Prisioneros
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Prisioneros

Relatos de la vida carcelaria

Lucía Sainas, Lourdes Marchese

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Prisioneros

Relatos de la vida carcelaria

Lucía Sainas, Lourdes Marchese

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No son pocos los hombres y las mujeres que, antes o después de haber sido protagonistas de la escena política, sindical o empresaria, estuvieron presos. En este libro —resultado de una investigación minuciosa— las periodistas Lucía Salinas y Lourdes Marchese relatan las historias de dieciséis personalidades argentinas que pasaron por esa experiencia. Con impecable pulso narrativo, las autoras nos revelan los días en prisión de estos personajes, en cuyas crónicas lo cotidiano (la rutina, las visitas, los pasatiempos, la convivencia con los otros presos, etc.) se mezcla con lo cruel (la humillación de las autoridades, la violencia propia de toda cárcel y hasta la tortura). Pero Prisioneros también es un análisis sobre el sistema penitenciario argentino. O, mejor dicho, sobre su precariedad. Estos relatos permiten entrever las falencias de un sistema colapsado e ineficaz que no logra cumplir con el objetivo de reinsertar socialmente a los convictos. Como dice Rolando Barbano en el prólogo: "¬Si alguien quiere entender la vida y la muerte en la Argentina, la política y el delito en nuestro país, tiene que comprender cómo funcionan las cárceles. Y el mejor camino para hacerlo es leer esta investigación, la más profunda y entretenida que se haya escrito hasta hoy".

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Information

Year
2021
ISBN
9789505567928

JORGE CASTILLO

“Escuchame, trabajá o estudiá”. Fueron las palabras que escuchó de boca de su padre cuando, a los 13 años, decidió dejar la escuela. Se levantaba todos los días a las tres de la mañana para dirigirse a los mercados de Liniers y del Abasto, donde compraba mercadería para la verdulería familiar.
Trabajó también en un restaurante de la pileta Namuncurá, un balneario popular que los veranos recibe cientos de familias cerca de la autopista Riccheri. Recuerda que en su primer día peló una bolsa y media de papas, en una contienda implícita contra un hombre grande y la cocinera, que solo lograron media bolsa cada uno. “Ahí conocí el pelapapas. Ya de chico era competitivo”, reconoce cincuenta años después entre risas.
Ya de adulto, centró su idea en la gente de menos recursos y gestó un emprendimiento que fue la punta del iceberg de lo que años más tarde se convertiría en un megaproyecto. ¿En qué consistía su plan? Ofrecer prendas variadas, imitaciones de grandes marcas a las que pocos tenían acceso, aunque también producciones propias, dándole vida al negocio que semana tras semana movería millones de pesos en la feria más grande de Latinoamérica: La Salada.
El fenómeno no es original, se repite en todo el planeta. Como cuenta Nacho Girón en su libro sobre La Salada: “Concentra todo lo bueno y lo malo del gen nacional, capacidad emprendedora, creatividad con solo dos pesos en el bolsillo, sacrificio laboral, buenas intenciones pero también corrupción y la convicción de que todo se puede arreglar”.
La actividad se desarrolla en varias hectáreas de Ingeniero Budge, en Lomas de Zamora, a la vera del Riachuelo, donde todo huele a basura por los residuos industriales. Las ratas se mezclan entre los compradores y vendedores.
Los tres predios centrales que conforman el complejo de 95 mil metros cuadrados y que se distribuyen los cinco mil puestos son Urkupiña, Ocean y Punta Mogote.
Todo se remite a la década del 90, cuando un grupo de personas, en su mayoría de nacionalidad boliviana, comenzó a instalarse en los terrenos que años atrás funcionaban como balnearios, para vender vestimenta, electrónica y alimentos. Su crecimiento fue exponencial, lo que los llevó a constituir sociedades, aunque no evitó que en los alrededores nacieran puestos ilegales y se generaran situaciones de inseguridad, precariedad e insalubridad.
Esos espacios, que fueron desalojados en 2015, eran comandados por lo que la Justicia calificó como “grupos criminales”. La organización no solo era responsable de alquilar los puestos, sino de “garantizar” la seguridad, que se pagaba aparte. Todo terminó volcado en un expediente judicial, y Jorge Castillo, por ese entonces ya el Rey de La Salada, fue el principal señalado.
Pero ¿qué es La Salada? “Es un medio de vida, la salida a la producción y de la producción a la venta. Es reinserción laboral. Pequeños productores convertidos en empresarios y familias enteras que desde hace tres generaciones viven de este negocio”, explica Castillo. Su contraparte es la informalidad, la evasión impositiva y un circuito de talleres clandestinos que devienen en otros delitos.
El Rey de La Salada defiende su imperio enfocándose en aquello que brinda a las personas: trabajo y pertenencia. “El que vende mantiene a su familia. Y el que compra tiene un manguito más para gastar en otra cosa porque compra barato. La Salada significa muchas cosas para la clase media baja”.
Sin embargo, la Justicia hizo otra lectura. Señaló que el éxito se construyó a través de “negociados espurios” que llevaron a Castillo a la cárcel el 21 de junio de 2017, acusado de ser el jefe de una asociación ilícita que extorsionaba a puesteros a través del cobro de alquileres. También le atribuyeron el delito de coacción a las “mecheras”. Se apuntó a la connivencia de integrantes de la Policía Bonaerense y la ayuda de barras bravas contratados para “apretar a puesteros para que paguen no solo el servicio, sino también por seguridad”.
Castillo relata la historia desde su mansión de dos hectáreas en el haras El Argentino, en Luján. Ahí cumple, desde diciembre de 2019, su arresto domiciliario luego de haber permanecido treinta meses en prisión. Hasta ahí nos trasladamos.
Un cartel en la ruta indicó que habíamos llegado. Primero, estrictos controles de seguridad. Minutos más tarde, una voz del otro lado del intercomunicador dio la orden de ingresar. La puerta de doble hoja se abrió y ahí estaba él, con una sonrisa pícara que no desapareció en ningún momento.
Propio de quien se muestra como el “rey de su casa”, Jorge Castillo indicó que la charla sería en el comedor. Viste una remera negra, un short y ojotas, un estilo sencillo, más bien campechano. Se ubica en la cabecera, desde donde supervisa todo. La luz ingresa por inmensos ventanales que delimitan el living comedor de la galería y del parque. Castillo se para y contempla la superficie. Habla de su pasión por los caballos y cuenta cómo adquirió las hectáreas para sus quinientos equinos. Ese será su próximo emprendimiento y, mientras tanto, le traslada aquella fascinación a su hijo de nueve años, que juega al polo.
Lo primero que hace es mostrar la tobillera, colocada en la pierna derecha. Explica que está monitoreado las veinticuatro horas con un radio de alcance para transitar por el interior de su casa y el parque. “Si se excede del perímetro delimitado, una alarma se enciende y el GPS se activa”, afirma.
Todo fluye con naturalidad, a pesar de ser escueto en algunas de sus respuestas. Define su tiempo tras las rejas como “secuestro”, frunce el ceño cada vez que lo dice y repite: “Soy un hombre de trabajo. No hago cosas ilegales. Pagaré más o menos impuestos, como todos”, la risa cierra la idea.
¿Qué sintió el primer día que puso un pie en la cárcel? La respuesta fue contundente: “No me caían las fichas. Uno está ahí dentro y dice: ¿por qué estoy acá? No entendés qué es lo que pasa”.
20 de junio de 2017, el frío del invierno ya se sentía. Los medios transmitían en simultáneo los allanamientos en La Salada. Fue tan cinematográfico que hasta contó con un helicóptero sobrevolando el predio. La causa era por asociación ilícita, evasión, coacción y lavado. Durante años las investigaciones no habían arrojado resultados, pero esta vez la Justicia estaba decidida a ir tras los cabecillas. Uno de ellos, Jorge Castillo, quien, más allá de las repetidas denuncias, nunca había visto peligrar su libertad. Esta vez su suerte cambiaría.
Era de noche. El sonido de la alarma que se disparó irrumpió la tranquilidad del barrio. El reloj marcaba las 23. Jorge estaba durmiendo y su esposa lo despertó, asustada, mientras se escuchaban pasos firmes en el exterior de la mansión.
Entonces se levantó, agarró una de sus armas, la cargó y fue al lugar desde donde provenían los ruidos. Una voz estridente resonó. Los oficiales tenían una orden judicial para allanar y detenerlo. Castillo, sin embargo, no sabía quiénes estaban del otro lado de la puerta. Un breve diálogo dio inicio al violento operativo:
—Abra la puerta o la tiramos abajo.
—Váyanse, hijos de puta. ¿Qué quieren? No voy a salir una mierda.
De fondo se escuchaba el llanto de sus hijos. Su madre, que intentaba contenerlos, llamaba a la seguridad del barrio y al 911. Como si fuera una película de gangsters, Jorge acercó su pistola por la mirilla y, sin medir las consecuencias, disparó dos veces. El silencio fue abrumador y, segundos después, uno de los oficiales gritó que le habían “dado” mientras se tocaba la cara. Castillo se asomó por una ventana y, afirma a más de dos años de aquel suceso, recién ahí pudo ver que se trataba de efectivos policiales. Justificando su accionar, les gritó: “¿Por qué no tocaron el timbre en vez de entrar de incógnito? No soy un malandra, yo les hubiese abierto la puerta”. Ese acto de arrebato contra el grupo Halcón le valió una causa judicial por intento de homicidio, pero, sin saberlo, sería un salvoconducto en la cárcel.
Durante horas el grupo de operaciones especiales de la Policía Bonaerense revisó, junto con Gendarmería, la casa y secuestraron documentación. Los medios alertaban: “Detuvieron al rey de La Salada”.
Cuatro oficiales lo subieron esposado al móvil blanco. Estaba vestido con jeans, zapatillas, un buzo polar gris y una campera en sus manos. Lo trasladaron a la alcaidía de Melchor Romero. En los 133 kilómetros de trayecto desde Luján hasta La Plata, la confusión se apoderó de Castillo. Estaba enojado, sentimiento que aún hoy conserva.
Después de dos horas, el auto se detuvo y lo bajaron. Un letrero anunciaba a dónde habían llegado: Departamental 3, La Plata. El establecimiento, originalmente concebido como prisión de máxima seguridad hasta su clausura en 2012, había sido reconvertido para alojar detenidos en tránsito por no más de 60 días. Sin embargo, su estadía superaría ese plazo.
La puerta se abrió, pero la oscuridad no le permitió ver adónde ingresaba. Lo que percibía no le era desconocido. Todo olía a mugre, el mismo aroma que envolvía a la feria. Mientras caminaba por el pasillo del pabellón cuatro, reinaba el silencio, salvo por el sonido de las ratas que caminaban a la par, aunque eso poco le preocupaba porque de chico las cazaba con una gomera. El rey ya no estaba en su palacio. Ese lugar se transformaría en su alojamiento los próximos veinte meses.
Entrada la noche, lo llevaron a su celda, que logró dimensionar al día siguiente utilizando la cama como referencia: cuatro metros por dos cuarenta. Habla de aquel lugar como un “cuarto” porque no contaba con barrotes, y cabían pocos elementos: un colchón delgado con años de humedad, una mesa alargada y un lavatorio deteriorado. La imagen se completaba con un inodoro tipo letrina en pésimas condiciones.
Las paredes despintadas y con manchones de humedad, con inscripciones que se alternaban con las fotos que otros internos dejaron tras su paso. Solo una pequeña y sucia ventana permitía el ingreso de una luz exigua. Esa era una de las 36 celdas que conformaban el pabellón 4. Al salir de ahí, se topaba con un pasillo donde se ubicaban tres duchas. En su “cuarto” permanecía veinte horas. El único aliciente era la salida al patio, al que solo podía ir cuatro horas.
Acostumbrado a dormir ocho horas, pudo conciliar el sueño porque ya llevaba un día sin dormir. “Soy como un perro callejero, me tiro en cualquier lado y duermo. Puedo dormir en un palacete o en un lugar como ese”, dice al rememorar esa noche en prisión. Cerró los ojos y su única compañía fueron unas cucarachas que caminaban por las paredes.
Con el primer rayo de sol, se levantó y sintió el primer impacto. Al abrir los ojos ya no tenía el paisaje verde detrás, sino “mucha mugre por todas partes, mucha desidia”. Entonces escuchó cómo se abrían las rejas de los pasillos. No era una pesadilla, estaba en la cárcel. Pero tenía claro que no lo iban a quebrar. Hoy, fuera de la prisión, repite: “Soy de la calle. A mí me resbala todo. Yo sé que esto va a terminar y, cuando termine, va a quedar en la nada”.
La diversidad de detenidos era amplia. Tenían sus categorías. “Había algunos cachivaches, como se les dice en la jerga tumbera a los presos más complicados”, reconstruye. Recuerda no haber tenido miedo. “En la cárcel siempre se me respetó. Entré por intento de homicidio porque me enfrenté a la policía, entonces, todos creían que yo era Dios. Aparte voy como mafia, y la mafia, en la jerga carcelaria, otorga una categoría superior a la del simple ladrón”. Desde que llegó, los presos se pusieron a disposición.
Para un hombre movedizo como Castillo, estar encerrado era sinónimo de parálisis. Entonces armó su propia rutina para estar ocupado en cosas productivas. Así comenzó su interés por la lectura.
Aquello que en su adolescencia lo llevó a decidirse por el comercio y que tenía que ver con su desinterés por la escolaridad, bajo estas circunstancias, sería parte de su nueva vida. Habló con su mujer y le pidió algunos libros. Lo primero que leyó fue un libro del expresidente brasileño Lula da Silva, A verdade vencerá: o povo sabe por que me condenam. Siguió con Jaime Durán Barba, aunque reconoce que solo llegó hasta la página setenta. Luego de un tiempo se dio cuenta de que los textos políticos no despertaban su interés. “Todos los políticos son unos cagones. Por eso nunca les di mucha bola. Podría haber sido candidato si hubiera querido, pero la verdad es que no. El problema de Argentina es el político”, arguye. Ahí pidió copia del expediente para interiorizarse en su acusación.
Aprendió a hacer vino leyendo textos sobre la vitivinicultura en California. Se especializó en vinos jóvenes y tiene viñedos en Mendoza.
Aunque dice que no disfruta mucho del alcohol, amplió el rubro. Su próximo objetivo fue aprender a hacer cerveza artesanal. Pasó días leyendo para interiorizarse. Quería una marca de la bebida más popular. La llamaría Pabellón 4, en honor a ese lugar.
Los días de insomnio los combinaba con Alplax, una pastilla para dormir. Comenzó a leer y a practicar un sistema de yoga, que, basándose en la respiración, lo ayudó a conciliar el sueño de forma natural. Así dejó la medicación. Todas las noches, cuando las puertas se cerraban (lo que se conoce como “engomar”) se colocaba en una posición cómoda y empezaba a inhalar y exhalar hasta que su cuerpo se relajaba. A las ocho de la noche ya se dormía.
El fútbol, la paleta y un poco de running serían sus otras distracciones. Al fútbol jugaba con parte de la barra de Independiente y de Boca. Las gastadas en medio del juego eran moneda corriente y alguna que otra vez terminaban en enfrentamientos. Pero un día se desgarró y no jugó más. Se hizo amigo de Carlos Bebote Álvarez y Noray Nakis, detenidos en la causa por asociación ilícita en Independiente. Además de compartir la pasión por el rojo, jugaba a las damas. “Yo soy bueno, pero ganaba Bebote. Nos ganábamos”, dice entre risas. También se entretenían jugando al truco en grupos. “No podíamos tener cartas, pero teníamos. Todo es el ‘arte de no poder’ ahí. Hasta celulares había en el pabellón”.
Por la mañana, Jorge era el primero en despertarse. Su reloj biológico sonaba a las seis. Se preparaba el mate y se dedicaba a dibujar y a planear nuevos proyectos. Bocetaba en hojas con ayuda de unos lápices. Cuando no le gustaba algo, hacía un bollo que terminaba en un tacho al lado de la cama.
A las siete, cuando la puerta se abría, se dirigía al sector en el que estaba el teléfono y, como en el pabellón todos dormían, durante dos horas se adueñaba del aparato. Nunca dejó de ser quien tomaba las decisiones. Se comunicaba con sus empleados y les daba indicaciones sobre los trabajos que debían hacer. Su señora, Natalia, también recibía órdenes explícitas, ya que figuraba como socia. Sobre ella recaía una gran responsabilidad: mantener la cadena de pagos para que todo siguiera funcionando con normalidad.
Pero aquella vía no era la más segura para algunos temas. Entonces, destinaba parte de su día de visitas, los jueves, a organizar las cuestiones pendientes. A esos encuentros iban su esposa y uno de sus hombres de confianza. El sitio se convertía en una oficina. Cada tanto, recibía a sus hijos, pero de forma excepcional, solo si alguno se sentía mal y pedía verlo. Si no, prefería evitarlo. Además de los horarios de visita, había otra regla: solo podía vestir pantalón largo, nunca short. Castillo respetaba ese atuendo cuando era llamado por el director del penal y al recibir a su abogado o contador.
Antes de cumplir su primer mes de encierro decidió pintar su celda para darle un mejor aspecto. Elegía creer que estaba en unas vacaciones forzadas. Defiende esta premisa: “No es que uno elige, sino que a uno lo meten ahí”.
Al yoga como práctica diaria, le sumó una dieta basada en la ingesta de semillas con la que perdió varios kilos. Para ello tuvo que leer un libro que le habían recomendado. Se entusiasmó tanto con el contenido que en la actualidad volvió a seguir esos mismos pasos para bajar lo que aumentó el último tiempo. Cuenta que llegó a perder cuarenta kilos con este método.
Habían pasado seis meses y no era un día cualquiera, 24 de diciembre. La primera fiesta lejos de su casa. El calor, que era más agobiante, intensificaba los olores nauseabundos. Sin embargo, Castillo, en un tono enfático pero desaprensivo, manifiesta: “No les doy bola a las fiestas”. Pero su familia no faltó aquel día. En el pabellón había algunos “permitidos”. Compartieron la comida que llevó su señora y brindaron sin alcohol. En Año Nuevo, la misma rutina, y el deseo de libertad que se hacía esperar.
El 28 de febrero de 2019, el calor se sentía y hacía transpirar las húmedas paredes de la celda. Se escuchó una voz del otro lado: “Vestite, Castillo. Te trasladamos”. Abrió los ojos y sin mediar palabra se puso lo primero que encontró. Había pasado veinte meses en Melchor Romero. Lo subieron a un móvil, aún de noche y con sueño. Como entregado, recostó su cabeza contra el vidrio del vehículo sin saber adónde iba. Cerca de las dos de la mañana aquel trayecto concluyó. La quietud lo despertó. “Parecía que no había nadie”, dice entre risas. Todos dormían. Lo ubicaron en uno de los cuatro pabellones del módulo seis, pertenecientes al IRIC, el Sistema de Intervención para la Reducción de Índices de Corruptibilidad del Servicio Penitenciario Federal. A simple vista, la diferencia era sustancial: “Al lado de Melchor Romero, era Disney. Es como si la alcaidía fuera un Fiat 600 y de golpe pasás a tener un Audi”. Risas otra vez.
Jorge estaba agotado y, tras hacer los trámites de rigor, le dieron un kit que incluía una manta, una toalla, un jabón, pasta dental y un cepillo de dientes. Con todo eso y sin mayores explicaciones, comenzó a caminar. Uno de los guardias lo escoltó hasta su nuevo lugar de alojamiento.
El camino dejó de ser lineal. Entonces, traspasaron la primera puerta enrejada y el sonido metálico resonó. Unos pasos más, sin mayor apuro hasta que llegaron a la segunda puerta. Finalmente, le mostraron su celda, un espacio reducido de no más de cuatro metros de largo por tres de ancho. Solo resaltaba lo monocromático de aquellas paredes, blanco y gris. Miró su nuevo espacio, y encontró, a su derecha, el inodoro junto a un lavabo. Todo estaba limpio, y eso lo sorprendió.
Se sentó por un instante en un pequeño banco atornillado al piso, apoyó sus manos sobre la mesa diminuta y contempló el entorno. Se recostó sobre la cama, apagó la luz y se durmió. Ahí estaba, en el pabellón A, otra vez encerrado.
Al amanecer se desperezó y, una hora más tarde, a las ocho, las puertas se abrieron para el recuento. Una nueva rutina empezaba a regir su tiempo tras las rejas. Todo parecía extraño. Entonces decidió salir de su celda y se dirigió al área común. No conocía a nadie, no sabía cómo lo recibirían los presos, pero quedarse encerrado no era una opción. Lo primero que vio fue un gran comedor, de paredes altas que tenía varios elementos comunitarios (heladera, horno y unas hornallas, ollas, sartenes y algunos otros objetos de cocina, entre ellos vajilla de metal). No era la cocina de su casa, pero tenía comodidades.
Cuando lo vieron ingresar...

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