el jorobadito
De pequeño, durante mis paseos, me gustaba mirar por unas rejas horizontales que permitían colocarse frente a un escaparate aun cuando a los pies se abriera un hueco. Servía éste para proporcionar un poco de aire y luz a las claraboyas del sótano, situadas en las honduras, ya que, más que al exterior, esas claraboyas daban a lo subterráneo. De ahí la curiosidad de hundir mi mirada entre los barrotes de cada reja que pisaba, a fin de llevarme del sótano la visión de un canario, una lámpara o un inquilino. Después de intentarlo en vano durante el día, podía ocurrir que la noche volviera las tornas y yo mismo quedara apresado en sueños por unas miradas que apuntaban desde aquellas covachuelas. Eran unos gnomos con caperuzas quienes me las lanzaban. Pero acto seguido de asustarme hasta los tuétanos, desaparecían. Por eso supe a qué atenerme cuando encontré mi Libro alemán para niños con estos versos: «Cuando bajo a la bodega | para escanciar mi vinito, | hay allí un jorobadito | que me lo quita del jarrito». Conocía a esa pandilla empeñada en cometer desaguisados y diabluras, y era palmario que en los sótanos se sentía como Pedro por su casa. Se trataba de «gentuza». Los camaradas de la noche que en el monte de los nogales abordan al gallito y la gallinita –el alfiler y la aguja de coser gritando que pronto sería noche cerrada– eran de la misma ralea. Probablemente, sabían más acerca del jorobadito. Él conmigo no intimó, y hasto hoy mismo no he sabido su nombre. Me lo reveló mi madre. «El Torpe te manda saludos», decía siempre que yo me tropezaba o rompía algo. Ahora entiendo a qué se refería. Hablaba del jorobadito que me había estado mirando. A quien éste mira no pone atención, ni a sí mismo ni al hombrecillo. Se queda desconcertado ante un montón de añicos: «Cuando voy a la cocina | para hacerme mi sopita | hay allí un jorobadito | que me rompe la marmita». Donde él entraba, yo salía perdiendo. Perdía porque las cosas se sustraían, hasta que, con el tiempo, el jardín se hubiera convertido en jardincito, mi cuarto en cuartito y el banco en banquito. Se encogían y era como si les creciera una joroba que las dejaba en manos del hombrecillo. El jorobadito se me adelantaba siempre y me cerraba el paso. Por lo demás, aquel preboste gris nada me hacía que no fuera cobrarme el tributo del olvido por cada cosa que yo tocaba: «Cuando entro en mi cuartito | a comerme mi cocidito | hay allí un jorobadito | que su mitad se ha comido». Se presentó así muchas veces. Sin embargo, nunca lo vi. Él sí que me veía a mí. Me vio en el escondite y ante la jaula de la nutria, en las mañanas de invierno y frente al teléfono del pasillo, en el Brauhausberg con las mariposas y en mi pista de hielo con la charanga. Hace tiempo que ha abdicado. Pero su voz, similar al zumbido de la mecha del gas, me susurra desde más allá del umbral del siglo: «Reza, ay, te lo pido, caro niñito, | reza también por el jorobadito».
índice
Prólogo
Logias
Cosmorama imperial
La columna de la Victoria
El teléfono
Caza de mariposas
Tiergarten
Llegar tarde
Libros de la infancia
Mañana de invierno
Steglitzer esquina Genthiner
Dos imágenes enigmáticas
Markthalle
La fiebre
La nutria
La isla de los Pavos Reales y Glienicke
Noticia de una muerte
Blumeshof, 12
Tarde de invierno
Kr...