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Una fenomenología del tango porteño

Carlos Belvedere

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Una fenomenología del tango porteño

Carlos Belvedere

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El tango es un sentimiento, según la magistral sentencia de Enrique Santos Discépolo. Este sentimiento no es otro que el de la vida, caracterizado por su carácter autoafectivo, ipseidado, es decir, radicalmente subjetivo.Este libro explora las múltiples expresiones de la vida tanguera. Como en todo caso, esta vida se expresa en la liberación de sí, que ocurre en la cultura y, de modo privilegiado, en el arte. El autor va recorriendo las manifestaciones privilegiadas del género en la poética, la danza y la música. Nada de eso sería posible sin el encuentro de los vivientes en la vida y, por ende, en la comunidad de vivientes. Por eso esta narración al hilo del 2x4 concluye con la descripción detallada de los entornos sociales del tango donde, además de cantar y bailar, se conversa y, chamuyo mediante, se construye sociedad.Quien haya saboreado algo de la triste alegría del tango porteño reconocerá en estas páginas su propia vida, en la cual encontrará, sin duda, a los otros. Quien no lo haya hecho podrá acceder allí al recuento de una experiencia que quizá y este es el deseo del autor quiera en un futuro cercano realizar por sí mismo. En todo caso, este libro propone un encuentro con la vida tanguera tal y como se experimenta en los barrios porteños.

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Information

Year
2021
ISBN
9789876919418

“La vida es una milonga”

Según las repetidas palabras de Sciammarella: “La vida es una milonga / Y hay que saberla bailar” (Sciammarella y Montoni, 1941). Como en cada caso, también en el mío, vivir y bailar (es decir, milonguear) ha sido una experiencia personal. Y así ha de ser, puesto que, si la danza de tango es un sentimiento, ¿cómo podría resultar impersonal? De modo que, si aquello que hemos de alcanzar es en esencia afectivo, no queda otro camino que la descripción en primera persona. El objeto de este capítulo, entonces, será compartir esa experiencia personalísima del baile de tango como danza sentimental e interior.

Un milonguero sentimental

Por más que a la altura de estas páginas huelgue decirlo, he de confesar que el tango es mi pasión. Esa pasión me ha llevado de milonga en milonga, buscando convertirme en el bailarín de tango que siempre me sentí. Los cinco años de fallidos intentos y las 18 milongas que frecuenté dan muestras tanto de mi genuina vocación como de mi rotundo fracaso. Si algo ha quedado bien sentado es mi incompetencia en el terreno de la danza.1 Sin embargo, ¿no había llegado, de algún modo, a ser miembro de la escena milonguera? ¿Cómo es que había podido interactuar con incontables milongueros que sienten el tango como yo, aunque, para deleite del resto, lo expresan con toda la gracia de la que he sido privado? Más aún, ¿cómo llegué a advertir mi fracaso? Es decir, ¿cómo llegué a comprender que no se baila así, que “eso no es tango”?
Cuando tomé plena conciencia de mi ineptitud para el baile, percibí que me había convertido en algo así como un “milonguero sentimental”, pues de bailarín solo tenía el sentimiento, no la pericia. Era incapaz de bailar; lo sabía porque, en cambio, era capaz de advertir que ya sentía el tango como lo sienten todos. Sabía con certeza que “eso no es bailar”, y podía dar las razones de ello porque había aprendido a verme como cualquiera en el piso me ve. Había adquirido la mirada (crítica, sobradora, sarcástica) del milonguero, internalizando así al “otro generalizado” (Schutz, 1967: 189). No había aprendido a seguir las reglas del baile (es decir, no podía actuar según lo esperado en la pista), pero podía reconocerlas en el actuar de otros, y había aprendido a reconocer su mirada sobre mis torpes pasos. Podría decir, entonces, que “aprendí unas cuantas cosas”…
Fundamentalmente, aprendí que la milonga “tira”, por emplear la frase del tango “Un tropezón”.2 Ella ejerce esa atracción irresistible sobre la sensibilidad del milonguero que magistralmente describieron Lomuto y Gorrindo en su tango “Mala suerte”, al decir “y donde haya una milonga, yo no puedo estar sin ir”.3
Este sentimiento ha quedado magistralmente retratado en el tango “Prisionero”, que cuenta la historia de un milonguero que abandonó las pistas por una alegría mayor: la llegada de un hijo. Tras describir emotivamente el afecto de un padre por su hijo y argumentar (aunque de manera algo teórica y racionalizada) lo bueno que es preferir la dicha del hogar a cualquier atracción mundana, caracteriza el sentimiento con que vive esa elección (recordemos: voluntaria, consciente y refrendada) como una condena.4 Es decir que, aun teniendo inmejorables motivos para ausentarse de las pistas, el milonguero siente que son fuerzas ajenas a su voluntad las que lo retienen.
Pues bien, el estatus de miembro (aunque incompetente) lo adquirí el día en que comencé a experimentar ese sentimiento; antes de saber bailar, y antes incluso de advertir mi insalvable limitación. Nada tienen que ver con esto las fatigas e incordios vividos, las limitaciones externas, ni las dificultades “objetivas”. El tango es un sentimiento, y ese sentimiento ya era el mío.
Por aquel entonces trabajaba en un ministerio del Estado nacional. No veía la hora de salir para ir a casa, bañarme, perfumarme, calzar mis zapatos de suela y rajar “pa’ la milonga”. La “emoción” (experiencia adrenalínica por excelencia) no comienza cuando uno llega a la milonga, sino cuando proyecta, en anticipación semiplenificada a partir de sedimentaciones de sentido previas, el mar de sensaciones que habrá de vivir allí. Algo de la excitación que proveerá la música (el sonido chillón de bandoneones y violines, el ritmo marcado por el contrabajo y el piano) se vive ya en la alegría desbordante que produce la sola anticipación de una nueva noche milonguera. En este sentido, y según dicen las Escrituras, cada cual por sí mismo es tentado… (Santiago 1: 14).

Qué significa ser miembro

Mi estatus de milonguero sentimental volvía ineludible una pregunta: ¿Qué significa sentirme miembro de la milonga?
Los etnometodólogos a menudo apelan a la noción de miembro. Así, por ejemplo, se refieren a los métodos que emplean los miembros para volver observables los fenómenos, al estudio de los lenguajes naturales, etcétera. Desde sus inicios, la etnometodología empleó este término para explicar qué convierte a alguien en integrante de un entorno social. Por ejemplo, Garfinkel lo utiliza en sus escritos de juventud al hablar de los “miembros de la tribu” en tanto participantes bona fide de “relaciones tribales” que comparten una metafísica de uso social que los hace a todos “semejantes en esencia” (Garfinkel, 1956: 423). Podemos encontrarlo también en sus trabajos tardíos donde, al delinear el programa de la etnometodología, habla de los “métodos de los miembros” y del modo en que ellos brindan descripciones de las cosas ordinarias (Garfinkel, 2002: 72-73, 101).
La noción de miembro también ha sido empleada en el análisis conversacional. Se la encuentra ya en Sacks, al tratar de las prácticas y los métodos. Desde sus primeras conferencias (según relata Schegloff, 1989: 205) se interesó en indagar cómo los miembros construyen metodológicamente su habla de manera tal de producir acciones y anticipar acciones de otros (Schegloff 1989: 197).
Según los sentidos enumerados aquí, no cabe duda de que llegué a ser un miembro de la escena milonguera, puesto que fui un miembro de esa tribu dotado de la esencia común que la caracteriza; logré captar el sentido de las cosas comunes y corrientes que allí ocurrían; y pude construir metodológicamente el habla de los otros de manera tal de contribuir a que sus acciones ocurran. En consecuencia, el mero hecho de no saber bailar no me excluía de la milonga, sino que me convertía en un tipo particular de miembro. Así fue como aprendí que el entorno social de la milonga se organiza, en parte, sobre la base de certificaciones negativas que indican no solo quién “sabe bailar”, sino también quién “no sabe bailar”.

El bailarín consagrado

En mi ineptitud, jugaba un papel fundamental, aunque poco deseable. Era el que “da pisotones”, el que no sabe bailar. Me encontraba en lo más bajo de la escala milonguera. En el otro extremo, en la cima, se encontraban los bailarines eximios: destacados aficionados e incluso algunos profesionales que frecuentan las milongas para adquirir “la mugre” del tango.5 Curioso es notar que, en la milonga, los bailarines profesionales son evaluados con la misma medida que los demás. La cuestión es la siguiente: “¿baila?”. Por ejemplo, una vez alguien me dijo: “Zotto baila”. De modo que hay una relativa proximidad entre los bailarines profesionales y los milongueros experimentados en el ambiente de la milonga. Quienes han bebido el tango de la “época de oro” y demás veteranos son buscados como compañeros de baile, considerando que hay un saber práctico, encarnado, que solo se transmite bailando.
Por eso es que los profesores impulsan a los aprendices a “cambiar de pareja” lo más posible: porque hay algo relacionado con la intercorporalidad que solo se aprende en el acto mismo de bailar y al cual cada cuerpo le aporta su matiz peculiar. Generalmente, llegado un punto de la clase, los profesores dicen a viva voz: “cambiar de pareja”, dando la señal de que es momento de interactuar con un bailarín distinto que trae un trasfondo cultural propio, un modo personal de aplicar la técnica y un estilo corporal distintivo. Suele ocurrir que algunas parejas que toman la clase “juntos” son renuentes a cambiar de compañero. En esas situaciones, los profesores insisten o hasta llegan a elegir una pareja de baile para cada uno, de manera amable, pero también decidida.
Volviendo a los “milongueros viejos” (que son “la historia viva del tango” y cuyo prestigio es comparable al de los más renombrados profesores de tango), suelen hacer de asistentes en las clases mostrando los pasos y bailando con los aprendices. Este era el caso de Julián,6 quien ya andaba por los 60 “pirulos”.
Julián aprendió a bailar el tango “de grande” y, no obstante, llegó a ser un destacado bailarín gracias a que concurría diariamente a diferentes milongas desde que se divorció. En apenas tres años llegó a ser tan bueno que uno de los más renombrados profesores le pidió que fuera su “asistente”. Se sentía realizado y andaba haciendo alarde. Fingía que fingía estar orgulloso para disimular que realmente lo estaba.
Sin embargo, sabía (y me lo hizo saber) que el estatus de “profesor” no es tan indiscutido como el de bailarín porque no es atribuido por los otros, sino asumido por propia iniciativa. Algunos viejos milongueros (lo mismo que Julián) son escépticos respecto de muchos autoproclamados “profesores”. Ya lo decía Discépolo en su “Cambalache” (tango que Julián citaba cuando hablaba de esto): “Lo mismo un burro que un gran profesor”.
Por supuesto que, además de iniciativa personal y una buena dosis de narcisismo, un profesor necesita estudiantes que lo sigan y, más aún, que paguen las clases; pero en esto, el profesor no está sujeto al juicio de los pares. De modo que bien puede ser poco reconocido por sus colegas y, aun así –gracias a virtudes ajenas a la danza, tales como la simpatía, la “pinta”, y el “olfato para los negocios”–, tener una buena clientela. Claro que, para “bailar, bailar”, hace falta más que eso.

El estatus de bailarín

Enseñar, enseñan muchos; pero en la milonga bailar, no baila cualquiera. Para ello es preciso adquirir el estatus de bailarín, cosa que –por supuesto– no puede hacer uno por cuenta propia. Son los otros –más en particular, los otros significativos– quienes se lo asignan.
Los bailarines experimentados y los concurrentes asiduos a la milonga suelen decir –a media voz, incluso, como revelando un secreto– que “Fulanito baila” cuando quieren destacar o reconocer la destreza de alguien. Es algo que no se dice de cualquiera. Esta distinción se hace no solo respecto de milongueros, sino también de bailarines profesionales.
Entre quienes bailan, se encontraba Cachito. Cuando lo conocí, tenía 83 años. Era un referente en varias milongas de fuste, e incluso en una academia de danzas. No faltaba quien iba a la milonga para bailar con él. Recibía invitaciones para bailar en diversos eventos, algunos de ellos incluso de carácter institucional. Con una de sus compañeras de baile visitó otros países, mostrando allí sus destrezas.
Se decía que el tango lo mantenía vivo, lo cual era cierto. Más allá de una afección crónica, siguió bailando muchos años contra todos los diagnósticos que, especialmente al principio, distaban mucho de ser alentadores. Pero el tango también lo mantenía vivo anímicamente. Volver a las pistas lo ayudó a superar la muerte de su esposa, con la cual había compartido su vida hasta una edad avanzada. No solo recuperó la alegría de vivir, sino que también inició nuevos afectos. En la milonga conoció a todo tipo de personas, desde rufianes hasta exministros de la Nación. Él, que había sido un empleado administrativo toda su vida, se codeaba ahora no solo con la aristocracia del barrio, sino también con un mundo de profesionales, hombres de negocio, artistas y políticos. Todo ello gracias a esta nueva sociabilidad que le abría la milonga.
Tal vez por eso, Cachito apreciaba la amistad por sobre todas las cosas –o, al menos, eso decía–. Como señalaba irónicamente Julián: “Cachito tiene un alto aprecio por la amistad, mayor incluso que el que tiene por sus amigos”. Sea como fuere, en cada brindis, incluso en ocasiones triviales y hasta poco apropiadas, solía cantar o recitar la letra del tango “Amigos que yo quiero”.7
Pues bien, lo cierto es que su destreza de bailarín y su gran sociabilidad habían hecho de Cachito una figura infaltable en cumpleaños y reuniones sociales. Además de querido, en la milonga se sintió respetado. Ese respeto provenía de que Cachito “bailaba”.
Su estatus de bailarín no solo era importante para los demás, sino, ante todo, para sí mismo. Un día, en su casa, con la radio de tango de la Ciudad como telón de fondo (radio que jamás apagaba ni cambiaba de estación), me contó que una vez, tras haber frecuentado infinidad de veces la milonga del barrio y haber dado muestras de su destreza, un admirado bailarín se le acercó y le dijo: “vos bailás”. Cachito recuerda esa circunstancia con particular emoción. Fue un momento significativo que marcó “un antes y un después”. Lo vivió y lo relata como un rito de pasaje. A partir de entonces, se sintió bailarín. Recorrió las pistas con redoblada confianza y se sintió habilitado para compartir su talento con sus circunstanciales compañeras de baile, con caballeros que lo observaban bailar con admiración (quién sabe, también con secreta envidia) y con amigos a quienes les brindaba su consejo y les revelaba de a uno los innumerables secretos del baile. Además, Cachito escogió “pareja de tango”.
Todo buen bailarín tiene una compañera estable con la que baila, especialmente en aquellas ocasiones en que debe mostrar sus habilidades. La compañera de Cachito era Myrna: una atractiva mujer, treinta y cinco años menor que él, y de quien estaba platónicamente enamorado. Myrna tenía su propia academia donde enseñaba a bailar el tango, además de ser una empresaria exitosa y con actividad en el exterior.8 No los unía más que el tango.
Un día Cachito me mostró una carta que le había escrito a Myrna, expresándole un amor sincero y respetuoso. “Me tiene loco”, confesó. Sin embargo, la relación no avanzó más allá de lo estrictamente ligado al tango. Ella no tomó a mal la carta ni las innumerables expresiones de afecto que públicamente le dirigía Cachito en cumpleaños y otras ocasiones sociales. Él no avanzó más allá de estas manifestaciones galantes, propias del amor cortesano más que de la sexualidad posmoderna. Lo suyo era el baile. El resto quedaba en suspenso ante la incomparable atracción de la milonga.
Habiendo recibido el reconocimiento de bailarines experimentados, la admiración de compañeros, la solicitud de bailarinas habitués, y teniendo su “compañera de baile”, Cachito era todo un bailarín.

Este incompetente

Nada en común parecía haber entre Cachito y yo. De los bailarines experimentados, no recibía más que críticas. Algunos incluso no podían comprender cuánto me costaba dar esos pocos, torpes y grotescos pasos. Mi incompetencia parecía, por momentos, superar la amplia experiencia de profesores familiarizados con alumnos de las más variadas edades, procedencias y expectativas. En la milonga, no abundan las personas tan poco dotadas para el baile como yo…
Siendo así, se comprende que no hubiera llegado a formar una pareja de baile, por más que varias amigas me habían “hecho la gamba” para que aprendiera a bailar. Las milongueras experimentadas no bailaban conmigo ni por compasión. Incluso mis compañeras de clase del nivel “principiante” me corregían cual si fuesen experimentadas bailarinas.
Recuerdo una de ellas, mayor que yo, pero que estaba dando sus primeros pasos en el tango. Me quiso enseñar a “marcar”, presionando frenéticamente mi espalda a fin de mostrarme lo que para ella era obvio y para mí, ciencia oculta. Ante sus ojos, yo era un incompetente, puesto que “marcar” y “mandar” son dos cosas que indiscutiblemente hace el hombre.9 Por eso se habla de “la parte del hombre” y “la parte de la mujer”: porque, a diferencia de la mayoría de las danzas, en el tango cada uno hace pasos distintos, aunque coordinados.
Cierto es que esto implica una división sexual del trabajo en el baile; aunque también es verdad que en ocasiones los roles se invierten. Por ejemplo, en los inicios del tango, los hombres, en el prostíbulo, mientras esperaban su “turno”, practicaban entre ellos, interpretando inevitablemente la parte de la mujer. Luego, en los clubes de barrio, era común que hombres jóvenes les enseñaran a sus pares y practicaran entre sí como ensayo para los bailes. Además, hoy en día profesores y bailarines profesionales “saben las dos partes” porque deben enseñar tanto “el rol del hombre” como el “de la...

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