El estruendo de las rosas
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El estruendo de las rosas

Manuel Peyrou

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El estruendo de las rosas

Manuel Peyrou

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Un país imaginario habitado por personajes germánicos o centroeuropeos. Una crisis institucional mayor: es asesinado el viejo dictador Gesenius. La sorpresa del lector es temprana, porque el nuevo dictador dispone que la indagación del crimen la realice precisamente la persona acusada de haber matado a Gesenius… Ese investigador, Félix Greitz, es un intelectual, admirador de Shakespeare y de los cuentos policiales de Chesterton, y (según cree él mismo) un magnicida justificado por su oposición a la política de alianzas internacionales del gobierno.Tras ese primer capítulo, el investigador-acusado recorre y descarta distintas hipótesis a lo largo de toda la novela. Ese camino culmina con un hallazgo final incomunicable.En la geografía y los nombres imaginarios, el lector argentino puede descubrir referencias a ciudades o movimientos políticos propios, y en ese ida y vuelta aparecen preocupaciones de toda la vida de Peyrou acerca de la relación entre el poder y las personas. Tal como sostuvo Anderson Imbert sobre esta primera novela –publicada no sin valentía en 1948–, se trata de un relato construido, a la manera de Borges, con espejos que multiplican el espacio.

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Information

Year
2021
ISBN
9789875996571
capítulo primero:
Recomendación para el infierno
I
Una nube frágil como un velo, un sol que a duras penas atravesaba la nube, un viento helado que se quejaba (de vicio) entre los árboles, y unos árboles de otoño, ni grises ni verdes, no eran elementos suficientes para hacer memorable aquella mañana. Después de mediodía, aquella mañana sería memorable. En realidad, ya lo era (paradójicamente) para un hombre pálido, alto, de pelo negro, vestido de azul, que tenía un ramo de rosas en la mano y estaba parado a la sombra de uno de los frondosos castaños de la plaza, con una seriedad oficial o profesional en su rostro.
Un hombre ve miles y miles de mañanas y sólo una queda en su memoria. Ve días tempestuosos o plácidos, tórridos o helados, con soles y lunas variables, o sin sol ni luna, y de todo ese fárrago de imágenes sólo guarda una confusa noción de frío o de calor, de luz o de sombra. Pero hay otros, obstinados, que se conservan puros en el recuerdo.
Alguien piensa en una mañana cualquiera, la del veintidós de diciembre de 1942, por ejemplo, en una ciudad austral, donde hay una plaza con la estatua de un héroe. Nítidamente ve nubes que no parecen nubes, sino ligeras brumas sedosas; ve un cielo increíblemente puro y azul; ve unos árboles densos, muy oscuros en la primera luz, como si aún guardaran restos de la noche; advierte que los árboles empiezan a iluminarse por la parte más alta de sus copas; advierte, después, que el viento sopla muy despacio y comprende una vez más que el día será caluroso. Por algo que solamente él sabe, el día se mantiene invariable a través de su vida, pero ya no puede resolver cuáles son las imágenes iniciales y cuáles pertenecen a los sucesivos recuerdos.
Eran las once de la mañana del primero de octubre y Félix Greitz, con su ramo de rosas en la mano, estaba en la actitud del hombre que graba en su espíritu los detalles de un día que será inolvidable. (Félix Greitz se equivocaba, por supuesto: en un futuro próximo lo esperaban algunos días que serían infinitamente más dignos de recuerdo que ese primero de octubre).
La nube blanca tenía ahora la forma de un pez y el aire era frío y claro, como de metal. La multitud aumentaba por momentos y Félix estimó necesario acercarse a la terraza. Había previsto todas las contingencias y al no encontrar dificultades sintió como una frustración de la energía inicial. Luego se recomendó a sí mismo tranquilidad y rehizo mentalmente su proyecto.
Estaba libre para actuar. El día anterior había dejado a su mujer en Drieschbad, cerca del aeródromo, con un pasaporte fraguado para Gotemburgo. De allí Clara saldría para Londres, donde esperaría sus noticias.
Faltaban cinco minutos. A las once y diez Cuno Gesenius saldría por la puerta de la terraza y pronunciaría su arenga final para todo el país, anunciada para las once y cuarto. Aunque el acto electoral había comenzado a las ocho, se calculaba que este discurso constituiría un estímulo para los rezagados, y que el tanto por ciento favorable a la anexión del país por la Unión del Norte alcanzaría una cifra nunca superada.
Hubo un murmullo y ese aleteo secreto de la multitud, cuando una conmoción instantánea puede tanto mantenerla unida como ponerla en fuga atropelladamente. Esta vez se mantuvo unida porque Cuno Gesenius había aparecido, y con rápidos pasos se encaminaba al micrófono. Una mujer gruesa, con la cara roja por la emoción o el fervor, que presidía una delegación de muchachas vestidas con uniformes celestes, se acercó. Gesenius escuchó, inexpresivo, con la cabeza lustrosa un poco torcida, las palabras de la mujer.
Detrás de ella, dos jóvenes de blanco sostenían grandes ramos de flores. A la derecha de Cuno Gesenius estaba el lugarteniente Werner Kulpe; a su izquierda, Helmuth Boström, el jefe de Propaganda, con su estatura imponente, su pelo blanco y su eterna sonrisa. Félix no reconoció a nadie más, o estaba demasiado nervioso para fijar su atención. La mujer de las rojas mejillas había terminado su discurso. Las dos niñas se adelantaron, depositaron los ramos en la mesa, y se retiraron caminando hacia atrás. El hombre cuya presencia marchitaba las flores sonrió con desgano ante las flores. Félix estiró el brazo con el ramo de rosas y pidió paso; la gente se apartó automáticamente, pensando en un nuevo homenaje. Las rosas brillaron al sol, y también sonaron. Por lo menos, alguien pudo imaginarlo así, en la confusión subsiguiente. Porque mientras Félix las dejaba caer de su mano izquierda, con la derecha empuñó un revólver. Dos estampidos atronaron el ambiente y Cuno Gesenius fue cayendo poco a poco, apoyado en Kulpe, hasta quedar de rodillas. Una mancha creciente repitió en su chaqueta blanca el color de las rosas.
ii
A la una de la tarde Félix Greitz fue conducido a la prisión de Rüdesheim. Allí, ante el investigador Hans Buhle, amplió su declaración, efectuada atropelladamente en el vértigo de los minutos posteriores al suceso. Admitió haber trabajado un año y medio en un plan destinado a asesinar a Gesenius y declaró que no tenía cómplices. Con afabilidad, Buhle escuchó su declaración y le requirió informes sobre su vida. Buhle era un hombre grueso, de escaso pelo rubio desordenado, de ojos claros y vacíos como un mar, y mejillas flojas y abultadas. Caminó hacia la ventana, la abrió y volvió a encarar a Greitz.
–Ya he confesado –dijo Félix, con cansancio–; no veo la necesidad de relatar hechos inútiles.
–Cuando yo mando a alguien a la horca –contestó Buhle, con una sonrisa– lo hago preceder por un buen informe. Es como una recomendación para el Infierno. Cuando usted se instale en el círculo que le corresponde…
–Preferiría el Limbo, con las comodidades indispensables…
–Eso es lo que pretenden sus amigos del movimiento secreto. La rutina legal me obliga a colocarlo más abajo, y en lugar más estrecho. Pero esto es lo de menos. Quiero saber qué hizo en estas últimas veinticuatro horas.
Félix Greitz se levantó, caminó hacia la ventana y se quedó contemplando el paisaje con cierta indefinida tristeza.
–Los tilos de la plaza Gesenius tienen más de cien años –dijo Buhle–. A mí también me gusta mirarlos, sobre todo en días tempestuosos… ¿En qué piensa?
–Rememoro mi último día de libertad –dijo Félix, suavemente–. Ayer pasé por esta plaza, con mi mujer. Ni me acordaba que ahora se llama Gesenius. Siempre la recuerdo con el nombre de Raspail.
–Tenemos los cuarteles Gesenius, los barrios de casas municipales Gesenius, la avenida Gesenius y la plaza Gesenius. Sus dos tiros de esta mañana van a producir un recrudecimiento de bautismos Gesenius.
–Usted se burla de quienes le pagan –dijo Félix, con torpeza, y se arrepintió en seguida de sus palabras.
–No me exija fervor –contestó Buhle, sin molestarse–. Me defiendo con humor de esta desagradable tarea de enviar al patíbulo un patriota cada tres meses.
Una secretaria de uniforme azul apareció y habló con Buhle en voz baja. El hombre contestó dos o tres palabras con gesto de aburrimiento y se quedó luego silencioso, jugando con un lápiz. Félix Greitz experimentaba una curiosa sensación, como la que puede sentir un imprudente que llega de visita adonde no lo esperan. Buhle lo había tratado con excesiva amabilidad y una ligera ironía. Ahora lo estaba mirando por entre el humo del cigarrillo, con sus ojos claros semicerrados. Como si bruscamente se acordara de algo sacó el reloj, miró la hora, y dijo con una sonrisa:
–Tengo que atender a alguien en la oficina de al lado; ¿me permite? Hoy se me ha presentado una colección de problemas.
Sin esperar la obvia respuesta de Félix, desapareció por una puerta. Félix Greitz se quedó suspenso, mientras crecía en su mente la sensación de irrealidad. En lugar de malos tratos y de furiosas imprecaciones, Félix encontraba una atención amable y displicente. Quizá fuera una trampa para estudiar sus reacciones. La mujer de uniforme volvió a entrar, lo miró con distraída atención y levantó unas carpetas; luego pasó delante de Félix, en camino a la puerta, y éste creyó percibir en su rostro una sonrisa fugaz. Pasaron...

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