Verdad, valores, poder
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Verdad, valores, poder

Piedras de toque de la sociedad pluralista

Joseph Ratzinger, José Luis del Barco Collazos

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Verdad, valores, poder

Piedras de toque de la sociedad pluralista

Joseph Ratzinger, José Luis del Barco Collazos

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Los tres artículos reunidos en este breve libro surgen por motivos muy distintos, pero en el fondo de todos ellos late un mismo mensaje. Ratzinger aborda la conexión entre libertad individual y justicia social, conciencia y verdad, o democracia y Estado, en un mundo en el que la subjetividad y el poder de la mayoría pretenden relegar a los valores absolutos.En el curso de la lúcida argumentación del autor, dos principios básicos "la verdad y el bien" se alzan como fundamento y garantía de una conciencia recta, de la libertad y los derechos humanos, y de una sociedad justa y pluralista.

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Information

Year
2021
ISBN
9788432153334
Edition
1
Subtopic
Religion
II
SI QUIERES LA PAZ, RESPETA LA CONCIENCIA DE CADA HOMBRE
Conciencia y verdad
EL PROBLEMA DE LA CONCIENCIA se ha convertido actualmente, sobre todo en el ámbito de la Teología Moral católica, en un punto esencial de la moral y el conocimiento moral. La disputa gira en torno a los conceptos «libertad» y «norma», «autonomía» y «heteronomía», «autodeterminación» y «heterodeterminación» por la autoridad. La conciencia aparece en todo ello como el baluarte de la libertad frente a las constricciones de la existencia causadas por la autoridad. En la controversia se contraponen dos concepciones de lo católico: un entendimiento renovado de su esencia, que despliega la fe cristiana desde el fondo de la libertad y como principio de la libertad, y un anticuado modelo «preconciliar», que subordina la existencia cristiana a la autoridad, la cual regula la vida hasta en sus más íntimos recintos tratando de mantener su poder sobre los hombres. De ese modo la moral de la conciencia y la moral de la autoridad parecen enfrentarse como dos morales contrapuestas en lucha recíproca. La libertad del cristiano quedaría a salvo gracias a la proposición original de la tradición moral: la conciencia es la norma suprema, que el hombre ha de seguir incluso contra la autoridad. Cuando la autoridad, en este caso el Magisterio de la Iglesia, hable sobre problemas de moral, podrá suministrar el material a la conciencia, que se reserva siempre la última palabra, para que forme su propio juicio. La concepción de la conciencia como instancia última es recogida por algunos autores en la fórmula «la conciencia es infalible»[1].
Esta idea puede despertar oposición. Es incuestionable que debemos seguir siempre el veredicto evidente de la conciencia, o al menos no contravenirlo al obrar. Cosa muy distinta es saber si el fallo de la conciencia, o lo que consideramos como tal, tiene razón siempre, si es infalible. Decir que lo es significaría tanto como establecer que no hay verdad alguna, al menos en asuntos de moral y religión, es decir, en ese ámbito que constituye el fundamento constitutivo de nuestra existencia. Como los juicios de conciencia se contradicen unos a otros, solo habría una verdad del sujeto, que se reduciría a su veracidad. Ninguna puerta ni ventana permitiría pasar del sujeto al todo y a lo común. Quien piense esta tesis hasta sus últimas consecuencias llegará a la conclusión de que de ese modo no existe tampoco verdadera libertad y que los pretendidos dictámenes de la conciencia son solo reflejos de hechos sociales previos. Esta conclusión debería llevar, por su parte, a la idea de que la confrontación entre libertad y autoridad omite algo, de que debe haber algo más profundo aún para que la libertad —y con ella el ser humano— tenga algún sentido.
1. UN DIÁLOGO SOBRE LA CONCIENCIA ERRÓNEA Y PRIMERAS CONCLUSIONES
De este modo hemos puesto de manifiesto que la pregunta por la conciencia nos traslada prácticamente al dominio esencial del problema moral y a interrogamos por la existencia del hombre. No quisiera presentar estos problemas en forma de consideración estrictamente conceptual y, como consecuencia, completamente abstracta. Me gustaría proceder, más bien, de modo narrativo. Lo haré contando, en primer lugar, la historia de mi relación personal con este problema. Se me presentó por vez primera con toda su urgencia al comienzo de mi actividad académica. Un colega de más edad, al que la necesidad de Cristo en nuestra época le traspasaba el alma, expresó durante una disputa la opinión de que debíamos dar gracias a Dios por conceder a muchos hombres la posibilidad de hacerse no creyentes siguiendo su conciencia. Si les abriéramos los ojos y se hicieran creyentes, no serían capaces de soportar en este mundo nuestro la carga de la fe y sus obligaciones morales. Pero como todos siguieron un camino distinto de buena fe, podrán alcanzar la salvación. Lo que más me chocaba de esta afirmación no era la idea de una conciencia equivocada concedida por el mismo Dios para poder salvar a los hombres mediante esa argucia, es decir, la idea de una ofuscación enviada por Dios para la salvación de algunos hombres. Lo que me perturbaba era la idea de que la fe fuera una carga insoportable que solo las naturalezas fuertes pudieran aguantar, casi un castigo, o en todo caso una exigencia difícil de cumplir. La fe no facilitaría la salvación, sino que la dificultaría. Libre debería ser aquel al que no se le cargara con la necesidad de creer y de doblegarse al yugo de la moral de la fe de la Iglesia Católica. La conciencia errónea, que permite una vida más ligera y muestra un camino más humano, sería la verdadera gracia, el camino normal de la salvación. La falsedad y el alejamiento de la verdad serían mejores para el hombre que la verdad. La verdad no lo liberaría, sino que sería él el que debería ser liberado de ella. La morada del hombre sería más la oscuridad que la luz, y la fe no sería un don benéfico del buen Dios, sino una fatalidad. ¿Cómo podría, de ser así las cosas, surgir la alegría de la fe? ¿Cómo el coraje para transmitirla a los demás? ¿No sería mejor dejarlos en paz y mantenerlos alejados de ella? Ideas así han paralizado en los últimos años, con fuerza mayor cada vez, el ahínco evangelizados Quien ve en la fe una pesada carga o una exigencia moral excesiva no puede invitar a los demás a abrazarla. Prefiere dejarlos en la supuesta libertad de su buena conciencia.
Quien así hablaba era un honrado creyente y, me atrevería a decir, un católico riguroso que cumplía sus deberes con convicción y exactitud. Pero al hacerlo, expresaba una experiencia de la fe que solo puede inquietar y cuya difusión sería mortal de necesidad para la fe. La aversión casi traumática de muchas personas contra lo que consideran catolicismo «preconciliar» descansa, a mi entender, en el encuentro con una fe soportada como una carga. Aquí surgen, sin duda, preguntas fundamentales. ¿Puede una fe así ser auténticamente encuentro con la verdad? ¿Es tan triste y tan difícil la verdad sobre el hombre y sobre Dios o consiste en vencer esas legalidades? ¿No reside la verdad en la libertad? ¿Pero dónde lleva entonces la libertad? ¿Qué camino nos señala? Al final tendremos que volver a estos problemas de la existencia cristiana en el mundo de hoy. Pero antes debemos regresar al corazón de nuestro tema, al asunto de la conciencia. Del argumento mencionado me estremeció ante todo la caricatura de la fe que yo creía descubrir en él. Pero en una segunda consideración me pareció falso también el concepto de conciencia que presuponía. La conciencia errónea protege al hombre de las exigencias de la verdad y lo salva: así sonaba el argumento. No aparecía en él la conciencia como la ventana que abre al hombre el panorama de la verdad común que nos sustenta y sostiene a todos, haciendo posible que seamos una comunidad de querer y de responsabilidad apoyada en la comunidad de conocimiento. Tampoco es la conciencia en ese argumento la apertura del hombre al fundamento que lo sostiene ni la fuerza para percibir lo supremo y esencial. Aparece, más bien, como la envoltura protectora de la subjetividad bajo la que el hombre se puede cobijar y ocultar de la realidad. En este sentido, el argumento presuponía la idea de conciencia del liberalismo. La conciencia no abre el camino a la avenida salvadora de la verdad, que no existe o nos exige demasiado. Se convierte así en justificación de la subjetividad que no quiere verse cuestionada y del conformismo social, que debe posibilitar la convivencia como valor medio entre las diferentes subjetividades. Desaparece el deber de buscar la verdad y las dudas sobre la actitud y las costumbres dominantes. Basta el conocimiento logrado por uno mismo y la adaptación a los demás. El hombre es reducido a su convicción superficial, y cuanta menos profundidad tenga tanto mejor para él.
Lo que en este diálogo se me hizo consciente de forma meramente periférica se reveló con toda claridad un poco después en una disputa entre un grupo de colegas sobre la fuerza justificadora de la conciencia errónea. Alguien objetó contra esta tesis que, si fuera universalmente válida, estarían justificados —y habría que buscarlos en el cielo— los miembros de las SS que realizaron sus fechorías con fanático conocimiento y plena seguridad de conciencia. Alguien respondió con absoluta naturalidad que así era en efecto. No existe la menor duda de que Hitler y sus cómplices, que estaban profundamente convencidos de lo que hacían, no podían actuar de otro modo. A pesar del horror objetivo de su acción, desde el punto de vista subjetivo obraban moralmente. Como seguían su conciencia, tendremos que reconocer que, aunque los guiara erróneamente, sus acciones eran morales para ellos. No podíamos dudar, en suma, de la salvación eterna de sus almas. Desde esa conversación sé con absoluta seguridad que hay algún error en la teoría sobre la fuerza justificadora de la conciencia subjetiva, que, por decirlo con otras palabras, un concepto de conciencia que conduce a resultados así es falso. El firme convencimiento subjetivo y la seguridad y falta de escrúpulos que derivan de él no exculpan al hombre. Casi treinta años después, leyendo al psicólogo Albert Görres, descubrí resumida en pocas palabras la idea que entonces trataba pesadamente de reducir a conceptos y cuyo desarrollo forma el núcleo de nuestras reflexiones. Görres indica que el sentimiento de culpabilidad, la capacidad de sentir culpa, pertenece de forma esencial al patrimonio anímico del hombre. El sentimiento de culpa, que rompe la falsa tranquilidad de la conciencia —y que se puede denominar petición de palabra por parte de la conciencia contra la existencia autocomplacida— es una señal tan necesaria para el hombre como el dolor corporal, el cual permite conocer la alteración de las funciones vitales normales. Quien no es capaz de sentir culpa está espiritualmente enfermo, es un «cadáver viviente, una máscara del carácter», como dice Görres[2]. «Las bestias y los monstruos, entre otros, no tienen sentimiento de culpa. Tal vez no lo tuvieran tampoco Hitler o Himmler o Stalin. Seguramente carecen de él también los patrones de la mafia. Pero lo que tal vez ocurra es que sus cadáveres están bien ocultos en el sótano. También lo están los rechazados sentimientos de culpa... Todos los hombres necesitan un sentimiento de culpa»[3].
Por lo demás, una mirada a las Sagradas Escrituras podría haber preservado de esos diagnósticos y de las teorías sobre la exculpación por la conciencia errónea. En el Salmo 19, 13 encontramos una proposición digna eternamente de reflexión: «¿Quién será capaz de reconocer los deslices?/ Limpíame de los que se me ocultan». Esto no es objetivismo veterotestamentario, sino profunda sabiduría humana: negarse a ver la culpa, el enmudecimiento de la conciencia en tantas cosas es una enfermedad del alma más peligrosa que la culpa reconocida como culpa. Quien es incapaz de percibir que matar es pecado cae más bajo que quien reconoce la ignominia de su acción, pues está mucho más alejado que él de la verdad y la conversión. No en vano en el encuentro con Jesús el vanidoso aparece como el verdaderamente perdido. El que el publicano, con todos sus pecados indiscutibles, aparezca ante Dios como más justo que el fariseo, con todas sus obras verdaderamente buenas (Lc 18, 9-14), no se debe a que los pecados del publicano no sean pecados ni a que no sean buenas las buenas obras. No significa que la bondad del hombre no sea buena ante Dios, ni que su maldad no sea mala o carezca de importancia. El fundamento de este paradójico juicio de Dios se muestra exactamente desde nuestro problema: el fariseo no sabe que también él tiene pecados. Tiene completamente aclaradas las cuentas con su conciencia. Pero el silencio de la conciencia lo hace impermeable para Dios y para los hombres, mientras que el grito de la conciencia que llega al publicano lo hace capaz de verdad y amor. Jesús puede obrar en los pecadores porque no se hacen inaccesibles a los cambios que Dios espera de ellos —de nosotros— ocultándose tras el biombo de su conciencia errónea. Por eso no puede obrar en los «justos», que no sienten necesidad ni de perdón ni de conversión. Su conciencia, que los exculpa, no acoge ni el perdón ni la conversión.
La misma idea, aunque expuesta de otro modo, volvemos a encontrar en Pablo, que nos dice que «los gentiles, guiados p...

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