y dentro de la jurisdicción del Almirantazgo de Inglaterra”, el acusado había “atacado a un tal Charles Gibson […] comandante de cierto barco mercante llamado Charles II”.
Los prisioneros escucharon los cargos totalmente desconcertados. ¿No acababan de ser absueltos? ¿Por qué estaban de vuelta en Old Bailey, de pie ante un juez y un jurado?
El funcionario del juzgado les preguntó cómo se declaraban, empezando por el contramaestre de Every, que se había confesado culpable en el primer juicio.
—Joseph Dawson, ¿se declara culpable o inocente de este robo y acto de piratería? —preguntó un funcionario.
—Desconozco el procedimiento.
—Alega ignorancia —informó el funcionario, para luego recordar a Dawson que solo tenía dos opciones.
—Culpable —dijo Dawson entonces, volviendo a su declaración original.
Edward Forsyth y William May se reafirmaron en su declaración de inocencia, pero cuando el funcionario se dirigió al joven William Bishop, la desorientación en el tribunal era palpable.
—¿Cómo se declara, William Bishop, culpable o inocente?
—Deseo que se vuelva a leer toda la acusación.
—La acaban de oír —contestó uno de los jueces—, pero pueden volver a oírla si lo desean.
—Me refiero a los antiguos cargos —aclaró Bishop.
—No, no hay lugar —replicó bruscamente el juez—. Este es un juicio por otros hechos.
Al final, los cinco hombres mantuvieron la misma postura al respecto de su inocencia o culpabilidad que en el primer juicio. El jurado los había hallado entonces inocentes de cometer actos piráticos contra Aurangzeb, pero ahora tendrían que determinar si los hombres habían sido culpables de perpetrar ese mismo delito contra James Houblon.
El abogado general del Almirantazgo, Thomas Littleton, se levantó y se dirigió al jurado para condenar tajantemente a los acusados: “Su maldad ha sido tan ilimitada y despiadada como el ímpetu que les empujó a cometer esos crímenes”, exclamó. Además, sus crímenes habían “desa­creditado la reputación de Inglaterra a los ojos del planeta entero, que ha resentido su ira y su barbarie”, afirmó exagerando quizá un poco.
Joseph Gravet, segundo oficial del Charles II, fue el primero en ser llamado al estrado. Gravet relató en detalle el primer motín, afirmando que los hombres de Every lo habían prendido y confinado en su camarote bajo guardia. Describió cómo Every le había hecho entrega “amablemente” de un abrigo y un chaleco cuando Gravet decidió finalmente dejar el Charles II en la pinaza. Y luego compartió lo que se convertiría en una prueba crucial. Gravet afirmó que mientras subía a la pinaza: “William May me tomó de la mano, me deseó suerte en casa y me pidió que enviara recuerdos a su esposa”.
—¿Cualquier tripulante era libre de desembarcar? —preguntó uno de los fiscales.
Gravet asintió.
—Eso me dijo el comandante Gibson. Se marcharon diecisiete.
—¿Habrían cabido más hombres en esa pinaza?
—Sí, señor.
A continuación, subió al estrado Thomas Druit, el primer oficial del James. Narró cómo le fue transmitido el santo y seña del motín, “el contramaestre borracho”, y glosó sus intentos fallidos de obligar a los amotinados a volver al James.
—Fui a ordenarles que regresaran, pero se nega...

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